El reino de Dios

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El reino de Dios
Por el élder L. Tom Perry
del Consejo de los Doce

L. Tom PerryHace algunas semanas me encontraba en un avión, rumbo a mi hogar.  A mi lado había una revista abierta en un artículo que me intrigó; su título era: «El estadounidense incrédulo: un grupo en aumento».  Su mensaje era que la creencia, o sea, la energía del progreso y el cemento de la civilización desde la aurora de la historia, se encuentra en serios problemas. La gente ya no confía en sus líderes gubernamentales, cree que los negocios ya no cuentan con la integridad de antes y más alarmante aún, la encuesta indicaba que existe una gran indiferencia con respecto a la religión.

La conclusión a la que se llegó con las preguntas formuladas sobre este tema, fue que la religión organizada no desempeña el papel central en la vida religiosa de una considerable porción de personas que no están afiliadas a una iglesia.  Muchos consideran que se las pueden arreglar sin religión.

El artículo continuaba diciendo que los jóvenes responden diciendo cosas así: «¿Por qué debo hacer algo por otra persona?» «¿No comprendo por qué no debemos robar, por qué no debemos cometer adulterio o por qué debemos honrar a nuestros padres?»

Creo que en un mundo aquejado por grandes problemas, es natural que el alma humana esté hostigada por los temores y las dudas.  Por el contrario, la lección que nos ha dejado la historia es que el hombre no puede resolver por sí mismo sus problemas. ¡Qué erróneo es creer que uno puede hacerse su propia ley! ¡Cuán equivocada es la idea de que cada individuo puede establecer su propia moralidad, sus normas de honestidad y los principios por los que se gobierne!  Jamás se ha registrado ningún éxito de los pueblos que intentaron vivir bajo tal orden social.  En realidad la historia registró que las civilizaciones que fueron capaces de establecer un código común de valores, una creencia central, una fuerza unificadora, experimentaron las grandezas del progreso.

La historia religiosa de la humanidad ha demostrado el éxito de los pueblos que fueron suficientemente fuertes como para seguir una norma superior a las establecidas exclusivamente por el hombre.  Desde los comienzos, los profetas han estado alentando a la humanidad para que busque un reino superior, el reino de Dios.  Lo encontramos en las primeras páginas del Libro de Mormón, donde Nefi advierte al pueblo de la siguiente forma:

«Y manda a todos los hombres que se arrepientan y se bauticen en su nombre, con perfecta fe en el Santo de Israel, o no podrán salvarse en el reino de Dios.» (2Nefi 9:23.)

Juan el Bautista predicó en el desierto de Judea, preparando la vía para la misión de nuestro Salvador sobre la tierra, diciendo a la gente:

«Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado.» (Mat. 3:2.)

Una vez que la Iglesia fue restaurada sobre la tierra en esta dispensación, fue amonestada para que ayudara en la edificación del reino de’ Dios, como preparación para el retorno de nuestro Señor y Salvador.  En 1847, al dirigirse a los santos en Winter Quarters, Brigham Young dijo:

«El reino, que estamos estableciendo, no es de este mundo, sino que es el reino del gran Dios.  Es el fruto de la justicia, de la paz, de la salvación de toda alma que lo reciba, desde Adán hasta el último de su posteridad.  Nuestra buena voluntad es para con todos los hombres y deseamos su salvación, tanto temporal como eterna.  Mientras Dios nos dé el poder y el hombre nos permita el privilegio…

Venid entonces, oh santos, venid, oh honorables hombres de la tierra.  Venid, oh sabios e instruidos, ricos y nobles, de acuerdo con las riquezas, la sabiduría y el conocimiento del gran Jehová; venid de todas las naciones, razas, reinos, idiomas, pueblos y dialectos, de la faz de toda la tierra, y uníos al estandarte de Emanuel y ayudadnos a edificar el reino de Dios y establecer los principios de verdad, vida y salvación.  Y cuando el Señor Jesucristo llegue, recibiréis vuestra recompensa entre los santificados, y no habrá poder sobre la tierra que pueda prevalecer contra vosotros.» (Millenial Star, mar. 15 de 1848, pág.87.)

Es indudable que debe haber una diferencia obvia entre alguien que trate de vivir de acuerdo con su condición de ciudadano del reino de Dios, y otra persona que viva de acuerdo con las normas del hombre.  Cuando la persona se determina a vivir una ley superior tiene que haber una diferencia visible, un marcado cambio en su apariencia, sus hechos, la forma en que trata a los demás, y en la que sirve a su prójimo y a su Dios.  Las Escrituras están llenas de relatos de cambios drásticos que ocurrieron en la vida de algunas personas, al ser éstas convertidas a la ley del Señor.

En el Libro de Mormón leemos una narración acerca del conflicto que tenía lugar entre los creyentes y los incrédulos que vivían entonces en la tierra.  La escritura dice lo siguiente:

«Y sucedió que las persecuciones que los incrédulos infligían sobre la Iglesia, llegaron a ser tan graves que la Iglesia empezó a murmurar y a quejarse a los que la presidían, respecto del asunto; y se quejaron a Alma.  Y Alma presentó el caso al rey Mosíah…

Y aconteció que el rey Mosíah envió una proclamación por todos los confines del país, que ningún incrédulo podía perseguir a los que pertenecían a la Iglesia de Dios.»

A continuación viene la parte triste del relato:

«Empero los hijos de Mosíah se hallaban entre los incrédulos, y también uno de los hijos de Alma, llamado Alma igual que su padre; no obstante, se convirtió en un hombre muy malvado e idólatra.  Era un hombre de muchas palabras, y lisonjeó mucho al pueblo, por lo que hizo que muchos de ellos imitaran sus iniquidades.

Y fue un gran estorbo para la prosperidad de la Iglesia de Dios, granjeándose el corazón del pueblo, causando mucha disensión entre la gente, y dando oportunidad al enemigo de Dios de ejercer su poder en ellos.

Y aconteció que mientras se ocupaba en destruir la Iglesia de Dios, porque iba secretamente con los hijos de Mosíah, tratando de destruir la Iglesia y descarriar al pueblo del Señor, cosa contraria a los mandamientos de Dios, y aun del rey. ..» (Mosíah 27:1-2, 8-10.)

Alma, el padre, tiene que haber orado fervientemente al Señor para que su hijo dejara la maldad, y mientras Alma el joven continuaba con su rebelión, un ángel del Señor se apareció a él y a los hijos de Mosíah, y les habló con una voz de trueno.

«Y tan grande fue su asombro que cayeron por tierra. . .»

Y el ángel le dijo a Alma:

«Alma, levántate y acércate, pues ¿por qué persigues la Iglesia de Dios?  Porque el Señor ha dicho: ésta es mi Iglesia, y yo la estableceré; y nada la hará caer sino la transgresión de mi pueblo.

He aquí, el Señor ha oído las oraciones de su pueblo, y también la oración de su siervo Alma, tu padre; porque él ha rogado con gran fe en cuanto a ti, para que seas traído al conocimiento de la verdad; por tanto, con este fin he venido a convencerte del poder y la autoridad de Dios, para que las oraciones de sus siervos sean correspondidas según su fe.» (Mosíah 27:12-14.)

La aparición del ángel fue tan conmovedora para Alma el joven, que perdió el habla; no pudo abrir la boca y se debilitó de tal forma que no podía mover las manos ni las piernas y tuvo que ser llevado y acostado delante de su padre, y quienes le llevaron trataron de explicarle a éste lo que le había sucedido.  Su padre se regocijó porque supo que el Señor había contestado sus oraciones, e hizo que los sacerdotes se reunieran para ayunar y orar por Alma el joven, para que pudiera recobrar el uso de sus extremidades y de la voz.  Así fue que ayunaron y oraron durante dos días y dos noches.  Después de tal manifestación de fe, Alma recibió su fortaleza, se paró y comenzó a hablar a los reunidos, diciendo:

«Me he arrepentido de mis pecados, y el Señor me ha redimido; he aquí, he nacido del Espíritu.

Y el Señor me dijo: no te maravilles de que todo el género humano, sí, hombres y mujeres, toda nación, familia, lengua y pueblo, debe nacer otra vez; sí—, nacer de Dios, ser cambiados de su estado carnal y caído, a un estado de rectitud, redimidos de Dios, convertidos en sus hijos e hijas;

Y así llegan a ser nuevas criaturas; y a menos que hagan esto, de ningún modo podrán heredar el reino de Dios.» (Mosíah 27:24-26.)

La vida de Alma sufrió un cambio y desde ese entonces las Escrituras registran que no continuó tratando de destruir la Iglesia sino de edificarla, llegando a ser un poderoso director sobre esta tierra.  Entonces, encontramos que él dice:

«S lo que el Señor me ha mandado, y en ello me glorío.  Y no me glorío en mí mismo, sino en lo que el Señor me ha manda do; sí, y ésta es mi gloria, que quizá pueda ser un instrumento en las manos de Dios para conducir a algún Alma al arrepentimiento; y éste es mi gozo.» (Alma 29:9.)

La conversión al Evangelio de Jesucristo requiere que vivamos una ley superior.  Desde que nos convertimos debemos conducirnos como ciudadanos de Su reino.  El presidente Stephen L Richards definió en cierta oportunidad los atributos de ese reino, diciendo:

«Los atributos de Jesucristo son las normas de perfección de la vida humana.  Bondad, comprensión, tolerancia, misericordia, paciencia, justicia, integridad y amor constante, son virtudes cristianas que constituyen el cimiento del idealismo de la raza.  Estos y los incomparables conceptos del buen prójimo, haciendo a los demás lo que quisiéramos que nos hicieran a nosotros, junto con la vida abundante —perdernos a nosotros mismos en el servicio a los demás— forman la mejor filosofía y la única verdadera en la sociedad humana y el camino hacia la felicidad.»

Cuando aceptamos las enseñanzas del Evangelio tenemos la obligación de demostrar, mediante nuestra vida, que verdaderamente guardemos los mandamientos de Dios.  Sabemos que su Hijo Jesucristo, se encuentra ala cabeza de su Iglesia.  La humanidad no ha sido abandonada a la deriva para encontrar su propio camino en un mundo turbado.  Grande es el gozo y la satisfacción que existen al cumplir con la ley de Dios del modo en que El la ha declarado, y continuará declarándolas a Sus hijos sobre la tierra.

Las Escrituras nos instruyen para que seamos ejemplos de la forma en que se debe vivir la ley más alta.  Nefi dijo:

«Por tanto, debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo una esperanza resplandeciente, y amor hacia Dios y hacia todos los hombres.  Por tanto, si marcháis adelante, deleitándoos en la palabra de Cristo y perseverando hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna.

Y ahora, amados hermanos míos, ésta es la senda; y no hay otro camino, ni nombre dado debajo del cielo por el cual el hombre puede salvarse en el reino de Dios.» (2Nefi 31:20-21.)

Dios vive.  Jesús es el Cristo, el Salvador del mundo, y Su reino prevalecerá.  El gozo más grande que podamos tener en esta tierra es adaptar nuestra vida a Su ley.

Este es mi testimonio en el nombre de Jesucristo.  Amén.

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