Conozcamos al Señor Jesús

Conferencia General Abril 1977
Conozcamos al Señor Jesús
Por el élder Bruce R. McConkie
del Consejo de los Doce

Personas en todo el mundo están hoy oyendo voces, voces extrañas que les incitan a seguir caminos prohibidos que los llevan a la destrucción. En ningún lugar es esto más evidente que en el tono de ese coro de voces discordantes que hablan del Salvador del mundo.

Se oyen voces gritando «¡He aquí Cristo!, y otras, ¡He allí!» es decir que hay multitud de predicadores diciendo «Creed en Cristo, y sed salvos». (José Smith 2:5.)

Una voz proveniente del Corán aclama a Jesús como un profeta tal como Abraham y Moisés, pero niega su divino origen con la declaración de que Alá no necesita un Hijo para redimir a los hombres, o sea que su gracia basta al género humano.

La voz de una secta recordando la muerte en la cruz, dice: «Fuimos salvados hace 2000 años, y nada de lo que podamos hacer ahora afecta ese hecho».

Otra voz proclama: «El bautismo carece de importancia; simplemente creed, confesad al Señor con los labios, no se necesita más; Cristo ya lo hizo todo.»

Otra secta hace a un lado las buenas obras, aseverando que habrá una armonía final de todas las almas con Dios; todos serán salvos.

Otra, habla de confesión, penitencia, y purgatorio, y de los ritos tradicionales de una jerarquía sacerdotal. Otra declara que nuestro Señor fue un gran maestro de moral nada más. Otros creen que el nacimiento virginal es sólo una ficción, creada por discípulos simplones que también inventaron relatos de milagros.

Y así continúa; toda secta, partido y denominación, adjudicándose un Cristo moldeado a la medida de sus diversas idiosincrasias teológicas. Como sabemos, esta verdadera Babel de voces gritando que la salvación obra a través de Cristo, de acuerdo con éste o aquel sistema, es en sí misma una de las señales de los tiempos.

Jesús predijo que en nuestros días veríamos falsos Cristos y falsos profetas, indicando que surgirían religiones falsas portando Su nombre y que abundarían doctrinas falsas y maestros falsos.

En medio de todo esto nosotros levantamos la voz que hace eco a la voluntad y la voz del Señor. Nuestra voz testifica de un Cristo verdadero y viviente; dice que el Señor se ha dado a conocer y ha revelado nuevamente su evangelio en estos días. Es una voz que invita a todos los hombres a ir a Aquel que murió en el Calvario, y a vivir la ley tal como El la ha dado a los profetas de nuestros tiempos.

Por el poder del Espíritu Santo y como uno que ha llegado a un conocimiento de la verdad concerniente al Salvador, deseo proclamar su naturaleza divina y testificar de la salvación que obra exclusivamente por medio de su santo Nombre.

Hablaré de los Dioses del cielo, de nuestra relación con ellos, y de lo que ellos esperan de nosotros, y os aseguro, que todos ellos de corazón abierto y mente esclarecida por el poder del Espíritu Santo, discernirán la verdad de la doctrina que expondré, y del testimonio que os declararé.

El nombre del Padre es Elohim;
Jehová es el Hijo.
Ellos están por encima de todos los Dioses
Y rigen el Universo.
Jehová es divino,
Por El viene la redención;
Su evangelio es palabra de vida,
El es nuestro Señor.
El Espíritu Santo da testimonio,
nuestra alma el mensaje escucha,
Que Padre, Hijo y Espíritu Santo
Del hombre son Dioses Eternos.

Sabed pues, que hay un Dios en el cielo que es infinito y eterno. Suyo es todo poder, toda grandeza, todo dominio; no hay poder que El no posea, ni verdad que El no conozca; toda cosa buena mora independientemente en El, en eterna plenitud. El es el Creador, el Sustentador y Protector de todas las cosas. Su nombre es Elohim; El es nuestro Padre Celestial, el Progenitor literal de todo espíritu humano. Posee un cuerpo de substancia tan tangible como el humano, y es en efecto, un Ser resucitado y glorificado.

La clase de vida que El vive, se llama vida eterna; y ésta, por definición y naturaleza, consiste en la unidad familiar eterna y en la posesión de la plenitud de la gloria y poder del Padre.

El Señor Jesucristo, de quien somos testigos, es el Primogénito del Padre, el Primogénito de toda criatura. El fue el Bienamado y el Electo desde el principio.

Cuando el Padre Eterno ordenó y estableció el plan de salvación; cuando el gran Elohim organizó el sistema que permitiría a sus hijos espirituales avanzar, progresar y llegar a ser como El; cuando El ofreció a sus hijos la vida eterna, llamó voluntarios para poner el plan en ejecución.

Después que se enseñó el evangelio a las huestes celestiales, se les advirtió de los peligros y pruebas de la futura mortalidad, y se expuso en las cortes de gloria la necesidad de un Redentor, el Padre formuló unas preguntas y las hizo conocer a las huestes del cielo:

«¿A quién enviaré?» (Abrahán 3:27.) ¿Quién haría efectivos los términos y condiciones de su plan? ¿Quién obraría la infinita y eterna expiación, por la cual todo hombre será levantado en inmortalidad, con aquellos que crean y obedezcan y sean elevados a la vida eterna?

Fue entonces que el Bienamado y Primogénito respondió:

«Heme aquí; envíame» (Abr. 3:27). «Yo seré tu Hijo en la carne; yo seré el patrocinador de tu plan; tomaré sobre mí los pecados de los hombres a condición de que se arrepientan y para ti, Padre, sean el honor y la gloria por siempre.»

Fue entonces que este Favorecido, éste que había sido el Creador de innumerables mundos, bajo la guía del Padre, fue elegido y preordinado, y desde la fundación del mundo se convirtió en el Cordero.

Fue entonces cuando se emitió el decreto de que el gran Jehová debería nacer, morir, y levantarse de la tumba en gloriosa inmortalidad, transformándose plena y literalmente en la similitud del Padre.

Fue entonces que el Primogénito en el Espíritu fue elegido para ser el Unigénito en la carne.

Fue entonces que las estrellas del alba alabaron, y los hijos de Dios se regocijaron, porque la inmortalidad y la vida eterna serían para siempre una realidad.

Adán y Eva vinieron a su hora, seguidos por la caída del hombre con su muerte temporal y espiritual, y la consecuente promesa de un Redentor, un Salvador, un Liberador. El Evangelio del Señor Jehová fue revelado para que los hombres adoren al Padre en su Nombre, gocen de las palabras de vida eterna sobre esta tierra y sean herederos de vida eterna en la tierra celestial.

Adán y Eva enseñaron esto a su posteridad para que creyeran en Cristo, se arrepintieran de sus pecados, se bautizaran, recibieran el don del Espíritu Santo y obraran en rectitud.

Cristo y sus leyes fueron revelados a todos los santos profetas. Como dijo Pedro: «De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en El creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre» (Hechos 10:43).

El era el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios de Israel, el Santo, el Señor Omnipotente. El era el Mesías prometido, el Salvador y Redentor, el Hijo de David; y a la hora designada, de acuerdo con las promesas, nació de una virgen en Belén de Judea.

De María, su madre, una mujer mortal, heredó el poder de la mortalidad por el que estaba sujeto a todas las tentaciones y males de-la carne, incluyendo la muerte misma. De Dios, su Padre, un Hombre Inmortal, heredó la inmortalidad, poseyendo así el poder de vivir para siempre, o de entregar voluntaria-mente su vida para volverla a tomar en gloria inmortal.

El vino al mundo a rescatar al hombre de la muerte temporal y espiritual que pesaba sobre éste como consecuencia de la caída de Adán. Vino a satisfacer las demandas de la justicia divina y a traer misericordia al penitente. Vino como el Mediador, el Intercesor, para abogar la causa de todos aquellos que creen en él.

Vino a traer inmortalidad a todos los hombres, como un don. Vino a abrir la puerta que conduce a la vida eterna, con la condición de que se obedezcan las leyes y ordenanzas de su evangelio. Vino a traer esperanza, a traer gozo y paz, a traer salvación y el suyo es el único nombre dado bajo el cielo por el que se logra la salvación.

Nuestro Señor —Jehová, el Señor Jesucristo— es nuestra esperanza y salvación. Mediante el evangelio, El trajo a luz la vida y la inmortalidad. El nos redimió de la muerte, del infierno, del demonio, y del tormento eterno.

Después de su resurrección ascendió a los cielos para sentarse a la diestra del Padre. El ha aparecido en nuestros días con el Padre, quien dijo: «Este es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!» (José Smith 2:17). Ha aparecido también muchas otras veces para conversar con sus amigos terrenales, y en un futuro cercano volverá para inaugurar su reinado personal de justicia y paz, con diez mil ángeles y en toda la gloria del Reino de su Padre.

Cuando venga, eliminará a los malvados y juzgará al mundo; y toda cosa corruptible será destruida por la gloria de su presencia.

El es nuestro amigo, nuestro Juez, nuestro Rey y Señor. Buscamos su faz, y deseamos morar en su presencia; somos su pueblo, las ovejas de su redil.

Deseamos ser reconciliados con Dios mediante su sangre, «pues sabemos que es por la gracia que nos salvamos, después de hacer todo lo que podemos». Como un compañero de antaño dijo: «Hablamos de Cristo, nos regocijamos en Cristo, predicamos acerca de Cristo, profetizamos respecto de Cristo» para que los hombres sepan adónde acudir para la remisión de sus pecados. (2 Nefi 25:23-26.)

Y así, de acuerdo con nuestra práctica establecida, y obedientes a la divina obligación que se nos ha impuesto, doy mi testimonio personal de la divinidad de Aquel que nos ha hecho salvos por su sangre. El es en verdad el Hijo del Dios Todopoderoso, en quien nos regocijamos ahora y por siempre. En el nombre del Señor Jesucristo. Amén.

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