C. G. Octubre 1976
El espíritu de la obra misional
Por el élder Carlos E. Asay
del Primer Quórum de los Setenta
Hace años, en un seminario de presidentes de misión, el presidente Hugh B. Brown dijo: «Si Dios me concediera un deseo, sólo uno, le rogaría que todo misionero sintiera y disfrutara del espíritu de su llamamiento». También declare que si fuesen bendecidos todos los misioneros de modo que pudieran sentir ese espíritu, se efectuarían milagros en el mundo.
Si a mí se me concediera un deseo, sería semejante al del presidente Brown; pero se aplicaría a todos los miembros de la Iglesia, no únicamente a los misioneros regulares. Dentro de mi corazón existe el imperioso deseo de que todos los miembros de la Iglesia, jóvenes y ancianos, sientan la influencia y el impulso de ese espíritu especial que acompaña al hecho de compartir el evangelio de Jesucristo. ¡Ojalá que todos los Santos de los Últimos Días tuvieran una asociación estrecha y continua con el espíritu misional!
El espíritu al cual me refiero se entiende mejor al leer los relatos de grandes misioneros, como los hijos de Mosíah. Notemos la profundidad de sus sentimientos:
«Y estaban deseosos de que la salvación fuese declarada a toda criatura, porque no querían que ningún alma humana pereciera; sí, se estremecían y temblaban con sólo pensar en que un alma tuviera que padecer un tormento sin fin.
Y así obraba en ellos el Espíritu del Señor» (Mosíah 28:3, 4).
Este y otros pasajes de las Escrituras describen un fenómeno maravilloso que se realiza en las personas cuando la luz del evangelio ilumina su vida, y enciende en ellas el deseo de compartirla. Cuando un nuevo conocimiento ensancha nuestra mente, queremos que otros sepan; cuando una influencia celestial eleva nuestro espíritu, queremos que otros sientan; y cuando nuestra vida se llena de bondad, queremos que otros, particularmente aquellos a quienes amamos, disfruten de experiencias similares.
Recordaréis que en el sueño de Lehi, él «vio un árbol cuyo fruto era deseable para hacer a uno feliz». De modo que avanzó, tomó del fruto, y se sintió lleno de gozo. En seguida, según la historia, sintió un fuerte deseo de que también su familia participara de él, pues, como dijo, «sabía que su fruto era preferible a todos los demás». (1 Nefi 8:10-12, 15.)
No hace mucho, escuché el testimonio de un nuevo converso, un joven en quien el Espíritu obviamente había influido. Entre otras cosas, indicó que era su gran deseo compartir el evangelio restaurado con su familia y amigos. Con lágrimas en los ojos y voz temblorosa, dijo: «Quiero que sepan lo que yo sé; quiero que sientan lo que yo siento; quiero que hagan lo que yo he hecho.»
Hay un espíritu misional, un espíritu que nos insta a que vivamos fuera de nosotros mismos y nos preocupemos por el bienestar de los demás. Y cualquiera que en alguna ocasión haya cumplido una misión honorable, ayudado en la conversión de un amigo, sostenido a un hijo en el campo de la misión o disfrutado de una relación cercana con los misioneros, testificará de su realidad.
Uno de los hermosos aspectos de la obra de evangelizar es que las dos partes en cuestión, tanto el que enseña como el que aprende, sienten el espíritu y son elevados por lo que acontece. Como se reveló por conducto del profeta José Smith: «El que predica y el que recibe se comprenden entre sí, y ambos son edificados, y se regocijan juntamente» (D. y C. 50:22).
Puedo testificar que un espíritu ennoblecedor acompaña al servicio misional. Estoy convencido de que cada vez que vamos por nuestro camino a Emaús, con amigos que no son miembros, conversando y explicándoles las Escrituras, nuestros ojos se abren a verdades adicionales y nuestro corazón brilla con mayor ardor.. Estoy convencido de que cada vez que extendemos la mano al cojo de cuerpo y espíritu que se halla a nuestra puerta y le ayudamos a levantarse, nosotros mismos podemos andar más erguidos y alabar a Dios con mayor fervor. Estoy convencido de que cada vez que visitamos nuestro pozo de Jacob e invitamos a nuestros amigos a que beban de las aguas de vida, nuestra sed también se apaga y nos allegamos más al Salvador del mundo.
La semana pasada abordé un avión para asistir a una conferencia de estaca. Mi espíritu se hallaba muy desalentado, y mi genio dejaba mucho que desear; tomé el asiento que se me había señalado y me puse a trabajar en algunas cosas de urgencia. El asiento junto al mío estaba desocupado y abrigaba la esperanza de que nadie lo tomara, pues deseaba viajar sin que se me molestara con conversaciones.
Momentos antes de cerrarse la puerta del avión, llegó corriendo un joven de melena despeinada y muy desaliñado, y se sentó a mi lado; debo admitir que me molestó; tenía la apariencia de un hombre del mundo, su olor era del mundo y parecía que tenía muchas ganas de conversar.
Yo no le hice caso y continué trabajando. Poco después, mi desagradable compañero de viaje se volvió a mí y me dijo: «Me da la sensación de que lo he ofendido, y quiero ofrecerle una explicación. Soy de Canadá, y he estado asistiendo a un seminario de mecánicos en Utah, que concluyó con demostraciones prácticas; he estado trabajando con grasa y cosas sucias todo el día y como puede ver, no tuve tiempo para bañarme ni cambiarme de ropa antes de abordar el avión. Espero que me perdone».
¡Qué vergüenza sentí! Avergonzado de haber sido tan egoísta; avergonzado de haber prejuzgado sin más averiguaciones.
Me arrepentí de mis sentimientos y me disculpé por mis malos pensamientos. Después de una breve presentación, se desarrolló entre ambos una interesante conversación sobre el evangelio; antes de aterrizar en Chicago, estábamos leyendo las Escrituras juntos y conversando como viejos amigos, y nos despedimos con un cordial apretón de manos y la promesa de que él recibiría a los misioneros.
Relato esta experiencia para recordarme a mí mismo que cuando vivimos fuera de nosotros y procuramos compartir el evangelio, invitamos la presencia de un hermoso espíritu, un espíritu que acompaña un testimonio ferviente, la lectura de las Escrituras y una preocupación sincera por las almas de los hombres.
Sí; si se me concediera un deseo sería que las personas de todas partes sintieran y disfrutaran del espíritu misional. Que pudiésemos sentir ‘lo que sintió Alma y tuviéramos ese anhelante deseo de exclamar: «¡Ojalá fuera yo un ángel y pudiera realizar el deseo de mi corazón, para salir y hablar con la trompeta de Dios, con una voz que estremeciera la tierra, y proclamar el arrepentimiento a todo pueblo!» (Alma 29:1).
En el nombre de Jesucristo. Amén.
























