Conferencia General Abril 1980
¿Quién sigue al señor?
por el élder Mark E. Petersen
del Consejo de los Doce
Este aniversario de la restauración de la Iglesia es de gran importancia para los Santos de los Últimos Días; por una parte, nos permite vernos en la debida perspectiva, nos ayuda a evaluar nuestro crecimiento; también nos indica la dirección de la cual hemos venido en estos últimos ciento cincuenta años, y señala como una brújula hacia el futuro.
Con las Escrituras antiguas en nuestras manos y las enseñanzas de los profetas contemporáneos constantemente presentes, establecemos el curso que el Señor espera que sigamos.
Por medio de una restauración desde los cielos hemos recibido el evangelio sempiterno, traído a la tierra por ministrantes angélicos tal como lo habían predicho los profetas que tuvieron visiones de nuestra época. Al mismo tiempo se nos dio el Libro de Mormón, asombroso volumen que contiene los escritos proféticos de la antigua América. Este libro se está llevando a todo el mundo, y se imprimen más de un millón de copias por año.
Nuestras filas misionales han aumentado de apenas una docena de hombres en 1830, a un ejército de más de treinta mil misioneros en la actualidad.
El número de miembros de la Iglesia se duplica cada quince años. Pronto, los cuatro millones de miembros se convertirán en ocho. Ya tenemos más de mil trescientas estacas y misiones en cerca de ochenta países y doce mil congregaciones que hablan 46 idiomas diferentes.
Tenemos cientos de seminarios e institutos para la enseñanza diaria del evangelio y también algunas escuelas primarias, secundarias y superiores. La Universidad de Brigham Young es reconocida en muchos países por su excelencia académica. Por supuesto, sabiendo que tanto la gloria de Dios como la del hombre es la inteligencia, abogamos por la educación y la cultura.
Tenemos un programa de bienestar que supera los gubernamentales, pues nos esforzamos por cuidar de los nuestros para que no sean una carga para el estado; con este propósito, tenemos cientos de proyectos de trabajo que no sólo proveen las cosas esenciales de la vida para nuestros necesitados, sino también empleos hasta para los físicamente incapacitados.
La obra del templo adelanta en forma magnífica. Estamos construyendo templos en varias partes del mundo y llevando las ordenanzas de salvación cada vez a más gente. El servicio que se presta en estos sagrados edificios excede todo lo que se ha hecho en el pasado.
Sentimos un humilde orgullo por el rápido progreso, los maravillosos logros y la estabilidad de nuestra gente. «Por sus frutos los conoceréis», dijo el Salvador (Mateo 7:20). Nuestros frutos dan testimonio de nuestra devoción al Dios Todopoderoso, de nuestro firme propósito de llevar adelante su obra en nuestra época y de la validez del mensaje que proclamamos. ¿Cuál es ese mensaje?
Primero y lo más importante, es que Dios vive, que es nuestro eterno Padre y nuestro Creador; todos los seres humanos son sus descendientes espirituales. Sabiendo esto aceptamos la exhortación del Salvador para que tratemos de perfeccionarnos aun de llegar a ser como El.
Luego, afirmamos que Jesús de Nazaret es, ciertamente, el Cristo. El, que nació en Belén dando lugar a la primera Navidad; El, que respondió a los doctores de la ley en el templo cuando sólo tenía doce años; El, que se hizo bautizar por Juan; El, que recorrió las llanuras de Palestina predicando Su evangelio, sanando a los enfermos y levantando muertos; El, que fue perseguido por los religiosos de la época y condenado a la cruz, pero que conquistó la muerte y se levantó de la tumba al tercer día en una gloriosa resurrección.
¡El es el Salvador de la humanidad! ¡El es el Redentor de toda carne!
El se Levantó de la tumba, «ha resucitado», como dijo el ángel, y es una realidad física y tangible. ¡Y vive! Nuestros profetas lo han visto cara a cara y han hablado con El. Sabemos que El vive, y que por medio de su resurrección ayudará a cada uno de nosotros a lograr la victoria sobre la muerte; porque también nosotros resucitaremos literal y físicamente. También nosotros viviremos. Ese es nuestro testimonio en esta Pascua de Resurrección.
Testificamos que Cristo ha hablado nuevamente en nuestros días, que ha llamado a nuevos profetas para restaurar su Iglesia en la tierra por medio de ellos al igual que lo hizo cuando llamó al ministerio a Pedro, Santiago, Juan, Tomás, Judas y otros.
El divino evangelio se había perdido a través de los siglos, las filosofías de los hombres tomaron el lugar de la doctrina revelada y el santo sacerdocio fue retirado de la tierra. ¡Pero ahora todo ha sido restaurado! ¡Testificamos que ha sido restaurado! Una vez mas recibimos revelación de los cielos; una vez más tenemos profetas entre nosotros, y la verdad se ofrece libremente a todo aquel que desee escucharla.
La dispensación de Dios en nuestra época brilla como un luminoso estandarte ante todas las naciones, tal como fue predicho por los profetas. No obstante, cuanto más brilla, más aumenta la oposición. A medida que la verdad se esparce, la deshonestidad y el engaño se levantan para oponérsele; a medida que los siervos del Señor enseñan la virtud, aumenta la falta de castidad entre los inicuos. Ciertamente, como dijo el profeta Lehi, hay una oposición en todas Las cosas (2 Nefi 2:11); y a medida que la verdad se manifiesta, el adversario procura destruirla. Esta es realmente una guerra una guerra feroz entre el bien y el mal, entre los poderes del cielo y las fuerzas de Lucifer.
Las Escrituras nos advierten que el diablo declarará la guerra a los santos de Dios, pero que jamás podrá vencerlos; que los atacará con todas las inicuas estratagemas que su mente obscena pueda idear, pero que nunca podrá detener la obra de Dios.
Esta no es una guerra por territorios, riquezas ni dominio o poder injustos, sino una contienda por el alma eterna de los hombres, las mujeres y los niños, la descendencia literal de Dios, nuestro Padre Celestial.
Nuestras filas son fuertes; hemos tenido gloriosas victorias y aún tendremos muchas más. Nuestra obligación es llevar la salvación a todo el que escuche.
La obra y la gloria de Dios son una y la misma: «llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre» (Moisés 1:39), y nosotros trabajamos con El para el mismo propósito.
¿Cuántos llegamos a comprender la gravedad de este conflicto? ¿Calculamos sus efectos sobre nuestro círculo familiar? ¿Comprendemos exactamente lo que el diablo está tratando de hacernos? ¿Reconocemos a sus diabólicos emisarios cuando nos acosan abiertamente o cuando engañosa y silenciosamente procuran seducirnos?
La seducción es su arma más eficaz. ¿Nos damos cuenta de ello? Repito: la seducción es el arma más poderosa del diablo; es tentadora y presenta la falsa apariencia de ventajosa y deseable.
El maligno quiere hacernos pensar que lo amargo es dulce, lo negro blanco, que el pecado es aceptable y que la virtud es algo pasado de moda, arcaico e hipócrita. Puesto que él se deleita en la inmundicia, quiere hacernos creer que la pureza es un concepto ingenuo de la época de nuestras abuelas, que las normas de conducta se han debilitado, que vayamos por la vida sin temor a las consecuencias de nuestros actos; afirma que podemos hacer lo que queramos, divertirnos en grande y dar libre expresión a nuestros deseos más bajos. Esa es su filosofía.
¿Reconocemos esta filosofía cuando nos la refriegan por la cara nuestros enemigos, o cuando se nos presenta con dulce voz y con una sonrisa cautivadora? ¿Reconocemos verdaderamente el mal al contemplarlo? ¿Podemos distinguir entre lo bueno y lo malo? Si no podemos hacerlo, tratemos de apresurarnos a aprender de nuestros líderes de la Iglesia; ellos nos lo enseñarán rápida y sencillamente.
Si reconocemos aquello que es bueno, ¿tenemos el valor de defenderlo, de salvaguardar la virtud, de proclamar nuestra fe, de oponernos a las falsas enseñanzas y luchar por una causa que no es popular? ¿Tenemos el valor moral de «sacar la cara» ante toda oposición que se nos presente a fin de preservar la verdad, proteger la pureza y defender la causa de Dios?
Ha llegado el momento de que adoptemos una posición mucho más firme y positiva en nuestros principios. Debemos denunciar como enemigos de Dios y de nosotros mismos a las relaciones sexuales ilícitas, la pornografía, el lenguaje vulgar, el consumo de bebidas alcohólicas, tabaco, marihuana y otras drogas peores. Cada uno de éstos es un feroz dardo del diablo.
Debemos reforzar nuestras fortificaciones espirituales, asir el escudo que Dios nos ha dado y empuñar la espada de justicia y fe, como todo buen siervo del Señor. Es necesario que todos nos hagamos esta pregunta: «¿Quién sigue al Señor?’ , y comprendamos que éste es el momento de demostrarlo.
¿Quién signe aL Señor?
Hoy ya se deja ver,
Clamamos sin temor
¿Quién sigue aL Señor? . . .
Seguid el pabellón,
Dios vencerá el mal,
Y triunfará su plan.
¿Quién sigue al Señor?
(Himnos de Sión, N° 127.)
¿Tenéis un niño precioso? ¿Salvaríais su alma? ¿Trataríais de sal-varlo? ¿Lucharíais por protegerlo de la inmoralidad, la pornografía, el alcohol, el tabaco y las drogas? ¿Lo resguardáis de las malas compañías?
¿Con cuánto vigor podéis luchar? ¿Lucháis por vuestro hijo hasta el límite de vuestras fuerzas, o no lo amáis lo suficiente para sacrificaros por él? ¿Haríais tanto esfuerzo por salvarlo del pecado como haríais para salvarlo de morir ahogado o quemado? Si la respuesta es «no», ¿por qué? ¿Acaso no es el pecado nuestro peor enemigo, puesto que puede destruir tanto el cuerpo como el espíritu? ¿No luchamos por la vida eterna, al igual que por una pacífica existencia mortal?
Hay muchos jóvenes que se encuentran en dificultades. Por su-puesto, hay cientos de miles, fieles y puros, que no lo están; pero los afectados necesitan ayuda, y el auxilio más grande que pueden recibir debe provenir de su propio círculo familiar. ¿No debemos las familias hacer nuestro mayor esfuerzo por salvar a nuestros jóvenes? ¿No debemos fortificar nuestro hogar para defenderlos? Ante esta emergencia, ¿no debe levantarse en armas todo padre? Cada padre debe despertar ante la responsabilidad que tiene, y cada madre debe poner las cosas en su debido orden de prioridad.
No creo que sea mucho pedir que los padres, en forma planeada y objetiva, enseñen a sus hijos las verdades del evangelio que pueden salvarlos del encarnizamiento de Satanás. ¿Es mucho pedir que ellos mismos vivan de acuerdo con esas verdades?
Es mucho pedir que demos el decido ejemplo mediante una vida recta?
¿Es mucho pedir que enseñemos a nuestros hijos que es mejor morir en defensa de la virtud que perderla?
¿Es mucho pedir que obedezcamos la Palabra de Sabiduría y les enseñemos a nuestros pequeños a obedecerla? ¿Sería demasiado enseñarles que el quebrantar este mandamiento puede conducirlos a pecados más graves aún?
¿Es mucho pedir que seamos honestos y enseñemos a nuestros hijos a serlo? ¿Que tengamos diariamente nuestras oraciones familiares?
¿Es mucho pedir que vayamos con nuestros hijos a las reuniones de la Iglesia y mantengamos sagrado el día del Señor?
¿Es mucho pedir que nos reunamos con nuestra familia, antes o después de las reuniones dominicales? En esa forma podríamos aislar aún más a nuestros niños de los pecados del mundo.
¿Es mucho pedir que tengamos la noche de hogar todos los lunes y que en ella enseñemos a nuestra familia, tanto con preceptos como con diversión, el valor de una vida limpia?
¿Es mucho pedir que creamos en el Señor lo suficiente como para aceptar incondicionalmente su palabra y realmente obedecerle?
¿Es mucho pedir que recordemos lo que Dios ha dicho, que si no somos valientes en el testimonio de Jesús, perdemos la corona en su reino? (D. y C. 16:78-79.)
¿Es mucho pedir que recordemos —y ojalá que nunca lo olvidemos— que si recibimos los mandamientos con un corazón lleno de dudas y los obedecemos al descuido, seremos condenados? (D. y C. 58:26-29. )
No existe una recompensa para la obediencia a medias. Debemos ser entusiastas y fuertes al vivir de acuerdo con nuestra religión, pues Dios nos manda que lo sirvamos con todo nuestro corazón, todo nuestro poder, todas nuestras fuerzas y con lo mejor de nuestra inteligencia. Con El no podemos tener medias tintas; tenemos que estar completamente por El, o, de lo contrario, se nos catalogará entre aquellos que están en contra de El. Entonces, ¿qué debemos hacer?
«Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en él vuestros lomos con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia.
Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno.
Y tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios.» (Efesios 6:11, 1314, 16-17.)
Como también dijo Pablo, no seamos «como los que quieren agradar a los hombres», sino como verdaderos «siervos de Cristo. . . haciendo la voluntad de Dios» de todo corazón (Ef. 6:6).
Ruego que así sea, lo pido humildemente en el sagrado nombre del Señor Jesucristo. Amén.
























