Conferencia General Abril 1979
No juzguéis por las apariencias
por el élder Boyd K. Packer
del Consejo de los Doce
Quisiera dirigir mis palabras a ese miembro de la Iglesia que lucha con una prueba a su fe, que bien podría tocarle a cualquiera de nosotros.
Si puedo tomar a ése del brazo y fortalecerlo cuando su fe está tambaleando, quedaría justificado por hacer que el resto de vosotros me escuchara durante unos minutos.
A veces alguien ha llegado hasta mí, con su fe debilitada por los supuestos errores de algún líder de la Iglesia. Por ejemplo, recuerdo el caso de un joven que era constantemente ridiculizado por sus compañeros de trabajo, a causa de su actividad en la Iglesia. Estas personas decían conocer a un obispo que había engañado a alguien en asuntos de negocios, o a un presidente de estaca que había falsificado algo en un contrato, o a un presidente de misión que había pedido dinero prestado, proporcionando información falsa. 0 mencionaban el caso de un obispo que había discriminado en contra de un miembro, rehusando extenderle una recomendación para el templo, y había demostrado en cambio favoritismo, al firmar una recomendación para otra persona cuya indignidad era ampliamente conocida.
Incidentes como éstos, los que supuestamente involucran a líderes de la Iglesia, son descritos como evidencia de que el Evangelio no es verdadero, de que la Iglesia no es inspirada divinamente, o que no está siendo guiada correctamente.
El joven en cuestión no tuvo una respuesta satisfactoria para tales acusaciones; se sintió indefenso y engañado, y tuvo el impulso de unirse a la crítica de las otras personas contra la Iglesia.
¿El creía todas esas historias? En realidad, no podía asegurar que fueran ciertas; pero pensaba que en algunas quizás hubiera algo de verdad.
Si vosotros os enfrentáis a tales pruebas de fe, considerad las preguntas que le formulamos:
«¿Alguna vez en su vida ha asistido a una reunión de la Iglesia, reunión del Sacerdocio, reunión sacramental, Sociedad de Socorro, Escuela Dominical, una conferencia o charla fogonera, una clase de seminario, una sesión del templo o cualquier reunión patrocinada por la Iglesia, donde se haya instado o dado autorización a ser deshonesto, a engañar en los negocios o a sacar ventaja de otra persona?»
El contestó que no. La próxima pregunta fue la siguiente:
«¿Ha leído o sabe si hay algo en la literatura de la Iglesia, en las Escrituras mismas, en los manuales de lecciones, en las revistas, libros o cualquier publicación de la Iglesia, que contenga o consienta la mentira, que invite a robar, falsificar, defraudar, ser inmoral y vulgar, a profanar, ser violento o a abusar de alma viviente alguna?»
Una vez más, tras seria consideración, respondió que no.
«¿Ha sido animado alguna vez en una sesión de capacitación, en una reunión de liderazgo, o en una entrevista, a transgredir o a comportarse mal en alguna forma? ¿Lo han instado a tener reacciones extremas, a ser irrazonable o de mal temperamento?»
Dijo que nunca lo había sido.
«Estando en la Iglesia puede ver de cerca la conducta de obispos o presidentas de Sociedad de Socorro, de miembros del sumo consejo, de presidentes de estaca o de Autoridades Generales. ¿Cree que la conducta que fue criticada podría ser descrita como típica de las personas recientemente mencionadas?»
Su respuesta fue negativa.
«Usted es activo y ha tenido cargos en la Iglesia; de seguro habría notado si la Iglesia promoviese cualquiera de estas cosas.»
El afirmó que lo habría notado.
«¿Por qué entonces» —le pregunté—»cuando escucha comentarios de esta índole tiene que suponer que es la Iglesia la culpable?»
No hay ninguna cláusula en las enseñanzas o doctrina de la Iglesia que invite a ningún miembro a ser deshonesto, inmoral, irresponsable o aun descuidado.
Toda la vida se le ha enseñado que si un miembro de la Iglesia, particularmente en un alto cargo, es indigno en forma alguna, estará actuando contra las normas de la Iglesia y no estará en armonía con las enseñanzas, la doctrina, ni el liderazgo de la Iglesia.
¿Por qué entonces, tiene que tambalear su fe ante este o aquel comentario de un presunto mal comportamiento? La mayoría de éstos son infundados o carentes de veracidad.»
Muchas personas suponen que si alguien está deprimido, la Iglesia es la causante; si hay un divorcio, la Iglesia es responsable; y así sucesivamente.
Cuando se publica algo relacionado con una persona que tiene un problema mayor, si ésta es miembro de la Iglesia, generalmente se considera el hecho como noticia principal.
Pero, ¿habéis leído una vez una noticia relacionada con un robo, una maniobra dolosa, un desfalco, un asesinato o suicidio, que mencione el hecho de que el culpable es un bautista, un metodista o un católico? No creo que lo hayáis leído. ¿Por qué entonces se considera que vale la pena mencionar la religión cuando el infortunado es mormón?
En verdad, esto a veces se puede considerar una lisonja irónica; un reconocimiento al hecho de que se supone que los miembros de la Iglesia, por su conocimiento, deberían actuar mejor; y cuando no nos comportamos como se espera de nosotros, acusan a la Iglesia.
Cuidaos de aquellos que promueven controversias y contención «porque en verdad, en verdad os digo que aquel que tiene el espíritu de contención no es mío», dijo el Señor, (3Nefi 11:29).
La siguiente pregunta se aplica a aquellos que hacen tambalear nuestra fe. ¿Son ellos realmente justos? Es posible que se basen en una supuesta mala conducta insinuando que la Iglesia es responsable, para librarse del compromiso de vivir nuestras altas normas o para cubrir su incapacidad de hacerlo. Pensad en ello cuidadosamente.
Ahora bien, ¿puede haber alguien que tenga una posición de responsabilidad en la Iglesia, que actúe en forma indigna?
La respuesta es: por supuesto, a veces sucede. Es una excepción, pero sucede.
Por ejemplo, cuando llamamos a un hombre para ser presidente de estaca u obispo, le decimos:
«He aquí una congregación sobre la cual debe presidir. Los miembros se encuentran bajo constante tentación, y es su responsabilidad asegurarse de que ganen esa batalla; gobiérneles de tal forma que puedan tener éxito; dedíquese con abnegación a esta causa.
Y, a propósito, al presidir sobre ellos, usted no está excluido de pasar por Pruebas o de estar sujeto a tentaciones, sino que éstas, sin duda, serán mayores Puesto que usted es un líder. Gane su propia batalla de la mejor forma posible.»
Si un líder observa una conducta indigna, sus acciones se precipitan contra todo lo que la Iglesia respalda, y tal persona queda en posición de ser relevada. En algunas ocasiones hemos tenido la triste responsabilidad de excomulgar a líderes que han sido hallados culpables de conducta ilegal o inmoral; eso debería aumentar, y no hacer tambalear vuestra fe; y tendría que atraer a aquel que no es miembro de la Iglesia.
Cuando era estudiante, no había nada que sacudiera más mi fe que el hecho de que los Tres Testigos del Libro de Mormón se hubieran apartado de la Iglesia. Si es que alguna vez fui tentado a comprometer los principios de la Iglesia dejándome llevar por las apariencias, fue por ese motivo. Afortunadamente no lo hice, y por lo tanto, lo que sacudió mi fe un día, se transformó en un ancla para mantenerla firme.
Cuando escuchéis comentarios, sed sabios. No estaréis en posición de saber realmente cómo son las cosas, a menos que presenciéis todas las entrevistas y escuchéis todas las evidencias; tened cuidado, a fin de no ser confundidos. A menos que toméis parte activa en un hecho y tengáis pleno conocimiento del mismo, es mejor que recordéis las palabras del Salvador:
«No juzguéis para que no seáis juzgados.
Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados. . .» (Mateo 7:1-2.)
Hace muchos años aprendí una lección que se relaciona con esto. En ese entonces era concejal en una pequeña ciudad del norte de Utah, y era también miembro del sumo consejo de la estaca. Una noche, bastante tarde, cuando regresaba a casa de una reunión del sumo consejo, meditando en lo que habíamos tratado en la misma, repentinamente escuché la sirena de un automóvil policial. Me impusieron una multa por ir a sesenta kilómetros por hora, en una calle en donde el límite de velocidad era de cuarenta y cinco; la acepté sin protestar, porque no había puesto atención mientras manejaba.
El juez de la ciudad siempre iba a su oficina muy temprano en la mañana, de manera que al día siguiente me presenté ante él para dejar solucionado el asunto antes de ir a enseñar mi clase de seminario.
Recientemente, el juez había hecho un pedido de un nuevo mobiliario; como concejal de la ciudad, estaba dentro de mi jurisdicción él aprobar y firmar el comprobante de dicho pedido.
Echó una mirada a la boleta de la multa y dijo sonriendo: En ciertas ocasiones se han hecho excepciones.
Le dije que al haber violado la ley, él tenía la obligación de tratarme igual que a cualquier otro ciudadano; a lo cual consintió con ciertas reservas.
La tarifa vigente es de un dólar por kilómetro, por lo tanto son quince dólares. Pagué la multa.
Dos noches más tarde uno de los concejales informó, en una reunión del concejo de la ciudad, que había dejado cesante a un policía. Cuando el intendente preguntó cuál había sido la causa por la que se había tomado tal acción, le contestaron textualmente: Tenía la costumbre de arrestar personas injustamente.
Más adelante el concejal explicó que se habían registrado ciertos actos de vandalismo en la ciudad. En horas de la madrugada, conduciendo un vehículo por una calle de la ciudad, alguien había arrancado todos los árboles recién plantados; también se habían verificado daños en el cementerio. ¿Dónde estaba la policía mientras eso sucedía? Se averiguó que estaban escondidos en puntos estratégicos aguardando que algún motorista violara los límites de velocidad.
El concejal en cuestión había procurado que las fuerzas policiales se dedicaran a patrullar la ciudad durante la noche. Aquel joven oficial al parecer no había obedecido, y por consiguiente había sido dejado cesante. Pero sucede que este mismo hombre era quien me había impuesto la multa de tránsito a mí, un concejal de la ciudad; y dos días más tarde había sido despedido. La causa, según se especificó en la reunión del concejo con varias delegaciones como testigos, era que efectuaba arrestos injustamente.
¿Pensáis acaso que alguien pudo convencerlo de que no había sido yo la causa de que se le dejara cesante? Si yo lo hubiera sabido con anticipación, habría demorado o evitado su cesantía, tan sólo por guardar las apariencias.
Las apariencias, no obstante, me convencieron del indigno uso de la influencia.
Quisiera mencionar otro ejemplo. En uno de nuestros colegios de la Iglesia, se dejó cesante a un maestro; la explicación que se dio a la acción no satisfizo a sus colegas.
Una delegación fue a la oficina del director para exigirle la reincorporación del compañero. El director rehusó sin dar explicaciones; por lo tanto, la delegación llegó a la conclusión de que el director había actuado en base a «razones políticas», pues se sabía que había entre ellos marcadas diferencias de opiniones.
El maestro (y esto es muy frecuente), fue convertido en mártir, lo cual animó a sus colegas en las protestas.
La verdad, que conocían los miembros de la Mesa de Educación de la Iglesia, era que el maestro había sido dejado cesante a causa de una seria falla de conducta; si esto se hubiera hecho público, sería dudoso que esta persona hubiera podido emplearse nuevamente como maestro.
El director, no obstante, era un hombre de fe. Si las cosas se manejaban con cautela, el maestro en cuestión podría, mediante el arrepentimiento y la consiguiente restitución, volver a ser digno de enseñar, quizás aún en el Sistema de Colegios de la Iglesia.
Este director permitió que cayera sobre él en forma gratuita mucha crítica y hasta calumnia, por largo tiempo; pero él consideraba que el bien de una familia y la rehabilitación de un maestro eran momentáneamente más importantes que su propia reputación profesional.
Me sentí conmovido por su ejemplo; y cosas así se han visto repetidas miles de veces en los barrios y estacas de la Iglesia.
A menudo la actitud de los obispos, presidentes de estaca v otros oficiales, es mal interpretada por la gente que no se encuentra en posición de conocer toda la verdad; ni el obispo ni el miembro a quien se esté juzgando, están obligados a confiarnos nada. El obispo debe guardar las confidencias.
De todos modos, cuando todo se ha dicho y se ha hecho, en la mayoría de los casos, el asunto no es de nuestra incumbencia.
A menudo una persona no va a su obispo con un problema, sino que quiere hablar con una Autoridad General porque piensa que el obispo hará comentarios, y recuerda una oportunidad en que alguien del barrio fue a hablar con él, y de la noche a la mañana todo el mundo estaba enterado del problema.
Informaos debidamente de estos casos, como yo lo he hecho, y probablemente hallaréis que en primera instancia, la persona en cuestión confió ciertas cosas a su vecina, quien no supo aconsejarla; luego habló del asunto con su mejor amiga y después con la hermana, quedando finalmente más confundida con tantas opiniones. Por último, alguien le dijo al esposo que lo mejor sería consultar con el obispo. Por cierto que se corrió la voz, mas el causante no fue el obispo. Los obispos guardan las confidencias.
El apóstol Juan aconsejó:
«No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio.» (Juan 7:24.)
Entonces permaneced firmes, guardad vuestra fe. Doy testimonio de que el Evangelio de Jesucristo es verdadero. Dios vive y dirige esta obra; la Iglesia está en el camino correcto y os testifico que un Profeta de Dios la guía en justicia.
Aquellas rocas que hoy son obstáculos, en un día cercano se transformarán en peldaños para vosotros.
No esperéis ver el día en que esta Iglesia, o aquellos que nos encontramos en ella, nos veamos libres de resistencia, crítica y hasta persecución. Tal cosa nunca sucederá.
Simplemente recordad lo siguiente:
«Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo.
Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros.» (Mat. 5:11-12.)
En el nombre de Jesucristo. Amén.
























