Nuestro don de Dios

C. G. Octubre 1976logo pdf
Nuestro don de Dios
presidente Marion G. Romney
de la Primera Presidencia

Marion G. RomneyComo tema para mis palabras de esta noche, he escogido una exhortación de Pablo a Timoteo: «. . . te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (2 Tim. 1:6).

Puede que éstas se hayan dicho al conferir el don del Espíritu Santo, como parte de una ordenación al sacerdocio, o ambas cosas. De cualquier forma, recordé esa exhortación recientemente al escuchar el discurso de un misionero recién llegado de su misión. Dijo el joven que la esposa de la familia en cuya casa él y su compañero vivían, estaba interesada en el evangelio; pero el esposo no lo estaba. Finalmente, su corazón se ablandó un tanto y un día les dijo que cuando no tuvieran otra cosa que hacer, les escucharía. Al poco tiempo, tras haber tenido que volver a la casa pues una fría tormenta de lluvia y viento les impedía seguir golpeando puertas, le presentaron la primera lección. Al principio, él no dio muestras de mucho interés, pero al terminar, se puso de pie y les dijo: «¿Ustedes creen en lo que me acaban de decir?» «Sí,» le respondieron, «lo creemos».

«Entonces», continuó él, «ustedes no entienden lo que están diciendo. Si realmente creen que Dios y su Hijo resucitado Jesucristo, en realidad vinieron a esta tierra en 1820, y se le aparecieron personalmente a un muchacho y le dieron el mensaje que ustedes dicen que le dieron, ninguna tormenta les hubiera impedido predicar. Con un mensaje de esa magnitud, tendrían que haberse quedado afuera, golpeando puertas y proclamando a la gente.» Al meditar en este incidente, me he formulado esta pregunta que ahora os hago: ¿Qué clase de tormenta sería suficiente para hacernos ceder? Mis observaciones me dicen que muchos de nosotros, poseedores del sacerdocio, necesitamos avivar los dones de Dios que nos han sido conferidos mediante la imposición de manos. Una de las formas en que podemos lograrlo es mediante el constante esfuerzo de mejorar y profundizar nuestro entendimiento del evangelio mediante la autodisciplina en el estudio.

El presidente Stephen L. Richards» enfatizó con fuerza la importancia de entender el evangelio, en una conversación que tuvimos mientras viajábamos en automóvil con destino a una conferencia de estaca. Discutíamos las, distintas formas de animar a los miembros a que vivieran más fielmente las normas de la Iglesia, y él me dijo: «No me cabe duda de que los miembros de la Iglesia serían más fieles en el cumplimiento de los mandamientos, si pudiesen entender más completamente los principios del evangelio.» Estuve de acuerdo con él en ese momento y todavía lo estoy.

Al escribir Pablo a Timoteo, a quien saludaba como su «amado hijo», refiriéndose primeramente a la fe no fingida de Timoteo le dio la siguiente amonestación:

“. . . te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos.

Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía; sino de poder, de amor y de dominio propio.

Por tanto, no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor. . . sino participa de las aflicciones por el evangelio según el poder de Dios;

Retén la forma de las sanas palabras que de mí oíste, en la fe y amor que es en Cristo Jesús.» (2 Tim. 1:2, 5-8, 13.)

Todos los miembros de la Iglesia deben dar oído a esta amonestación de Pablo; especialmente nosotros, como poseedores del sacerdocio. Digo esto porque siento y siempre he sentido, que somos, como dijo Pedro, «linaje escogido, real sacerdocio, nación santa», una gente muy especial para que anunciemos «las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe. 2:9).

Pedro siguió con su declaración, especificando cierta conducta mediante la cual podemos y debemos «anunciar las virtudes de aquel que [nos] llamó de las tinieblas a la luz admirable». Esto se puede lograr si nos abstenemos «de los deseos carnales que batallan contra el alma». (Esta es una advertencia contra vicios como la fornicación, las perversiones sexuales de todo tipo, la vulgaridad y la lujuria de toda naturaleza.) Y continuó: manteniendo buena vuestra manera de vivir entre los gentiles; para que en lo que murmuran de vosotros como de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al considerar vuestras buenas obras» (1 Pe. 2:11-12).

Esta es casi una reproducción de la amonestación del Señor cuando dijo: «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres para que vean ellos vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mat. 5:16).

Más adelante, Pedro habla de la obediencia a la ley en estas palabras: «Por causa del Señor, someteos a toda institución humana, ya sea el rey, como a superior, ya a los gobernadores. . . Porque esta es la voluntad de Dios: que haciendo bien, hagáis callar la ignorancia de los hombres insensatos» (1 Pe. 2:13-15).

La carencia de cumplimiento a la ley en nuestra sociedad moderna, demanda que estemos atentos a la observancia de esta amonestación. El Señor nos ha mandado que obedezcamos tanto Su ley como la de la nación en que vivimos.

«Porque, de cierto os digo, que se guardará mi ley en esta tierra.

Ninguno quebrante las leyes del país, porque quien guarda las leyes de Dios no tiene necesidad de infringir las leyes del país.» (D. y C. 58: 19, 21.)

No pretendo hacer mención a todas las cosas que Pedro dijo que debemos hacer para avivar los dones de Dios que poseemos. Sin embargo, concluyó diciendo:

«Finalmente, sed todos de un mismo sentir, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables; no devolviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino por el contrario, bendiciendo, sabiendo que fuisteis llamados para que heredaseis bendición.

Porque el que quiere amar la vida y ver días buenos, refrene su lengua de mal y sus labios no hablen engaño; apártese del mal, y haga el bien; busque la paz y sígala.

Porque los ojos del Señor están sobre los justos, y sus oídos atentos a sus oraciones. . .» (1 Pe. 3:8-12).

¿No es acaso eso lo que deseamos, que los oídos del Señor estén atentos a nuestras oraciones?

Sabéis, hermanos, considero que después de haber pasado por las aguas del bautismo y por consiguiente, de habernos comprometido ante Dios, nuestro Padre Eterno, de tomar sobre nosotros el nombre de su Hijo y recordarle siempre y guardar sus mandamientos, y después de haber entrado en la «promesa y convenio que corresponden al sacerdocio» debemos tratar con toda diligencia, y con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerza de estar «muertos a los pecados», y como Pedro dice «para no vivir el tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de los hombres, sino conforme a la voluntad de Dios» ( 1 Pe. 4:2).

El tiempo no permitirá que discutamos en detalle cómo debemos conducir nuestra vida para poder «anunciar las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable». No obstante, deseo llamaros la atención en cuanto a nuestra obligación, a la que Pedro hizo referencia cuando dijo:

«Apacentad la grey de Dios, que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey.»

Si lo hacemos tenemos esta promesa:

«Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores. . . recibiréis la corona incorruptible de gloria.

Igualmente, jóvenes, estad sujetos a los ancianos; y todos, sumisos unos a otros, revestíos de humildad; porque Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes.

Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere el tiempo; echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros.

Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en la fe. . .» (1 Pe. 5:2-9.)

En el primer capítulo de la segunda epístola general, Pedro pone un énfasis particular en la diligencia constante y sin fin, en aprender y aplicar en nuestra vida los principios del evangelio y los mandamientos del Señor. Comienza por identificarse como un Apóstol y luego se refiere a lo que tiene que decirles:

“. . . a los que habéis alcanzado, por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo, una fe igualmente preciosa que la nuestra:

Gracia y paz os sean multiplicadas, en el conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesús.

Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia; vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a. vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor.

Porque si estas cosas están en vosotros, y abundan, no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo.

Pero el que no tiene estas cosas tiene la vista muy corta; es ciego, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados.

Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás.

Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Por esto, yo no dejaré de recordaros siempre estas cosas, aunque vosotros las sepáis, y estéis confirmados en la verdad presente.

Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación; sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como nuestro Señor Jesucristo me ha declarado.

También yo procuraré con diligencia que después de mi partida vosotros podáis en todo momento tener memoria de estas cosas.» (2 Pe. 1: 1-15.)

Luego deja su maravilloso testimonio diciendo:

«Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad.

Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia.

Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo.» (2 Pe. 1:16-18.)

Pedro se refería a su experiencia con Santiago y Juan en el monte de la transfiguración. Después, continuó:

«Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones . . .» (2 Pe. 1:19.)

El profeta José Smith dijo:

«La palabra profética más firme significa tener conocimiento un hombre, por revelación y el espíritu de profecía, de que está señalado para vida eterna mediante el poder del Santo Sacerdocio». (D. y C. 131:5.)

El Profeta también dijo:

«Después que una persona alcanza la fe en Cristo, se arrepiente, y es bautizada para la remisión de sus pecados y recibe mediante la imposición de manos el don del Espíritu Santo, que es el primer Consolador, que continúe entonces humillándose ante Dios, con hambre y sed de justicia, y viviendo toda palabra de Dios, y el Señor pronto le dirá:

`Hijo, serás exaltado’.

Cuando el Señor la haya aprobado y hallado que esa persona está determinada a servirle en todo momento, entonces, la persona hará «firme su vocación y elección (2 Pe. 1:10), y tendrá el privilegio de recibir el otro Consolador que el Señor ha prometido a los santos, según está registrado en el testimonio de Juan, en el capítulo 14.»

Al analizar la amonestación y el testimonio de Pedro, puedo comprender inmediatamente por qué el profeta José Smith dijo que «Pedro volcó en las Escrituras el más sublime de los lenguajes utilizado por los apóstoles».

En conclusión y parafraseando las palabras de Pablo a Timoteo, «ruego que avivemos el fuego del don de Dios que está en nosotros por la imposición de manos», y que Dios nos bendiga para que seamos lo que profesamos ser como poseedores del sacerdocio y que ninguna tormenta nos aparte de nuestro deber. Lo ruego humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.

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