Las escritura que revelan la restauración

Conferencia General Abril 1980
Las escritura que revelan la restauración
por el élder LeGrand Richards

Tanto nuestro presidente como nuestros líderes nos han enseñado que debemos leer y estudiar las Escrituras. El viernes escuchamos otra vez este consejo en nuestra reunión con los Representantes Regionales de los Doce. En la última conferencia general, el hermano Hinckley nos pidió que leyéramos el Libro de Mormón, y ha recibido más de mil cartas de miembros de la Iglesia diciéndole que ya han cumplido con esa asignación.

El Salvador de este mundo nos dijo que leyéramos las Escrituras: «Escudriñad las Escrituras; por que a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí.» (Juan 5:39. )

¿Hay algo que sea más importante que tratar de alcanzar la vida eterna?

Cuando las leo —en los últimos seis meses he leído el Libro de Mormón y casi toda la Biblia— siempre encuentro algo en ellas que no recordaba haber leído antes. Hoy, como tema de mi discurso me gustaría usar uno de esos pasajes tomado del capítulo 2 del Libro de Nahum en la Biblia que dice:

«Los carros se precipitarán a las plazas, con estruendo rodarán por las calles; su aspecto será como antorchas encendidas, correrán como relámpagos.» (Nahum 2:4.)

Si pensamos que en ese entonces no existían los automóviles, nos damos cuenta que esta es una descripción muy buena de ellos. Sin duda alguna corren «como relámpagos», parecen antorchas encendidas especialmente de noche cuando llevan las luces encendidas, y todos estamos bien familiarizados con el estruendo que producen.

Lo que me gusta de esta escritura es que describe la época en que el Señor se prepararía para venir. Estamos viviendo en ese tiempo: esta profecía no pudo haberse cumplido ni siquiera hace quinientos años, pero no hay duda de que se refiere al automóvil. Lo importante es que esa profecía describe la época en que el Señor se prepara para venir. Quisiera recordaros algunos de los pasajes en las Escrituras que mencionan este mismo período de tiempo.

En el libro de Malaquías el Señor dice que mandaría un mensajero para preparar el camino delante de El, o sea, para el día de su venida. Dice que El vendría «súbitamente a su templo», y pregunta «¿…quién podrá soportar el tiempo de su venida?…» porque vendrá «como fuego purificador, y como jabón de lavadores» (Mal. 3:1-2). Es obvio que esta escritura no se refería a su primera venida; en ese entonces no vino súbitamente a su templo; tampoco vino limpiando y purificando como si fuera fuego purificador y jabón de lavadores. Se nos dice que cuando Cristo venga en los últimos días, los inicuos dirán a las rocas: «Caed sobre nosotros, y escondednos . . .» (Apoc. 6:16).

Sabemos que si el Señor manda un mensajero para que prepare el camino para Su venida, éste será un profeta. Cuando el Señor vino en el meridiano de los tiempos, mandó a Juan el Bautista para que preparara el camino, y Jesús mismo testificó que no había mayor profeta en Israel que Juan el Bautista (Lu. 7:28). Y el profeta Amós nos dice:

«Porque no hará nada Jehová el Señor, sin que revele sus secretos a sus siervos los profetas.» (Amós 3:7. )

Por lo tanto, y según lo que os he leído, cuando llega el tiempo de la preparación, el Señor la lleva a cabo por medio de un profeta. El Profeta de esta dispensación no es otro que José Smith, el cual dio cumplimiento a muchísimas profecías que no pudieron haberse cumplido en ninguna otra parte del mundo.

Me gustan las palabras del apóstol Pedro cuando, después del día de Pentecostés, estaba hablando a los que habían dado muerte a Jesús y les dijo que los cielos recibirían a Jesucristo «hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo» (He. 3:21). Si buscarais por todo el mundo no encontraríais una iglesia que afirmaré haber restaurado todas las cosas que dijeron los santos profetas, excepto La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días. Nosotros creemos que Pedro fue un Profeta; y si también el mundo lo cree, no pueden esperar que el Salvador vuelva a la tierra antes de que se restauren todas las cosas.

No tengo tiempo para hablar en detalle de la restauración; pero quiero recordaros la aparición del Padre y del Hijo, que nos enseñó como era en realidad la Trinidad; la visita de Moroni, con las planchas de oro de las cuales fue traducido el Libro de Mormón; la venida de Juan el Bautista (de la que el élder Monson testificó en su discurso) trayendo el Sacerdocio Aarónico, con el poder para bautizar por inmersión para la remisión de los pecados; la venida de Pedro, Santiago y Juan, que trajeron las llaves del Apostolado con el poder para organizar la Iglesia y el reino de Dios en la tierra por última vez, en cumplimiento de la promesa que hizo Daniel en su interpretación del sueño del rey Nabucodonosor.

El rey había olvidado su sueño y llamó a los sabios, astrólogos y magos de su reino para que adivinaran lo que había soñado; pero ninguno de ellos pudo hacerlo. Entonces supo que existía un hombre llamado Daniel y lo mandó llamar. Daniel le dijo:

«… hay un Dios en los cielos, el cual revela los misterios y El ha hecho saber al rey Nabucodonosor lo que ha de acontecer en los postreros días.» (Daniel 2:28.)

Además, le dijo que muchos reinos de la tierra se harían poderosos pero luego desaparecerían, hasta ‘ que en los últimos días el rey de los cielos levantaría un reino que jamás sería destruido ni dado a otro pueblo, y’ que permanecería para siempre (Daniel 2:44).

El establecimiento de dicho reino pudo hacerse como Daniel lo predijo, «en los postreros días» cuando vinieron Pedro Santiago y Juan a restaurar el Santo Apostolado y el poder para organizar de nuevo el reino de Dios en la tierra.

Una vez, cuando yo era el Presidente de misión en el Sur de los Estados Unidos, uno de los misioneros predicó en una de nuestras reuniones acerca de ese sueño y el establecimiento del reino de Dios en los últimos días. Cuando finalizó la reunión, un hombre se me acercó y se presentó, diciendo que era un ministro de otra iglesia; luego agregó:

—¿Se atreven ustedes a decir que ese reino de Dios es la Iglesia Mormona?

—Así es —le contesté.

—No puede ser —me replicó.

—¿Y por qué no? —inquirí.

—No pueden tener un reino si no tienen un rey; y ustedes no tienen un rey, por lo tanto no pueden decir que tienen un reino contestó.

A lo cual dije:

—Lo que sucede es que usted no leyó lo suficiente. Lea el séptimo capítulo del Libro de Daniel y verá que él vio en las nubes a uno, «como un hijo de hombre, que vino hasta el anciano de días», «y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran» (Daniel 7:3-14). Además —agregué:— mi amigo, dígame, ¿cómo puede dársele un reino cuando venga en las nubes del cielo si no se tiene uno preparado? Quizás le interesaría saber lo que le va a pasar a ese reino. Si lee un poco más adelante verá que Daniel dice: «Después recibirán el reino los santos del Altísimo y poseerán el reino hasta el siglo, eternamente y para siempre». (Daniel 7:18, 27.)

Ahora quisiera preguntaros, ¿quiénes son los santos del Altísimo? Sois nada menos que vosotros los que me escucháis: y que junto con las decenas de miles de misioneros que predican actualmente en todo el mundo, estáis ayudando en la preparación de ese reino para la venida del Gran Rey.

Quisiera hablaros ahora de lo que le sucedió a Juan el Revelador, cuando estaba exiliado en la isla de Patmos. Una voz que venía del cielo le dijo:

«Sube acá, y yo te mostraré las cosas que sucederán después de estas.» (Apoc. 4:1.)

Esto sucedió treinta años después de la muerte de nuestro Salvador, Jesucristo. El ángel le mostró a Juan el poder que se le daría al diablo para que les hiciera guerra a los santos (y los santos eran los discípulos de Jesús), y los venciera y reinara sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación (Apoc. 13:7). Esta es una de las escrituras que afirman que vendría una completa apostasía de la Iglesia que Jesús había esta¬blecido. Y el ángel además añadió:

«Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno» —o sea, el único evangelio que puede salvar al hombre— «para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo.» (Apoc. 14:6. )

Si el evangelio eterno hubiera estado sobre la tierra, no hubiera habido necesidad de que se le mostrara a Juan la restauración traída del cielo por un ángel. A esto es a lo que Pedro se refería cuando dijo que los cielos recibirían a Jesucristo hasta el tiempo de la restauración de todas las cosas que fueron predichas por los profetas desde el comienzo. Y Juan dice que vio a ese mismo ángel que decía «a gran voz: Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado» (Apoc. 14:7).

Esta época en que vivimos es la hora de su juicio. En el transcurso de mi vida ha habido más castigos de Dios, destrucciones, guerras y contiendas en este mundo, que en toda la historia de la humanidad. Este es el momento del juicio, cuando el evangelio eterno habría de ser restaurado de acuerdo a la proclamación del ángel, que además añadió:

«. . .y adorad a Aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas» (Apoc. 14:7).

Cuando José Smith vio en visión al Padre y al Hijo, no había en la tierra ninguna iglesia que adorara al mismo Dios que hizo los cielos y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas; las que había, adoraban a un Dios incorpóreo y sin pasiones. Pero si Dios no tiene un cuerpo, quiere decir que tampoco tiene ojos y que no ve; que no tiene oídos, y que no oye; que no tiene voz y que no puede hablar. Restándole todos esos atributos ¿qué nos queda para adorar? Recordad que a José Smith se le aparecieron dos personajes en gran gloria, en medio de una columna de luz más brillante que ninguna otra cosa en esta tierra.

Además de éstas, hay muchísimas otras cosas que los santos profetas vieron acerca de este periodo de tiempo, en que Jesús se prepara para volver, en que los «carros» ruedan con gran estruendo por las calles, relucen como antorchas encendidas y corren como relámpagos. Pero esto tendré que dejarlo para otra ocasión. Quisiera deciros que amo la obra del Señor y que sé que es verdadera. Nadie en este mundo ha podido cumplir las profecías de los profetas, como lo ha hecho la restauración del evangelio en ésta, la dispensación del cumplimiento de los tiempos.

Ruego al Señor que os bendiga, y os doy mi testimonio de la divinidad de esta obra, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Amén.

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