La Santa Cena del Señor

C. G. Abril 1977logo pdf
La Santa Cena del Señor
élder Howard W. Hunter
del Consejo de los Doce

Howard W. Hunter 1No hace mucho tiempo, asistí a una conferencia de estaca, no muy alejada de donde vivo y, apurándome, pude llegar a casa temprano para asistir a la reunión sacramental de mi barrio. En todas partes del mundo, miles de familias asisten a reuniones sacramentales en el día de reposo, día del Señor, la mayoría de ellas, dirigidas por los poseedores del sacerdocio en el hogar, cuya responsabilidad es la de guiar a la familia en el cumplimiento de los mandamientos de Dios. El Señor dijo:

«Y para que te conserves más limpio de las manchas del mundo, irás a la casa de oración y ofrecerás tus sacramentos en mi día santo.» (D. y C. 59:9.)

Era interesante observar a las personas que llegaban a la capilla, algunas caminando, otras en auto, dirigiéndose al lugar de estacionamiento. Llegaban de todas direcciones, hombres, mujeres, jóvenes y niños. Muchos de ellos eran familias enteras.

Una familia usualmente consiste en el padre, la madre, y los hijos, aunque no siempre es así. A veces faltan la madre o el padre, o no hay hijos; otras, se trata de personas que viven solas. Nuestra familia, por ejemplo, hace algunos años era más grande; ahora sólo somos dos.

Esa tarde, cuando entramos en la capilla, el obispo nos dio una calurosa bienvenida con su manera de ser tan especial, estrechándonos la mano. Luego nuestro maestro orientador nos saludó desde lejos inclinando la cabeza y le respondimos de la misma forma. Vimos a un hermano que había sido nuestro maestro orientador, sentado allí con su esposa e hijas. También pudimos ver a las maestras visitantes de la Sociedad de Socorro, quienes traen a nuestro hogar un rayo de luz espiritual que siempre alegra a mi esposa. Una pareja nos hizo lugar, para que pudiéramos sentarnos a su lado, y al hacerlo alguien desde el banco de atrás me tocó el hombro susurrándome al oído unas palabras de saludo.

Estábamos entre amigos; más que amigos aún, entre hermanos. La música suave del órgano nos ofreció momentos de calma meditación, antes de que la aguja del reloj de la capilla indicara la hora de comenzar nuestra sagrada reunión.

Uno de los consejeros del obispo, en una forma digna y amigable, se paró detrás del púlpito, nos dio algunas palabras de bienvenida y anunció el título del himno que íbamos a cantar.

Los presbíteros estaban sentados en silencio frente a la mesa sacramental. Miré a cada uno de ellos; estaban bien arreglados, reverentes y serios. Mientras muchos jóvenes de su misma edad estaban jugando y divirtiéndose, ellos habían ido a la Casa del Señor. Sentados frente a ellos estaban los diáconos. Ellos también bien vestidos y juiciosos, tomando muy en serio sus responsabilidades en el primer oficio del Sacerdocio Aarónico.

Al mirar a los presbíteros y diáconos, me di cuenta de que ellos provienen de buenos hogares, con padres que los aman y les enseñan a guardar los mandamientos del Señor. Entonces pensé en aquellos que también tienen interés en ellos: sus obispos, consejeros, maestros orientadores, líderes del sacerdocio, de la Escuela Dominical, organizaciones de hombres jóvenes, escultismo y todos aquellos que están dando todo su tiempo y esfuerzo para enseñarles y animarles en su juventud. .

No pasará mucho tiempo, pensé, antes de que estos presbíteros y diáconos salgan como misioneros y estén guardando el mandamiento que han recibido todos los élderes de la Iglesia:

«Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura, obrando mediante la autoridad que yo os he dado, bautizando en el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo.» (D. y C. 68:8.)

Después del himno y la oración, mientras los presbíteros preparaban el sacramento, cantamos:

«Dios escúchanos orar,
Por tu gracia suplicar;
Que tomemos con amor,
Los emblemas del Señor.»
(Himnos de Sión, No. 153.)

Un presbítero se arrodilló y bendijo el pan diciendo:

… para que lo coman en memoria del cuerpo de tu Hijo, y den testimonio ante ti, oh Dios, Padre Eterno, que desean tomar sobre sí el nombre de tu Hijo y recordarle siempre, y guardar sus mandamientos…» (D. y C. 20:77.)

Los diáconos comenzaron a repartir el pan en la capilla. Uno de ellos vino a nuestra fila y sostuvo la bandeja mientras yo me servía; después, le pasé la bandeja a mi esposa, y a su vez ella la pasó a la persona que estaba a su lado. Así, fila por fila, cada uno sirvió y fue servido.

En ese momento, pensé en los acontecimientos que ocurrieron una tarde, hace ya casi 2.000 años, cuando Jesús fue traicionado. Se había mandado a Pedro y a Juan a que fueran a Jerusalén y prepararan la Pascua, parte de la cual incluía la costumbre de sacrificar un cordero. La ley del sacrificio se había guardado durante siglos, desde que había sido iniciada por Adán, a semejanza de lo que ocurriría cuando el Salvador viniera e hiciera su sacrificio en favor de la humanidad, por medio del derramamiento de su sangre y su muerte en la cruz.

Después que el Maestro y sus discípulos tomaron parte en la fiesta de la Pascua en aquella ocasión, «Jesús tomó pan y bendijo, y lo partió y les dio diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo. Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio; y bebieron de ella todos. Y les dijo: Esta es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada» (Marcos 14:22-24).

Así fue como el sacramento de la cena del Señor, vino a reemplazar el sacrificio y recordar a todos los que participan que El verdaderamente se sacrificó por ellos; también nos recuerda los convenios que hemos hecho de seguirlo, guardar sus mandamientos y ser fieles hasta el fin.

Mientras pensaba en esto, vino a mi memoria la admonición de Pablo en su carta a los miembros de la Iglesia en Corinto:

«De manera que cualquiera que comiere este pan y bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y la sangre del Señor.

Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa.

Porque el que come y bebe indignamente sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí.» (1 Cor. 11 :27-29.)

Me sentía inquieto, y me pregunté: «¿Pongo al Señor sobre todas las cosas y guardo todos sus mandamientos?» Entonces, me puse a reflexionar y tomé una resolución. Hacer convenio con el Señor de guardar siempre sus mandamientos, es una seria obligación, y renovar este convenio participando de la Santa Cena tiene la misma seriedad. Los solemnes momentos de meditación vividos mientras se reparte el sacramento, tienen gran significado; son momentos de autoexamen y reflexión, momentos de tomar resoluciones.

Después de repartir el pan, el otro presbítero arrodillado oró para todos los que bebieran:

… para que lo hagan en memoria de la sangre de tu Hijo que fue vertida para ellos; para que den testimonio ante ti, oh Dios Padre Eterno, de que siempre se acuerdan de El, para que tengan su Espíritu consigo…» (D. y C. 20:79.)

Reinaba un solemne silencio, quebrado sólo por el llanto de un bebé, a quien su madre acalló inmediatamente. De cualquier forma que se rompa el silencio durante la sagrada ordenanza parece fuera de lugar, aunque seguramente la voz de un pequeño no desagradaría al Señor. El también fue protegido por una madre amorosa al principio de esta vida mortal, que tuvo su comienzo en Belén y terminó en la cruz del calvario.

Los jóvenes terminaron de pasar el sacramento. Después escuchamos palabras de aliento e instrucción, cantamos un himno, tuvimos la última oración, y así el momento sagrado llegó a su fin. En camino a casa, vimos a varios jóvenes jugando a la pelota y familias que regresaban de haber pasado el fin de semana en las montañas. Entonces pensé: ¡Qué maravilloso sería si todos comprendieran el verdadero significado del bautismo! Si lo aceptaran voluntariamente y tuvieran el deseo de guardar los convenios hechos en esta ordenanza, de servir al Señor y vivir los mandamientos; si participaran del sacramento en el día de reposo y recordaran nuevamente los convenios de servirlo y ser fieles hasta el fin.

Hablando de los convenios que uno hace cuando participa de la Santa Cena, el presidente David O. McKay dijo una vez:

«¿Quién puede medir la responsabilidad de este convenio? ¡Cuán grande y amplio es su alcance! Por él se excluyen la profanidad, la vulgaridad, el ocio,.los celos, la deshonestidad, el odio, el egoísmo y todo tipo de vicio. Esto obliga al hombre a ser sabio, a producir, a ser amable y cumplir con todos sus deberes en la Iglesia y en la sociedad. El mismo se obliga a respetar a su prójimo, a honrar el sacerdocio, a pagar diezmos y ofrendas y a consagrar su vida al servicio de la humanidad.» (Millenial Star, Vol. 85, pág. 778.)

El haber asistido a la reunión sacramental, y tomado el sacramento, hizo que el día fuera más significativo y sentí que entendía mejor el motivo por el que el Señor dijo:

«Y para que to conserves más limpio de las manchas del mundo, irás a la casa de oración y ofrecerás tus sacramentos en mi día santo;

Porque, en verdad, éste es un día que se te ha señalado para descansar de todos los otros, y rendir tus devociones al Altísimo.» (D. y C. 59:9-10.)

Yo sé que Jesús es el Cristo y que El vive, después de haber sufrido la muerte como sacrificio expiatorio y de haber resucitado a fin de que todos podamos volver a vivir y obtengamos vida eterna. Es mi oración que todos podamos seguirlo fielmente, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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