Tributo a los santos del Señor

Conferencia General Abril 1980logo pdf
Tributo a los santos del Señor
por el  élder Boyd K. Packer
Del Consejo de los Doce

President Boyd K. PackerAquel día, hace 150 años, transcurrió calmadamente.  Quienes se reunieron en aquella humilde casa de campo para organizar La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no eran precisamente hombres promisorios de su época.  Sólo eran unos pocos y todos ellos de muy humilde condición.  Fue como Pablo dijo a los corintios:

«… no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles;

Sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte.» (1 Cor. 1:26-27.)

Tan sagrado acontecimiento, del que fueron testigos esos pocos hombres, había sido precedido por maravillosas manifestaciones espirituales.  Por ejemplo, a modo de preparación, el Padre y el Hijo se le habían aparecido a uno de ellos, a quien llamaron como Profeta.

Los mencionados hombres habían sido instruidos por mensajeros celestiales.  Se demostró así que el principio de la revelación, del que muchos enseñaban que había sido retirado de la tierra siglos antes ‘, estaba aún vigente.  El Libro de Mormón fue publicado y sus páginas encierran un testimonio del profeta Moroni de que no «han cesado los ángeles de aparecer a los hijos de los hombres».  Ni tampoco sucederá «mientras dure el tiempo, o exista la tierra, o quede en el mundo un hombre a quien salvar» (Moroni 7:36).

Estos humildes hombres, nada diferentes a sus conciudadanos, llegarían a ser Apóstoles del Señor Jesucristo, tan genuinos como Pedro, el pescador, y como los otros hombres comunes que fueron apóstoles en las épocas antiguas.

Así fue que vinieron los ángeles, toda una continua legión de ellos, para enseñar a aquellos hombres; para conferirles el sacerdocio, para otorgarles las llaves de autoridad, pues ellos no podían asumir ni tomar sobre sí mismos estos poderes.

Lo más importante es que el Señor mismo se les apareció una y otra vez.

«Para que la plenitud de mi evangelio sea proclamada por los débiles y sencillos hasta los cabos de la tierra . . .» (D. y C. 1:23.)

Aquellos días en que todo comenzó no están tan lejos de nosotros como muchos a veces pensamos.  Detrás de mí en el estrado se encuentra el élder LeGrand Richards del Consejo de los Doce Apóstoles quien recuerda a algunos de aquellos que ayudaron a iniciar esta obra.

Estuvo presente en la dedicación del Templo de Salt Lake y recuerda nítidamente al presidente Wilford Woodruff, y hasta le escuchó hablar en varias ocasiones.  El presidente Woodruff era sólo dos años menor que el profeta José Smith, y había sido apóstol ya por cinco años cuando el martirio del Profeta.

Ayer el élder Faust mencionó el incidente en el que Wilford Woodruff, mientras conducía un grupo de inmigrantes, fue inspirado a no abordar un barco que luego zozobró.  El hermano Richards oyó al presidente Woodruff dar un discurso en el que, después de nombrar a algunas personas de la congregación, les dijo: «Si yo no hubiera obedecido aquella voz de inspiración, hoy no estaríais aquí.”

Nosotros hemos tocado esas manos, las mismas que tocaron las de aquellos que dieron forma a los comienzos de esta dispensación.

Hay cosas que no han cambiado mucho con el correr de los años, y otras que no han cambiado de ninguna manera.  Esta obra ha sido impulsada a lo largo de los últimos 150 años gracias a hombres, mujeres y niños comunes y corrientes, de todas partes del mundo.  Lo que podemos llamar el «pueblo» de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, tanto del pasado como del presente y que ahora incluye a millones de personas, ha jugado un papel preponderante, cada uno de sus integrantes en su propia medida y a su tiempo.

La vida de las personas se va conformando mediante la influencia de fieles miembros aparentemente comunes quienes llevan el espíritu del evangelio.

Cuando en una oportunidad traté de agradecer a un gran maestro y patriarca, William E. Berrett, él inmediatamente atribuyó sus cualidades a quien le había enseñado.  Se trataba de un anciano converso de Noruega que había sido llamado en una ocasión para enseñar a un grupo de traviesos jovencitos del Sacerdocio Aarónico.  Al principio, mucha fue la gracia que les causó el deficiente inglés que hablaba el maestro; mas el Espíritu pulió sus palabras y muy pronto los jóvenes sintieron su influencia.  He escuchado al hermano Berrett testificar en más de una ocasión: «Podíamos calentarnos las manos al fuego que irradiaba su fe».

El presidente Heber J. Grant escuchó una vez al obispo Millen Atwood predicar un sermón en uno de los barrios de Salt Lake City.

«En aquellos días yo estudiaba gramática», dijo el hermano Grant, «y el hermano Atwood cometió algunos errores gramaticales en su discurso.  Anote su primera frase, sonreí para mis adentros, y me dije: Con este discurso voy a conseguir suficiente material como para que me dure todo el semestre en mi clase de gramática.  Teníamos que aportar por semana cuatro frases que fueran gramaticalmente incorrectas, adjuntando las correcciones correspondientes.  Pero no escribí nada después de la primera frase, ni siquiera una palabra; y cuando el hermano Atwood hubo terminado de predicar, las lágrimas se deslizaban por mis mejillas: eran lágrimas de gratitud y acción de gracias a causa del maravilloso testimonio que aquel hombre dio de la divina misión de José Smith, el Profeta de Dios.

Aun cuando ya han transcurrido más de sesenta y cinco años desde que escuché aquel sermón, me resulta tan vívido hoy y la sensación y los sentimientos que experimenté permanecen tan fijos en mí como aconteció en aquel momento.

. . .lo que sobre todo dejó en mí una huella indeleble fue el Espíritu, la inspiración del Dios viviente con la que un hombre cuenta cuando proclama el evangelio, y no el lenguaje . . .

Desde aquel día, me he propuesto . . . juzgar a los hombres y a las mujeres por el espíritu que ellos tienen, pues con toda claridad he aprendido que es éste el que da vida y entendimiento, y no la letra. La letra mata.» (Improvement Era, Vol. 42, No. 4, abril de 1939.)

Siempre que buscamos testimonios verdaderos los encontramos fi¬nalmente en hombres, mujeres y niños comunes.

Quisiera citar algo del diario personal de Joseph Millett, un misio¬nero muy poco conocido de los primeros años de la Iglesia restaurada, que había sido llamado a servir una misión en Canadá; fue solo y a pie. Ya en ese país en medio del invierno, escribió:

«Me sumergí en mi debilidad. Era apenas un pobre, mal vestido e ignorante jovenzuelo en mis años de adolescencia, a miles de kilómetros lejos de mi hogar y entre extraños.

Lo único que me mantuvo en pie fueron las promesas de mi bendición patriarcal y las palabras de estímulo que me había dicho el presidente Young.

Muchas veces me internaba en la floresta. . . para encontrar algún lugar reservado en donde con el corazón desbordante y húmedos ojos suplicaba a mi Maestro fortaleza ayuda.

Creía en el Evangelio de Cristo. Nunca lo había predicado ni sabía dónde encontrarlo en las Escrituras.»

En realidad eso no tenía mucha importancia, pues según lo que lee¬mos más adelante, tampoco tenía

Escrituras:

«Tuve que entregar mi Biblia al barquero de Digby a cambio de un pasaje para cruzar el canal.»

Años más tarde, Joseph Millett era padre de una familia numerosa que estaba pasando por momentos críticos. Lo siguiente se encuentra escrito en su diario:

«Uno de mis hijos vino y me dijo que el hermano Newton Hall se había quedado sin pan y no tenía nada para ese día. Dividí la harina que teníamos en un saco y la apronté para mandársela al hermano Hall. Justo en ese momento llegó él. Le pregunté: `Hermano Hall ¿se quedó sin harina?’ `No tenemos nada, hermano Millett.’ `Bueno hermano ahí hay un poco en ese saco; yo había apartado algo para mandarle porque su hijo le dijo al mío que se habían quedado sin harina’.

El hermano Hall se echó a llorar y me dijo que había tratado de conseguir con otros, pero que no había podido, entonces había ido hasta el bosque y orado al Señor; y El le había dicho que fuera a lo de Joseph Millett.

`Bueno, hermano Hall’, le dije, `no necesita devolverme esta harina. Si el Señor le mandó por ella, usted no me la debe’.»

Esa misma noche, escribió en su diario una magnífica cláusula: «Nadie se imagina lo bien que me hizo sentir que el Señor supiera que había alguien que se llamaba Joseph Millett.» (Diario de Joseph Millett.)

El Señor conocía a Joseph Millett del mismo modo que conoce a todos los hombres y mujeres que son como él, y los hay muchos. Sus vidas son dignas de quedar registradas.

Este «pueblo» de la Iglesia a lo largo de los últimos 150 años, ha traído la verdad a esta generación. Su semilla se planta en donde con mayor seguridad producirá una cosecha más abundante: en el corazón de la gente común.

Cuando el presidente Kimball fue incorporado como miembro del Consejo de los Doce, se le pidió que posara para un retrato. (Aquellos de nosotros que le conocemos sabemos cuánto deben haberle hecho sufrir esas horas de tener que permanecer quieto.) Para recrear un poco sus pensamientos, el pintor le formuló un día una abrupta pregunta: «Hermano Kimball, ¿ha estado usted alguna vez en el cielo?» Su respuesta fue terminante, pues sin dudarlo dijo: «Pues, claro que sí. Tuve oportunidad de echar una fugaz mirada a los cielos antes de venir a su estudio».

Entonces le contó la experiencia que había tenido en el templo en donde había oficiado en un casamiento.

«En medio de las consabidas felicitaciones propias de la ocasión, el feliz padre del novio me estrechó la mano y dijo: `Hermano Kimball, mi esposa y yo somos personas comunes y no hemos tenido mayor éxito en la vida, pero estamos inmensamente orgullosos de nuestra familia. Este es el último de nuestros ocho hijos que ha entrado al templo para casarse. Todos ellos, con sus cónyuges, están presentes hoy en el casamiento de su hermano menor’.

Miré sus callosas manos, su apariencia ruda y me dije: He aquí un verdadero hijo de Dios cumpliendo su destino.’ «

El presidente J. Reuben Clark se refirió a ciertos pioneros miembros de la Iglesia con las siguientes palabras: «Día tras día, los de la última carreta seguían su marcha, abatidos y cansados, adoloridos y hasta desalentados muchas veces, mas impulsados por su fe de que Dios les amaba, de que el evangelio restaurado era verdadero, y de que el Señor guiaba y dirigía a los líderes que iban al frente.»

Luego, en otra parte, habla de una mañana:

» Y de esa última carreta se oyó el llanto de un recién nacido, rodeado del amor inmensurable de su madre y con su padre inclinado en señal de reverencia. Mas la caravana debía continuar adelante; así que en medio de la polvareda, la última carreta reinició su marcha.

¿Quién se atrevería a decir que los ángeles no velaron por aquella madre y la protegieron en su rudimentaria cama, al haber dado ella a otro espíritu selecto el don de un cuerpo mortal?» (Improvement Era, nov. de 1947, págs. 704-705, 747-748. )

¿Quién se atrevería a decir que no hay ángeles junto a los verdaderos obreros de la Iglesia? Estos son los que:

Aceptan llamamientos para el campo misional.
Enseñan clases.
Pagan diezmos y ofrendas.
Buscan registros de sus antepasados.
Trabajan en los templos.
Crían a sus hijos en la fe.
Han llevado sobre sus hombros esta obra durante 150 años.

También encontramos un testimonio en aquellos que han tropezado y caído, pero que han luchado y encontrado la dulce y limpia influencia del arrepentimiento. Ellos son quienes ahora se levantan ante la aprobación del Señor, limpios ante EI; su Espíritu ha retornado a ellos y por E1 son guiados. Sin repetir las duras lecciones del pasado guían a otros a ese mismo Espíritu.

¿Quién se atrevería a decir que el día de los milagros ha cesado? Esto no ha cambiado en 150 años; no ha cambiado en absoluto, pues por el poder y la inspiración del Todopoderoso descansan sobre este pueblo hoy de la misma forma que en los comienzos.

» . . .porque es por la fe que se obran milagros, y es por la fe que aparecen ángeles y ejercen su ministerio a favor de los hombres; por lo tanto, si han cesado estas cosas, ¡ay de los hijos de los hombres, porque es a causa de la incredulidad! . . .» (Moroni 7:37.)

El profeta Moroni enseñó que mensajeros angelicales habrían de cumplir su misión . . .

«. . . declarando la palabra de Cristo a los vasos escogidos del Señor, para que den testimonio de él.

Y obrando de este modo, el Señor Dios prepara la vía para que el resto de los hombres puedan tener fe en Cristo, a fin de que el Espíritu Santo pueda tener cabida en sus corazones. » (Moroni 7:31-32.)

En estos últimos años hemos recibido muchos anuncios que demuestran que éstos son días de intensas revelaciones, comparables a los días del comienzo, hace 150 años. Pero entonces, igual que ahora, el mundo no creyó. Dicen que los hombres comunes no pueden estar inspirados; que no hay profetas, ni apóstoles, y que los ángeles no ministran entre los hombres, y menos aún a hombres comunes. Tales dudas e incredulidad no han variado; pero hoy, como entonces, su incredulidad no puede tampoco cambiar la verdad.

No reclamamos ser apóstoles del mundo, sino del Señor Jesucristo. La prueba no está en que los hombres crean o no, sino en determinar si hemos sido llamados por el Señor, y de eso no hay ninguna duda.

No hablamos públicamente de las sagradas entrevistas que habilitan a los siervos del Señor para dar un testimonio especial de EI, pues se nos ha encomendado no hacerlo; mas tenemos la libertad, (en realidad tenemos la obligación) de ofrecer ese extraordinario testimonio.

El testimonio de esta obra no está restringido a los pocos de nosotros que dirigimos la Iglesia, sino que en su debido orden ese testimonio llega a todos los hombres, mujeres y niños de la Iglesia. En todas partes de1 mundo muchas personas aparentemente comunes, que podrían pasar inadvertidas, dan testimonio de que fueron guiadas hacia esta Iglesia por revelación y que también reciben guía en el servicio que prestan en ella.

La revelación que recibe el Profeta y Presidente de la Iglesia referente a los asuntos concernientes a ésta en general la pueden recibir también todos aquellos que tienen distintos oficios, cada uno dentro de los confines de su llamamiento. A1 igual que los padres que presiden a sus respectivas familias, y si llevamos una vida digna, cada uno de nosotros la recibirá.

Lo mismo que las demás Autoridades Generales, yo también provengo de gente común de la Iglesia; soy el septuagésimo octavo hombre que ha sido aceptado por ordenación en el Quórum de los Doce Apóstoles en esta dispensación. Comparándome con los otros que han sido llamados, no me encuentro ni cerca de su estatura espiritual, a no ser, quizás, en la certeza del testimonio que compartimos.

En este aniversario de los 150 años de la Iglesia, me siento compelido a aseguraros que yo sé que el día de los milagros no ha cesado.

Sé que los ángeles ministran entre los hombres.

Soy testigo de la verdad de que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, el Unigénito del Padre; de que El tiene un cuerpo de carne y huesos; de que El conoce a sus siervos en la tierra, y de que ellos lo conocen a El.

Sé que E1 dirige esta Iglesia en la actualidad, de la misma forma que la estableció antaño: mediante un Profeta de Dios. En el nombre de Jesucristo. Amén.

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