Las señales de la iglesia verdadera

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Las señales de la Iglesia verdadera
Por el élder Mark E. Petersen
del Consejo de los Doce

Mark E. PetersenLa primavera es una estación gratísima.  Es cuando toda cosa viviente parece renovarse; la promesa del futuro parece más brillante y la esperanza llega a su apogeo.  Efectivamente, es una época en que vuelven a despertar el valor y la confianza.

¡Primavera!  Tiempo de renovación, el renacimiento de todo lo viviente que nos rodea, pero sobre todo, una reafirmación de la promesa divina de la vida eterna.  Fue en primavera cuando el Salvador hizo posible todo esto, mediante su sacrificio expiatorio y su propia resurrección.

Fue en primavera cuando Jesús reunió a sus discípulos e instituyó el sacramento de la Santa Cena como recordatorio constante de su crucifixión.

Fue en primavera cuando El, orando tan humildemente en el jardín, dio el ejemplo divino al decir:

«No sea como yo quiero, sino como tú.» (Mat. 26:39.)

Entonces fue cuando rogó con tanto fervor por sus discípulos, para que estuviesen unidos en la causa celestial, tal como El y su padre son uno (Juan 17:11).

En los primeros días de la restauración dijo también a los que le seguían:

«Sed uno; y si no sois uno, no sois míos.” (D. y C. 38:27.)

Esta unanimidad, esta unidad de acción y propósito, era esencial para la obra.  No había lugar entre sus discípulos para el conflicto ni para la disensión, porque, como Pablo preguntó a los corintios contenciosos: «¿Está dividido Cristo?» (1Cor. 1:13).

Cuando Jesús estableció su Iglesia, hace casi 2,000 años, fue con la esperanza de que todos los hombres llegasen a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un estado de perfección; que en realidad, llegásemos a ser como El (Efe. 4:13).

Pero el cristianismo actual no está unido.  Entre los que profesan creer en Cristo hay grandes diferencias, muchos conflictos, contiendas, y a veces hasta enemistad, lo cual es totalmente contrario al humilde ruego por la unidad que Jesús hizo poco antes de su crucifixión.

Bien podríamos preguntar como el apóstol Pablo: “¿Está dividido Cristo», Fue él quien suplicó a los corintios que se apartaban sin rumbo:

«Os ruego, pues, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer.» (1Cor. 1:10.)

Pablo nombró cuatro subdivisiones o sectas separadas que ya existían en Corinto, cosa que condenó con firmeza (1Cor. 1:12).  Sus antiguos conversos de esa ciudad incluso empezaron a cambiar las doctrinas de Cristo, hasta negar Su resurrección (1Cor. 15:12).

Pero eso no es todo.  La división siguió desarrollándose entre la cristiandad durante ese primer siglo después de Cristo.  La mayoría de las epístolas del Nuevo Testamento se escribieron para combatir esa división.

Pablo reprendió no sólo a los corintios por su disensión, sino también a los gálatas, diciéndoles:

«Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente.

No que haya otro, sino que hay algunos que… quieren pervertir el Evangelio de Cristo.» (Gal. 1:6-7.)

Vaticinó la disensión en otras partes cuando dijo:

«Yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño. … se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos.» (Hechos 20:29-30.)

Pedro, predijo la aparición de falsos maestros, diciendo que «muchos seguirán sus disoluciones» (2 Pedro 2:2).

Pablo le dijo a Tito: «Hay aún muchos contumaces, habladores de vanidades y engañadores» (Tito 1:10), y Judas escribió de burladores que en el postrer tiempo «andarán según sus malvados deseos», separándose de la Iglesia de Dios (Judas 18-19).

Esta separación continuó después del tiempo de los Apóstoles.  Los historiadores nos dicen que en el primer siglo del cristianismo surgieron no menos de treinta diferentes facciones contendientes, dividiendo la Iglesia original en una confusión de grupos sectarios discordes.  Ya no había unión entre la cristiandad.

Los nombres de algunas de las sectas que aparecieron en esa época son:

Los judíos cristianos, que intentaron inclinar la religión cristiana al judaísmo, introduciendo ritos mosaicos, incluso la circuncisión.

Los milenarios.

Los encatritas, una secta que usaba agua en vez de vino en el sacramento de la Santa Cena.

Los ebionitas.

Los gnósticos, quienes confundían las verdades del evangelio con la filosofía griega.

Los arcónticos, que creían en siete cielos, cada uno presidido por un príncipe; creían también en una suprema reina del cielo, una fe condenada en los capítulos 7 y 44 de Jeremías.

Los coptos, todavía prominentes en Egipto.

Los cristianos sirios, con su centro en Damasco, que era entonces una de las ciudades principales, aunque pagana, del Medio Oriente.

Los mandeanos, un culto bautista que se oponía al sistema de la aspersión como modo de bautizar.

Los maniqueos.
Los cuartodecimanos.
Los helenistas, y otros.

Dentro de ese primer siglo, los apóstoles y profetas de la cristiandad cesaron de existir y estas sectas combatientes declararon que ya no necesitaban ni apóstoles ni profetas, ni revelación continua; los sustituyeron, en gran parte, la erudición y la filosofía griegas.  No se dio otra explicación para la falta de esos pilares de la iglesia.

«Ni siquiera hoy hacen falta», dicen los que sostienen que la Biblia contiene toda la palabra de Dios. Este es un triste testimonio de la oscuridad espiritual que envolvió al mundo.

Pero se había predicho un nuevo día, un tiempo en que todo lo que Dios había dado en el pasado, se restauraría a la tierra.  Fue el apóstol Pedro quien lo predijo, diciendo que en los últimos días se restauraría todo lo que se había dado a través de los profetas desde el comienzo del mundo. (Hechos 3:21.)

Así es que la Iglesia de Cristo estaba llamada a volver a la tierra; llegaría en medio de estos conflictos de sectas, que han venido multiplicándose aún hasta nuestros días.  Mas, cuando viniera, ¿cómo podría reconocerse?

Las Escrituras presentan ciertas señales seguras de identificación, de modo que todos los que quieran podrán evitar la confusión.  Mencionemos algunas.

En la antigüedad los miembros de la Iglesia verdadera no se llamaban «cristianos» porque ése no era sino un apodo que les aplicaban los que odiaban a Cristo, para mofarse de ellos.  Los miembros de la Iglesia se llamaban santos, como puede verse en varias referencias del Nuevo Testamento (Rom. 16:2, 1 Cor. 1:2, etc.), y lo declaran algunos estudiosos de la Biblia.  Por tanto, ésta es una de las señales identificadoras de la Iglesia verdadera: a los miembros se les llama santos.  Otra señal importante es que la Iglesia sería guiada por revelación constante a través de profetas vivientes.  Amós dijo que el Señor no hará nada sino mediante sus profetas autorizados (Amós 3:7).  Así es que la Iglesia divina, en su forma restaurada, debe ser dirigida por videntes y reveladores vivientes que reciban dirección continua del Señor.

Esto lo explicó Pablo a los efesios, cuando dijo que la Iglesia se apoya sobre un fundamento de apóstoles y profetas, con Jesucristo como la principal piedra del ángulo (Efe. 2:19-20); y añadió que estos apóstoles y profetas han de continuar dirigiéndola, hasta que todos seamos perfectos (Efe. 4:11-14; Mat. 5:48).

Los profetas fueron puestos en la Iglesia también para la obra del ministerio; ésta incluiría la predicación de la palabra, pero también abarcaría la selección de los que habían de servir en dicha obra.

Pablo afirmó que tales personas deberán ser llamadas por Dios, como Aarón, quien fue escogido mediante la revelación de un profeta viviente (Heb. 5:14; Ex. 28:1).  Pablo mismo fue llamado así (He. 13:1-3).  Ese es el sistema divino.

De manera que la Iglesia del Señor se identifica además por el hecho de que sus ministros son llamados por Dios como lo fue Aarón, es decir, por una revelación dada a un profeta viviente.

Este hecho pone de relieve la comunicación entre el Señor y su Iglesia. ¿Cómo podría El dirigir a Su pueblo sin hablarle?  Tal comunicación constituye la revelación continua y sólo se da de la manera aprobada, a profetas vivientes que ministran aquí en la tierra.

Estas son algunas señales inequívocas de la Iglesia verdadera.  También hay otras.  La Iglesia de hoy día debe ser de origen contemporáneo. ¿Os extraña eso?  No una iglesia antigua, sino una de origen contemporáneo.  Esta es una señal esencial para reconocer a la Iglesia verdadera.

El apóstol Pedro indicó que la Iglesia se restauraría antes de la segunda venida de Cristo (He. 3:19-21).

Juan el Revelador lo confirmó, al decir que la restauración ocurriría a la hora del juicio de Dios, con lo cual no podría referirse sino a los tiempos modernos (Apo. 14:6-7).

El Salvador habló de lo mismo, añadiendo que después que el Evangelio se predique como última amonestación a las naciones, entonces vendrá el fin (Mat. 24:14).  Eso seguramente indica tiempos modernos.

Otra señal fundamental de la Iglesia verdadera es que ésta producirá escritura nueva y adicional, como fue el caso en la antigüedad.

La Biblia es una compilación de los libros escritos por profetas antiguos, comenzando por Moisés, y continuando luego con cada nuevo profeta que tomaba su lugar en la historia; de esa manera, las Escrituras fueron creciendo.  Esto también es indicación del sistema del Señor.

Este mismo sistema se aplicaba en los tiempos del Nuevo Testamento.  De ahí que tengamos los evangelios y las otras escrituras que se remontan a la época del Salvador.  El Señor no ha cambiado su sistema.

Puesto que El es el mismo por todos los siglos, la Iglesia verdadera de hoy también debe proporcionar nueva escritura además de la Biblia.

Hay otras señales para reconocerla, pero son demasiado numerosas para mencionarlas todas.  Sin embargo, debemos decir que ningún punto aislado puede identificarla infaliblemente.  Todas las señales deben estar presentes, bien coordinadas como lo dijo Pablo a los corintios (1Cor. 1:10; Efe. 2:19-21; 4:11-16).

Si buscamos la Iglesia divina, debemos hallar en ella todas esas seriales de identificación infalibles; si éstas faltan, es un aviso adecuado de que debemos buscar en otra parte.

Los Santos de los Últimos Días testificamos que la Iglesia del Señor se ha restaurado a la tierra tal como dicen las Escrituras; que esa restauración es de origen moderno; que proporciona revelación nueva y escritura adicional; y que se apoya hoy, como en la antigüedad, sobre el fundamento de apóstoles y profetas vivientes, con Jesucristo mismo como la principal piedra del ángulo.  En ella se observan todas las señales de la Iglesia divina, y no solamente algunas; y están a disposición de todos para que las examinen.

Hemos hablado de la primavera, ese tiempo de resurgimiento de la vida, de la esperanza y del gozo.  Fue en un hermoso día primaveral de 1820 cuando el Todopoderoso rompió el sello que durante siglos había tenido los cielos cerrados.  El mismo descendió a la tierra, en el Estado de Nueva York, y llamó como Profeta a un joven tan puro, inocente y prometedor como el mismo día primaveral.

Este joven se convirtió en un portavoz de Dios, y por su intermedio se restauraron todas las cosas como lo predijo Pedro. ¿Quién era aquel joven?  José Smith, hijo, el Vidente y Revelador de los tiempos modernos.  Con humildad, obró totalmente bajo la dirección del Salvador mismo.

Cristo es el Señor; José fue su siervo.  Cristo es el Redentor y Mesías, cuya venida esperamos ansiosamente; José fue el mensajero enviado para prepararle el camino.

Ahora tenemos otra clase de primavera importantísima, una primavera enviada del cielo, de acontecimientos de vital importancia para todo el mundo, que produce un verano de resplandeciente espiritualidad.

El frío y oscuro invierno sin dirección divina, cuando los cielos que nos cubren estaban cerrados, cedió paso a la primavera de la nueva revelación, en que Cristo volvió a traer a la tierra su verdad y su Iglesia.

Ha brotado una nueva luz del cielo. Ha amanecido un nuevo día, un día de esperanza y de verdad, que finalmente se unirá a los mil años del Milenio y luego a la vida eterna en el reino de Dios.

El Profeta actual nos habla desde este Tabernáculo. Nuestro gran Profeta, el presidente Spencer W. Kimball, nos ha dado hoy un mensaje de Dios para estos días, para el año 1979.  El es el portavoz de Dios, y también lo son sus inspirados consejeros y todo el grupo de doce hombres que han sido debidamente ordenados Apóstoles del Señor Jesucristo para nuestros días.

Hoy tenemos nuevamente profetas de Dios y Apóstoles del Señor Jesucristo obrando sobre al tierra.  Unidos y como si fueran una voz, ellos testifican de El y por El; os testifican a vosotros, y sus testimonios son verdaderos.

Dios ya no es un Ser lejano; El está aquí entre nosotros por medio de su Santo Espíritu.  El Salvador no es un mito; es una gran realidad, vive, y El también está entre nosotros por medio de sus representantes ordenados, los apóstoles y profetas.

Que podamos tener el buen sentido de escuchar a estos hombres inspirados, y seamos lo suficientemente humildes para aceptar su guía.

Que podamos aceptar la invitación del Salvador de aprender de El, y hacerlo por medio de los hombres justos que ha levantado en estos días para la perfección de los santos, para la obra del ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo.  Ruego esto humildemente en el nombre sagrado del Señor Jesucristo.  Amén.

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