El ejército del Señor

Conferencia General Abril 1979

El ejército del Señor

por el élder Thomas S. Monson
del Consejo de Los Doce


Me doy cuenta hermanos, de que vosotros representáis la más grande asamblea del Sacerdocio que haya podido reunirse aquí. El estar frente a vosotros y considerar la responsabilidad que tengo, me trae a la memoria el adagio que dice:

«Cuando llega la hora de la decisión, el tiempo de la preparación ya ha pasado.» Ruego que nuestro Padre Celestial me ayude, que me conceda inspiración y valor. Hace unos veinticuatro años, me encontraba sentado en la sección del coro del Salón de Asambleas, ubicado al sur del Tabernáculo en la Manzana del Templo. Se estaba llevando a cabo una conferencia de estaca, y los élderes Joseph Fielding Smith y Alma Sonne habían sido asignados para reorganizar la presidencia. Los miembros del Sacerdocio Aarónico, incluyendo a los que servíamos como obispos, presentábamos la música para la conferencia junto con nuestros jóvenes. Al terminar de cantar el primer número, el hermano Smith se acercó al púlpito y anunció los nombres de los integrantes de la nueva presidencia de estaca; estoy convencido de que a los otros miembros de la presidencia se les había enterado de sus llamamientos, pero a mí no. Después de nombrarme, el hermano Smith anunció: «Si el hermano Monson está dispuesto a aceptar este llamamiento, tendremos mucho gusto en que nos dirija la palabra ahora».

Al contemplar desde el púlpito aquel mar de rostros, me acordé de la canción que acabábamos de cantar y cuyo título era «Ten valor, hijo mío, para decir `NO»‘. Entonces elegí como tema para mi discurso de aceptación: «Ten valor, hijo mío, para decir ‘SÍ’ «.

Hay un conocido himno cuya letra os describe perfectamente:

¡Mirad, reales huestes!
Ya entran a luchar,
Con armas y banderas,
El mal a conquistar.
Sus filas ya rebosan
Con hombres de valor,
Que siguen su Caudillo
Y cantan con vigor:
¡A vencer, a vencer
Por el que nos salva!
¡A vencer, a vencer
Por Cristo Rey Jesús!
(Himnos, No. 248.)

El Sacerdocio representa un poderoso ejército de justicia, un ejército real conducido por un Profeta de Dios; en el Comando Supremo está nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Las órdenes de marchar que recibimos son claras y concisas. Mateo resume nuestro cometido en estas palabras, pronunciadas por el Maestro:

«Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.» (Mat. 28:19-20.)

¿Oyeron bien este divino mandato aquellos primeros discípulos? En Marcos se encuentra registrado lo siguiente:

«Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor. . .»(Mar. 16:20.)

El mandato de ir y predicar no ha si invalidado; al contrario, se ha vuelto a poner énfasis en él, y actualmente tenemos veintiocho mil misioneros que han respondido a su llamamiento; otros miles responderán pronto. En julio se crearán nueve misiones, produciéndose así un total de ciento setenta y cinco. ¡Qué época motivadora y emocionante es ésta en que vivimos!

A vosotros, los que poseéis el Sacerdocio Aarónico y lo honráis, se os ha reservado para este período especial de  la historia. La cosecha será grande. Y que no haya malos entendimientos al respecto: Tenéis la oportunidad de vuestra vida, y os esperan las bendiciones de la eternidad. ¿Cómo podríais responder mejor a ese llamado? Permitidme sugeriros que cultivéis tres virtudes:

  1. El deseo de servir.
  2. La paciencia para prepararos.
  3. La voluntad para trabajar. Haciendo estas cosas, siempre formaréis parte del ejército real del Señor. Ahora consideremos separadamente cada una de esas tres virtudes.

El deseo de servir. Recordemos la declaración del Señor en cuanto a lo que El exige de nosotros:

«He aquí, el Señor requiere el corazón y una mente obedientes…» (D. y C. » 64:34.)

Un ministro contemporáneo ha dado el siguiente pensamiento:

«Mientras el deseo de servir no es más grande que la obligación, los hombres luchan como reclutas a disgusto, y no como patriotas. No se cumple con el deber dignamente a menos que quien la hace, hiciera gustoso mucho más si le fuera posible.»

¿No os parece apropiado que no seáis vosotros mismos quienes os llaméis a esta obra? ¿No es prudente que no sean tampoco vuestros padres quienes lo hagan? En cambio, sois llamados por Dios, por medio de la profecía y la revelación, y vuestro llamamiento lleva la firma del Presidente de la Iglesia. Durante muchos años tuve el privilegio de servir con el presidente Spencer W. Kimball, cuando él era presidente del Comité Ejecutivo Misional de la Iglesia. Aquellas inolvidables reuniones en las que se asignaba la destinación de los misioneros, estaban llenas de inspiración y, de vez en cuando, amenizadas por toques de humorismo. Recuerdo muy bien el formulario de recomendación de un futuro misionero, en el cual el obispo había escrito lo siguiente: «Este joven está muy unido a su madre. Ella desea saber si sería posible que se le enviara a una misión cercana a su casa, a fin de que pudiese visitarlo algunas veces y hablarle por teléfono todas las semanas». Leí estas palabras en voz alta y quedé en espera de que el presidente Kimball designara la misión a la cual se enviaría aquel joven. Noté que hizo un guiño, mientras decía con una dulce sonrisa sin agregar ningún comentario: «Asignémoslo a la Misión de África del Sur-Johanesburgo».

Los casos de llamamientos que resultaron providenciales, son demasiado numerosos para mencionar. Pero sí puedo decir que sé que la inspiración divina interviene en ellos. Todos reconocemos la verdad declarada con tanta sencillez en Doctrinas y Convenios:

«. . .si tenéis deseos de servir a Dios, sois llamados a la obra.» (D. y C. 4:3.)

La paciencia para prepararos. La preparación para la misión no es algo que pueda improvisarse, sino que ha empezado en una época anterior a vuestros recuerdos; cada clase de la. Escuela Dominical, de la Primaria, de seminario, cada asignación que tuvisteis en el Sacerdocio, tuvo una aplicación más amplia que la aparente. Silenciosa y casi imperceptiblemente, se ha moldeado una vida, se ha comenzado una carrera, se ha formado un hombre. Dijo un poeta:

Quien por el plan del Maestro
A un jovencito
Motiva.
El curso del hombre del mañana
Determina.

¡Cuán grande es el cometido del asesor de un quórum de muchachos! Asesores, ¿pensáis realmente en la oportunidad que tenéis? ¿Meditáis al respecto? ¿Oráis? ¿Os preparáis? ¿Preparáis a vuestros jóvenes?

Cuando tenía quince años, fui llamado para presidir un quórum de maestros. Nuestro asesor se interesaba en nosotros, y nosotros lo sabíamos. Un día me dijo: «Tom, a ti te gusta criar palomas, ¿verdad?» Le respondí con un entusiasta «Sí». Luego me preguntó: «¿Te gustaría que te regalara una pareja de palomas de pura raza?» Esa vez contesté: «¡Sí, claro!» Las que yo tenía eran de las ordinarias que atrapaba en el techo de la escuela. El me invitó a que fuera a su casa a la tarde siguiente. Ese día fue uno de los más largos de mi vida, tan grande era mi impaciencia; cuando él llegó de su trabajo, hacía ya una hora que lo estaba aguardando. Me llevó al palomar, que tenía en un pequeño cobertizo, al fondo de su terreno; mientras yo contemplaba las palomas, que eran las más hermosas que hasta entonces había visto, él me dijo: «Escoge cualquier macho, y te daré una hembra que es distinta a todas las palomas del mundo». Después de hacer mi selección él me puso en la mano una diminuta hembra; la miré y le pregunté qué era lo que la hacía diferente de las otras. Me contestó: «Obsérvala con atención, y verás que tiene un solo ojo». Era cierto; le faltaba un ojo, que había perdido en una escaramuza con un gato. Entonces mi asesor me aconsejó: «Llévalas a tu palomar, tenlas encerradas por unos diez días, y después suéltalas para ver si se han acostumbrado al lugar y se quedan allí».

Seguí sus instrucciones. Cuando los solté, el macho se pavoneó un poco por el » techo del palomar, y luego entró a comer; pero la hembra desapareció en un instante. Inmediatamente llamé al asesor para preguntarle si la paloma había regresado a su palomar. El me invitó a que fuera y me asegurara yo mismo. Mientras íbamos ambos caminando desde la casa hasta el palomar, el asesor comentó: «Tom, tú eres el presidente del quórum de maestros». Por supuesto, yo ya sabía eso. El agregó: «¿Qué piensas hacer para activar a Bob?» Le contesté: «Pues, lo invitaré para que vaya a la reunión del quórum esta semana». El entonces alargó la mano hacia un nido especial, y me entregó la palomita tuerta. «Mantenla encerrada por unos días, y vuelve a probar», me dijo. Así lo hice, y una vez más el ave desapareció. La historia se repitió. «Ven, y veremos si volvió acá.» Mientras íbamos para el palomar, me hizo este comentario: «Te felicito por haber conseguido que Bob fuera al Sacerdocio. ¿Qué harán tú y él para activar a Bill?» «Lo invitaremos a que vaya a la próxima reunión», le repliqué.

Esta experiencia se repitió una y otra vez. Yo ya era un adulto cuando llegué a darme cuenta de que mi asesor ciertamente me había regalado una paloma especial: la única manera que él encontró de tener una entrevista ideal del sacerdocio, cada quince días, con el presidente del Quórum de Maestros. Yo le debo mucho a aquella palomita tuerta; y más aún le debo a aquel asesor de, quórum, que tuvo la paciencia de ayudarme a prepararme para las oportunidades que se me presentarían más adelante.

La voluntad para trabajar. La obra: misional es difícil y pondrá a prueba vuestras energías, os llevará al límite vuestra capacidad, os exigirá vuestro mejor esfuerzo, y con frecuencia tendréis que repetirlo.  Recordad que no «es de los ligeros la carrera, ni la guerra de los fuertes» (Ec. 9:11), sino del que persevera hasta el fin.  Os aconsejo que os aseguréis de tener en cuenta los siguientes puntos:

Sé constante en tu tarea hasta que la domines.

Recuerda que muchos son los que comienzan, pero pocos los que terminan.

El honor, el poder, la posición y el elogio, son siempre de aquel que persevera.

Permanece en tu labor hasta que la domines, esfuérzate, suda y sonríe ante ella, porque del esfuerzo, el sudor y la risa, recibirás al fin tu victoria.

Durante la última parte de la Segunda Guerra Mundial, cumplí los dieciocho años y fui ordenado élder una semana antes de partir para el servicio activo en la Marina.  Un miembro del obispado fue a la estación a despedirme, y un momento antes de salir el tren me puso en la mano un librito titulado «El manual del misionero».  Al ver el título, me reí y le dije: «Pero yo no voy a una misión».  El me respondió: «Llévalo de todas maneras.  Puede serte útil».  Y así fue.

Durante el período de entrenamiento básico, el comandante de nuestra compañía nos dio instrucciones con respecto al mejor método para colocar la ropa en nuestras bolsas de marineros; entre otras cosas, nos recomendó que si teníamos algún objeto que fuera duro y de forma rectangular, lo pusiéramos en el fondo del saco para que la ropa tuviera una base más firme.  De pronto, recordé que tenía el objeto rectangular adecuado: mi manual de misionero.  Ese fue el primer servicio que me prestó, y allí permaneció doce semanas.

La noche anterior a nuestra salida en las vacaciones de Navidad, nuestros pensamientos estaban centrados en el hogar y la familia; un gran silencio reinaba en las barracas. De pronto, sentí que mi compañero de la litera contigua —un muchacho mormón— exhalaba quejidos de dolor. ¿Qué te pasa?», le pregunté.  «Estoy enfermo», me respondió, «muy enfermo». Le aconsejé que fuera al dispensario de la base, pero me replicó que si lo hacía así, no lo permitirían ir a su casa para Navidad.

Al correr de las horas, sus gemidos se fueron haciendo más fuertes, hasta que llegó un momento en que, desesperado, me susurró: «Monson, Monson, ¿tú no eres élder?» Le respondí afirmativamente, luego de lo cual me pidió: “¡Dame una bendición.» Repentinamente me di cuenta de que jamás había dado una bendición de salud, jamás había visto a nadie dar una.  Entonces oré a Dios suplicando su ayuda; pronto recibí la respuesta: «Busca en el fondo de la bolsa de la ropa».  Eran las dos de la madrugada cuando vacié sobre el piso el contenido del saco, llevé hasta la lámpara de noche aquel objeto duro y rectangular que estaba debajo de todo, y leí en el capítulo correspondiente cómo se bendice a los enfermos.  Con unos sesenta marineros a nuestro alrededor, contemplándonos con curiosidad, procedí a dar la bendición.  Antes de que terminara de guardar mis cosas, mi compañero dormía plácidamente.  A la mañana siguiente, se dirigió a mí y me dijo: «Monson, ¡cuánto me alegro de que poseas el sacerdocio!» Sólo mi gratitud podía superar su alegría.

Futuros misioneros, que nuestro Padre Celestial os bendiga con el deseo de servir, la paciencia para preparamos, y la voluntad para trabajar, para que tanto vosotros como todos los que integran este Ejército Real del Señor, podáis merecer Su promesa:

«… iré delante de vuestra faz.  Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestros corazones y mis ángeles alrededor de vosotros, para sostenemos.» (D. y C. 84:88.)

Esta es mi ferviente y sincera oración, y la ruego en el nombre de Jesucristo.  Amén.

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