Conferencia General Abril 1979
Confiad en el Señor
Por el Presidente Marion G. Romney
de la Primera Presidencia
Quisiera dirigir mis palabras en particular al Sacerdocio Aarónico. Creo que lo que deseo deciros se aplica a todos nosotros. Desearía comenzar con las palabras de Alma a su hijo. El testificó «que quien pusiere su confianza en Dios, será sostenido en sus tribulaciones, pesares y aflicciones, y será exaltado en el postrer día» (Alma 36:3).
Os ruego a vosotros, poseedores del Sacerdocio, que decidáis ahora, en vuestra juventud, poner vuestra confianza en el Señor y que al obedecer sus mandamientos ganéis el derecho de recibir las bendiciones específicas que El ha prometido. Por ejemplo aquellas alas que se refiere en la Palabra de Sabiduría, cuando dice:
«Y todos los santos que se acuerden de guardar y hacer estas cosas, rindiendo obediencia a los mandamientos, recibirán salud en sus ombligos, y médula en sus huesos;
Y hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, aun tesoros escondidos;
Y correrán sin cansarse, y no desfallecerán al andar.
Y yo, el Señor, les hago una promesa, que el ángel destructor pasará de ellos como de los hijos de Israel, y no los matará.» (D. y C. 89:18-21.)
Esta referencia al ángel destructor que pasó de los hijos de Israel reafirma la ocasión cuando, para persuadir a los egipcios a fin de que permitieran salir a Israel, el Señor, “… hirió a todo primogénito en la tierra de Egipto, desde el primogénito del Faraón que se sentaba sobre su trono hasta el primogénito del cautivo que estaba en la cárcel, y todo primogénito de los animales.
… y hubo un gran clamor en Egipto, porque no había casa donde no hubiese un muerto» (Éxodo 12:29-30).
Pero en su misión que tenía que ver con la muerte, el ángel destructor pasó por alto las casas de aquellos israelitas que habían marcado sus dinteles y los dos postes con la sangre de un cordero, como el Señor les había mandado.
Al parecer por lo que leemos en la Palabra de Sabiduría y en otras Escrituras, hay ángeles destructores que tienen que hacer una obra entre la gente de esta tierra, en ésta, la última dispensación. El Señor le dijo al profeta José Smith en 1831 que debido a que toda la carne estaba corrompida delante de El, y debido a que los poderes del adversario prevalecían sobre la tierra, estos ángeles estaban esperando «el gran mandamiento de segar la tierra, para juntar los cardos y quemarlos» (D. y C. 38:12).
En 1894, el presidente Woodruff dijo:
«Dios ha detenido a los ángeles de destrucción por muchos años, no sea que segasen el trigo con los cardos. Pero yo quiero deciros ahora que, esos ángeles han salido de los portales del cielo, y vigilan esta gente y esta nación ahora, y están velando la tierra, esperando dejar caer sus juicios. Y desde este mismo día caerán. Las calamidades y los problemas aumentan en la tierra y todo esto tiene un significado.» (Improvement Era, Oct. 1914, pág. 1165.)
Ahora, mis queridos hermanos, en vista de este conocimiento y entendimiento revelado que el Señor nos ha dado concerniente a lo que está ocurriendo a nuestro alrededor, es una cosa gloriosa tener la seguridad de que si nos vestimos con cuerpos purificados a través del cumplimiento de la Palabra de Sabiduría, esos ángeles destructores nos pasarán, como lo hicieron con los hijos de Israel, y no nos matarán. Esta es una de las bendiciones que obtenemos al cumplir la Palabra de Sabiduría.
Las bendiciones prometidas por obedecer la ley de los diezmos son tan específicas como las prometidas por obedecer la Palabra de Sabiduría. Una de ellas tiene que ver con la productividad del suelo. Recuerdo que este pensamiento quedó en mi mente hace muchos años al escuchar las palabras del élder James E. Talmage. «Sabéis vosotros», dijo él, «¿qué la tierra puede ser santificada por los diezmos de sus productos? La tierra puede ser santificada. Hay una relación entre los elementos y las fuerzas de la naturaleza y las acciones de los hombres» (Conference Report, Oct. 1929, pág. 68).
Esta declaración está de acuerdo con los sentimientos del presidente Brigham Young.
«Hablando de estos valles tan ricos», dijo él, «no hay otro pueblo sobre la faz de la tierra que hubiera venido a vivir aquí. Oramos por nuestra tierra, y la dedicamos al Señor, junto con el agua, el aire, y todo lo que poseíamos, y las sonrisas del cielo se han posado sobre esta tierra y ha llegado a ser productiva.» (Journal of Discourses, 12:288.)
Otra recompensa por pagar los diezmos suena casi como una póliza de seguro para las cosechas. ¡Escuchad!
«Traed todos los diezmos al alfolí, para que haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice el Señor de los Ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros una bendición que no habrá lugar para contenerla.
Y reprenderé al devorador por causa vuestra, y no destruirá los frutos de vuestra tierra; ni vuestra viña dará su fruto antes de tiempo en los campos, dice el Señor de los Ejércitos.» (3 Ne. 24:10~11.)
La fe infinita del presidente Grant le daba la seguridad de que el Señor haría prosperar a aquellos que fueran generosos con sus bienes en la edificación de su reino, y ha influenciado grandemente en mi vida. Hace muchos años le oí contar de una ocasión en la cual estaba asistiendo a una reunión de ayuno en la cual su obispo había pedido donaciones. El presidente Grant, aunque era muy joven, tenía en el bolsillo cincuenta dólares que pensaba depositar en el banco. Pero fue conmovido por la súplica del obispo y decidió donar los cincuenta dólares. El obispo tomó cinco y le devolvió cuarenta y cinco, haciéndole notar que $5.00 era todo lo que necesitaría contribuir. El presidente Grant le respondió, «Obispo Woolley, ¿con qué derecho me priva usted de las bendiciones del Señor? ¿No predicó usted aquí hoy día, que el Señor recompensa cuatro veces? Mi madre es una viuda, y necesita doscientos dólares.»
«Mi muchacho», le contestó el obispo, «¿crees tú que si yo te recibo los otros cuarenta y cinco dólares tú vas a obtener más rápido tus doscientos dólares?»
«Por supuesto», respondió el presidente Grant.
Aquí había una demostración de fe que el obispo no podía rechazar; entonces tomó los otros cuarenta y cinco dólares.
El presidente Grant testificó que al salir de la reunión de testimonios, cuando iba camino a su trabajo, se le ocurrió una idea, que al ponerla en práctica pudo ganar $218.50. Al contarnos esta anécdota años más tarde, nos dijo:
«Alguien dirá que de to as maneras hubiera ocurrido así, pero yo no lo creo. No pienso que se me habría ocurrido la idea… Estoy convencido de que el Señor abre las ventanas del cielo cuando cumplimos con nuestro deber financiero, y derrama sobre nosotros bendiciones espirituales, que son de mucha más importancia que las cosas temporales. Y creo también que nos (la bendiciones de naturaleza temporal.» (Improvement Era, Aug. 1939, pág. 457.)
Otra recompensa por pagar los diezmos es la garantía de que no vamos a ser consumidos en el fuego que ha de acompañar la segunda venida del Señor. En la sección 85 de las Doctrinas y Convenios, el Señor explica que su propósito en diezmar a su pueblo es para «prepararlo contra el día de la venganza y el fuego» (D. y C. 85:3). Y en la sección 64 nos dice:
«He aquí, que el tiempo presente será llamado hoy hasta la venida del Hijo del Hombre; y en verdad, es un día de sacrificio, y de requerir el diezmo de mi pueblo, porque el que es diezmado no será quemado en su venida.» (D. y C. 64:23.)
Siempre he considerarlo que los diezmos vienen a ser la ley de la herencia en la tierra de Sión, ya que el Señor dijo cuando dio la ley, que todos aquellos que se juntaran en Sión deberían cumplirla o no serían dignos de permanecer entre sus habitantes. (D. y C. 119:5.)
El tercer mandamiento específico al que quisiera referirme es, «no cometerás adulterio» (D. y C. 42:24).
Os acordaréis, por supuesto, de las enseñanzas de Alma a su hijo Coriantón diciéndole que la inmoralidad es la ofensa más grave a los ojos de Dios, con la única excepción del asesinato. Vosotros también os acordaréis de las palabras del apóstol Pablo en la primera epístola a los corintios:
«¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?
Si alguno destruyera el templo de Dios, Dios le destruirá a él.» (1Cor. 3:16-17.)
Hace algunos años la Primera Presidencia le dijo a la juventud de la Iglesia, «Es mejor que estéis muertos y limpios a que estéis vivos y sucios» (Conference Report, abril 1942, pág. 89).
Recuerdo cómo mi padre me enseñó la gravedad de la inmoralidad. El y yo estábamos parados en la estación del ferrocarril en Rexburg, Idaho, en la mañana del 12 de noviembre de 1920.
Escuchamos el pito del tren y nos dimos cuenta de que en tres minutos yo iría rumbo a Australia a cumplir mi misión. En esos momentos, mi padre me dijo, entre otras cosas: «Hijo mío, vas a estar muy lejos de casa. Pero tu mamá y yo, tu hermano y hermanas, te tendremos constantemente en nuestros pensamientos y en nuestras oraciones; nos regocijaremos contigo en tus éxitos, y sentiremos pesar en tus desilusiones. Cuando te releven y regreses, estaremos contentos de saludarte y de darte la bienvenida nuevamente en el círculo familiar; pero recuerda esto, hijo mío, preferiríamos venir a esta estación y recoger tu cuerpo en un ataúd, que tener que recibirte en nuestra casa como un joven inmundo, que ha perdido su virtud.»
Medité sobre estas palabras en aquella ocasión. No entendía completamente en ese entonces lo que mi padre me había dicho, pero nunca lo he olvidado.
No puedo pensar de ninguna otra bendición que debiéramos desear más fervientemente, que aquella que se ha prometido a los puros y a los virtuosos. Jesús habló de recompensas específicas para diferentes virtudes, pero reservó la más grande, a mí me parece, para los limpios de corazón, porque según el Señor dijo: «ellos verán a Dios» (Mateo 5:8).
Y no sólo verán a Dios, sino que se sentirán cómodos en su presencia.
Esta es la promesa del Salvador:
«Que la virtud engalane tus pensamientos incesantemente; entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios.» (D. y C. 121:45.)
Las recompensas por la virtud y las consecuencias de la inmoralidad se encuentran dramáticamente en las vidas de José y David.
José, aunque un esclavo en Egipto, resistió las presiones de las tentaciones más fuertes. Como recompensa recibió las bendiciones más escogidas de todos los hijos de Jacob; llegó a ser el antepasado de dos de las tribus más favorecidas de Israel. La mayoría de nosotros nos enorgullecemos en ser contados entre su posteridad.
David, por otra parte, aunque altamente favorecido por el Señor, de hecho se referían a él como un hombre con el corazón semejante al de Dios, cedió a la tentación. Su inmoralidad le llevó al asesinato. Como consecuencia, perdió su familia y su exaltación. (D. y C. 132:39.)
Mis hermanos, no quisiera decir más, excepto renovar mi súplica de que todos nosotros creamos y vivamos de tal manera que recibamos las promesas del Señor. No seamos como algunas personas en los días de Malaquías. Discutían que era inútil y en vano servir a Dios ya que, de acuerdo con ellos, los orgullosos serían felices, los malvados serían perdonados, y aquellos que tentaban a Dios serían redimidos (Malaquías 3:14-15).
Tengamos el sentido común para darnos cuenta y recordar que hoy día, así como en los días de Malaquías, se está escribiendo un libro de recuerdos ante el Señor para aquellos que le temen y piensan en Su nombre.
«Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe; y los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve.
Entonces os volveréis, y discerniréis la diferencia entre el justo y el malo, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve.
Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama».
Pero dice el Señor en una gloriosa promesa a los justos:
«Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada.» (Malaquías 3:17-18; 4:1-2.)
Mis queridos hermanos, creed y vivid para obtener las promesas del Señor al obedecer sus mandamientos. Si hacéis esto, aunque ahora no tengáis completa confianza en dichas promesas, yo os aseguro que la obtendréis.
«Enséñales a no cansarse nunca de las buenas obras, sino a ser mansos y humildes de corazón; porque éstos hallarán descanso para sus almas.
¡Oh recuerda, hijo mío, y aprende sabiduría en tu juventud; Sí, aprende en tu juventud a guardar los mandamientos de Dios!
Sí, y pide a Dios todo tu sostén; sí, sean todos tus hechos en el Señor, y dondequiera que fueres, sea en el Señor; sí, dirige al Señor tus pensamientos; sí, deposita para siempre en el Señor, el afecto de tu corazón.
Consulta al Señor en todos tus hechos, y él te dirigirá para bien; sí, cuando te acuestes por la noche, acuéstate en el Señor, para que él te cuide mientras duermes; y cuando te levantes en la mañana, rebose tu corazón de gratitud hacia Dios; y si haces estas cosas, serás exaltado en el postrer día.» (Alma 37:34-37.)
Que el Señor esté siempre con vosotros, lo ruego humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.
























