C. G. Abril 1977
La palabra del Señor
presidente Spencer W. Kimball
Todos hemos sentido la gran influencia del Espíritu del Señor que se ha derramado entre nosotros, al reunirnos aquí en su nombre para adorarlo y para recibir instrucciones por medio del poder de ese Espíritu. Esto mismo ha sucedido siempre en las reuniones de los santos, incluso desde la época del Libro de Mormón, como lo testifican las palabras de Moroni:
«Y los de la iglesia dirigían sus reuniones de acuerdo con las manifestaciones del Espíritu, y por el poder del ,Espíritu Santo; porque conforme a lo que el Espíritu Santo les indicaba, ya fuese a predicar, exhortar, orar, suplicar o cantar, así se hacía.» (Mor. 6:9.)
Se nos ha aconsejado que practiquemos la rectitud, que seamos fieles, guardemos los mandamientos de Dios, y amemos al Señor y a nuestros semejantes. Se nos ha advertido para que no caigamos en las artimañas de Satanás y se nos ha exhortado a resistir el mal siendo humildes, orando, y manteniéndonos sumisos a la influencia del Espíritu. Tenemos esta gran promesa que el Señor nos ha dado en nuestros días:
«… de cierto te digo, que así como vive el Señor, quien es tu Dios y tu Redentor, tan ciertamente recibirás el conocimiento de cuantas cosas pidieres en fe, con un corazón honesto, creyendo que recibirás…
Sí, he aquí, te lo manifestaré en tu mente y corazón por medio del Espíritu Santo que vendrá sobre ti y morará en tu corazón.
Ahora, he aquí, éste es el espíritu de revelación…» (D. y C. 8:1-3.)
De entre todas las bendiciones, aquella por la cual debemos estar más agradecidos es el hecho de que los cielos están abiertos y que la Iglesia restaurada de Jesucristo está fundada sobre la roca de la revelación, siendo ésta la médula misma del evangelio de nuestro Señor y Salvador.
En uno de nuestros Artículos de Fe, proclamamos al mundo:
«Creemos todo lo que Dios ha revelado, todo lo que actualmente revela, y creemos que aún revelará muchos grandes e importantes asuntos pertenecientes al reino de Dios.» (Art. de Fe No. 9.)
En una escritura de tiempos antiguos encontramos esta resonante declaración:
«Porque no hará nada Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas.» (Amós 3:7.)
Esta declaración del profeta Amós viene desde los días de la antigüedad para afirmar que el Señor «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Heb. 13:8).
En las Sagradas Escrituras leemos sobre este Señor invariable. En la Biblia, que nosotros declaramos ser «la palabra de Dios hasta donde esté traducida correctamente» (octavo Art. de Fe), los profetas del Antiguo Testamento, desde Adán a Malaquías, testifican de la divinidad del Señor Jesucristo y de nuestro Padre Celestial. Jesucristo es el Dios del Antiguo Testamento, y con El fue con quien hablaron Abraham y Moisés; El fue quien inspiró a Isaías y Jeremías; y fue El quien predijo, por medio de aquellos hombres escogidos, los acontecimientos futuros, aun hasta el último día y la hora final. El Nuevo Testamento es, como su nombre lo indica, un nuevo testimonio de la divinidad de Jesucristo como Hijo de Dios, de la divinidad de su obra y de la necesidad de vivir de acuerdo con el evangelio, que El enseñó y proclamó.
No aceptamos la teoría de los que se autodenominan «maestros» del cristianismo, que afirma que el Antiguo Testamento contiene el total de las palabras de los profetas de Dios; tampoco creemos que el Nuevo Testamento marque el fin de la revelación, sino que testificamos que las revelaciones de Dios continúen derramándose sobre el hombre para su bienestar y beneficio. Y creemos en las palabras de Pedro:
«… porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo. » (2 Pe. 1:2 l.)
¡Cuánto necesita este confuso mundo la revelación de Dios! Con las guerras, la pestilencia y el hambre, con la pobreza, la desolación, el soborno, la deshonestidad y la inmoralidad existentes, ciertamente los pueblos de este mundo necesitan más que nunca la revelación de Dios. Es completamente absurdo pensar que el Señor daría su preciosa dirección a un pequeño grupo de gente que vivía en Palestina y en el Viejo Mundo, y ahora, en estos tiempos críticos, cerraría los cielos.
No obstante, la triste verdad es que si los profetas y la gente son inaccesibles, generalmente el Señor no hace nada por ellos. Habiendo dado a sus hijos el libre albedrío, nuestro Padre Celestial los llama, los persuade y los dirige en rectitud; a cambio, espera sus manos extendidas, sus solemnes oraciones, su sincero y dedicado esfuerzo por acercarse a El. Pero si son negligentes, quedan andando a tientas en las tinieblas.
Cuando el pueblo de Israel no quiso vivir sus mandamientos, creer en El, ni seguir su plan, el Señor dijo:
«Y quebrantaré la soberbia de vuestro orgullo, y haré vuestro cielo como hierro, y vuestra tierra como bronce.
Vuestra fuerza se consumirá en vano…» (Lev. 26:19-20.)
Si la Biblia marcó el fin de los profetas, fue debido a la falta de fe y confianza, el mismo motivo por el cual a veces los cielos se han cerrado como si fueran de hierro. Cuando esto sucede, la oscuridad física que se describe en la historia nefita cuando dice que no «no hubo luz… ni velas, ni antorchas; ni podía encenderse el fuego con su leña menuda y bien seca…» (3 Ne. 8:21).
El Señor no va a obligar a la gente a creer en El; y los que no crean, no recibirán revelación. Si se sienten satisfechos de depender de sus propias deducciones e interpretaciones limitadas, por supuesto que el Señor los entregará al destino que ellos mismos han elegido.
Hablando de milagros y revelaciones, el profeta Moroni declara:
«Porque, según las palabras de Cristo, ningún hombre puede ser salvo a menos que tenga fe en su nombre; de modo que si estas cosas han cesado, la fe ha cesado igualmente; y terrible es la condición del hombre, porque queda como si no se hubiera efectuado una redención.» (Moroni 7:38.)
En el meridiano de los tiempos, vino el Hijo de Dios, la Luz del Mundo, y descorrió las cortinas de los cielos, poniendo nuevamente en comunión el cielo con la tierra. Mas cuando se apagó la luz de aquel siglo, las tinieblas fueron otra vez impenetrables, los cielos fueron sellados y la época del oscurantismo comenzó.
Hoy doy mi testimonio al mundo de que, hace ya más de un siglo y medio, aquella bóveda de hierro fue rota, los cielos se abrieron una vez más, y desde entonces la revelación ha sido continua. Este nuevo día amaneció, cuando un alma con apasionado anhelo de saber oró suplicando la guía divina. Después de encontrar un rincón escondido, y solitario, las jóvenes rodillas se doblaron, el corazón se humilló, los labios dejaron escapar ansiosa súplica, y una luz más brillante que el sol del mediodía iluminó al mundo. A partir de ese momento, la cortina jamás volvería a correrse.
El jovencito José Smith, con incomparable fe atravesó el «cielo de hierro» y restableció la comunicación. Los cielos besaron la tierra, la luz disipó las tinieblas y Dios habló al hombre, revelando una vez más «su secreto a sus siervos los profetas». La tierra tuvo un nuevo Profeta y, por medio de él, Dios estableció su reino, que jamás será destruido ni dejado a otro pueblo; un reino que permanecerá para siempre.
La permanencia de ese reino y las revelaciones que han salido a luz, son una realidad absoluta. Jamás volverá a ocultarse la luz, y jamás se repetirá la situación en que todos los seres humanos sean completamente indignos de tener comunicación con su Hacedor; jamás volverá Dios a ocultarse de sus hijos en la tierra. La revelación permanecerá.
En los primeros días de esta última dispensación, el Señor estableció su ley de sucesión; un profeta ha sucedido a otro y así seguirá ocurriendo por decreto divino, a fin de que los secretos del Señor continúen revelándose.
Por el poder de Dios, han salido a luz otros libros de, Escritura, además de la Biblia. Uno de ellos, el Libro de Mormón, está formado por registros vitales e invalorables de la América antigua, contiene enseñanzas de Cristo y es un testimonio de su divinidad, y declaramos que es Sagrada Escritura, contemporáneo de la Biblia y un testigo de este libro.
Desde aquel día memorable de 1820, hemos continuado recibiendo escritura adicional, incluyendo las esenciales y numerosas revelaciones que influyen en una corriente sin fin, desde Dios a sus profetas en la tierra. Muchas de éstas se encuentran en otro libro de Escrituras llamado Doctrinas y Convenios, y completando las revelaciones de los Santos de los Últimos Días está La Perla de Gran Precio, volumen de escritura que contiene los escritos de profetas antiguos y modernos.
Con estos registros sagrados, muchos pensarán que el «día de los profetas» ha llegado a su fin. Mas no es así, y testificamos al mundo que la revelación continúa y que los archivos de la Iglesia contienen toda la que se recibe mes a mes y día a día. También testificamos que, desde que se organizó la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en 1830, ha habido y siempre habrá en esta tierra un Profeta, reconocido por Dios y por su pueblo, que continuará interpretando la voluntad del Señor.
Quisiera dejaros una palabra de advertencia: no cometamos el mismo error que cometieron los antiguos habitantes de la tierra. Actualmente, gran cantidad de personas religiosas creen en Abraham, Moisés y Pablo, pero se niegan a creer en los profetas de nuestra época. Los antiguos también podían creer en profetas de tiempos remotos, pero maldijeron y condenaron a los de sus propios días.
En la actualidad, al igual que en tiempos pasados, muchos tienden a creer que si hubiera revelación, tendría que venir acompañada por aterradoras y resonantes manifestaciones. Les es difícil aceptar como tales las muchas de los tiempos de Moisés, de José y de nuestros propios días, las que reciben los profetas como profundas e inexpugnables impresiones, que se depositan en su mente y su corazón como rocío del cielo o como el alba, que disipa las tinieblas de la noche.
Esperando algo espectacular, uno puede no estar alerta a la constante corriente de comunicación. Yo afirmo, con la más profunda humildad, pero también con el poder y la fuerza del ardiente testimonio que hay en mi alma que, desde el Profeta de la restauración hasta el de nuestros días, la línea de comunicación permanece ininterrumpida, la autoridad es continua y la luz sigue iluminándonos. La voz del Señor es una incesante melodía y un atronador llamado.
El hombre no tiene porqué estar solo. Cada persona fiel puede tener inspiración para su propio reino limitado. Pero el Señor llama profetas hoy, como lo ha hecho siempre, como seguirá haciéndolo, y les revela sus secretos. Así es, invariablemente.
Mientras cantábamos el himno «Te damos, Señor, nuestras gracias», un pensamiento me cruzó por la mente. Espero que estuvierais recordando a José Smith, Brigham Young, David O. McKay, Harold B. Lee, y todos los otros presidentes de la Iglesia. Todos ellos han hecho una gran contribución y una gran obra por la gente de este mundo. Sucesivamente, ellos organizaron y continuaron desarrollando la Iglesia, la cual ha crecido inmensamente bajo su cuidado. Espero que siempre recordemos esto, y no centremos nuestros pensamientos solamente en la persona que ocupa ese cargo en el presente.
Me conmovió oír hablar al élder Gordon B. Hinckley tan tiernamente sobre José Smith, y recordé su última noche en la cárcel de Carthage; mientras la muchedumbre rodeaba la cárcel, ellos estaban reunidos y el profeta José le pidió entonces a uno de los hermanos que cantara la canción «El caminante experimentado en pesares»:
Un pobre caminante yo encontré,
Que muchas veces
por mi senda se cruzó;
Fue tan humilde el ruego que escuché,
Que jamás pude responderle «No».
No supe adónde iba,
ni de donde venía,
Ni siquiera su nombre preguntar osé.
Mas en sus ojos una expresión había
Queme hizo amarlo, sin saber porqué.
Una vez, cuando mi escaso pan comía
El vino a mí, ni una frase pronunció,
Pero en su rostro
vi la angustia que sentía.
Y le di el pan,
que él bendijo y partió;
Comió, mas dióme parte de aquel pan
Que en manjar de ángeles
convirtiese así,
Pues al comerlo con ardiente afán
Su tierna masa
cual maná fue para mi.
Lo vi de nuevo
junto a cristalina fuente,
Débil y pálido, su rostro desmayaba,
Quería alcanzarla,
refrescar sufren te,
Mas el agua clara
de su sed se burlaba.
Corrí y con dulzura
levanté al caminante;
Ansiosamente, él de mi copa bebió,
Volvió a llenarla, me la dio rebosante,
Y desde entonces mi alma
jamás de sed sufrió.
Cayó la noche invernal.
Los elementos
En terrible tempestad se desataron.
Oí su voz afuera, y al momento
Fui a brindarle
de mi techo el resguardo.
En mi hogar,
refugio y calor le ofrendé,
Le puse en mi lecho,
con piedad lo cubrí.
Y aunque yo
en la dura tierra me acosté,
Como en Jardín de Edén
dulcemente me dormí.
Otro día, junto al camino lo encontré,
Golpeado, herido y casi agonizante.
Vendé sus llagas, su aliento restauré,
Reviví su espíritu;
con amor constante,
Con unción
y con piadoso cuidado lo curé.
Yo tenía una herida,
dolorosa y sangrante,
Mas desde aquella hora
mi aflicción olvidé
Y mi alma se llenó
de una paz inefable.
Más tarde, en la prisión
nuevamente lo vi,
Condenado a encontrar
de traidor el castigo.
Las infames calumnias
con valor desmentí
Y en medio de la injuria
desagravié a mi amigo.
Mi celo y devoción
al fin quiso él probar,
Saber si por salvarlo querría yo morir.
La acobardada carne trató de rehusar,
Mas el espíritu libre
le respondió que sí.
Después,
el forastero se presentó ante mi
Y su humilde disfraz
al momento desechó,
Las conocidas marcas en sus manos vi
Y mis ojos se hundieron
en los del Salvador.
Me habló,
y dulcemente mi nombre pronunció:
«Tus obras», dijo,
«galardón han de ser para ti.
De mi nombre tu alma
jamás se avergonzó,
Y lo que hiciste por otros,
lo has hecho por mí».
(Traducción libre)
Que el Señor os bendiga, mis hermanos. Que la paz del Señor sea con vosotros, y su gozo os acompañe. Yo sé que el Señor vive y que revela su voluntad diariamente, a fin de inspirarnos y guiarnos. Y esto os digo, expresándoos mi profundo afecto, en el nombre de Jesucristo. Amén.
























