El cuidado de los nuestros

Conferencia General Abril 1981logo pdf
El cuidado de los nuestros
por el obispo H. Burke Peterson
Primer Consejero en el Obispado Presidente

H. Burke PetersonSe me ha pedido esta mañana que hable acerca de la responsabilidad que las familias tienen de proveer para los suyos, consejo que se aplica tanto a los familiares inmediatos como a los lejanos.  Las Escrituras son bien claras con respecto a esta advertencia.

Sin embargo, antes de tocar este tema, me gustaría hacer una pequeña introducción al sagrado aspecto de la responsabilidad familiar.  En el transcurso de nuestra vida, cada uno de nosotros tiene variedad de intereses y participa en diferentes actividades, a las cuales frecuentemente no les damos la importancia necesaria.  Me temo que, desde el punto de vista eterno, algunas de nuestras actividades tengan muy poco valor; de hecho, es posible que algunos de nuestros intereses nos alejen de las cosas buenas que de otra forma podríamos lograr.  Hay algunas actividades básicas y fundamentales de la vida que son mucho más efectivas para conducir a la exaltación que muchas otras con las que nos mantenemos ocupados.  Algunos de nosotros nos hemos dejado absorber por cosas insignificantes.  El Maestro habló muy claramente acerca de esto cuando nos enseñó por medio de la parábola de las diez vírgenes.

Podemos decir que eran diez miembros creyentes de la Iglesia, y tenían la suficiente fe para creer que iban a recibir al Esposo.  Aparentemente no eran personas inicuas si consideramos el verdadero sentido de la palabra.  Imagino que, hasta ese momento, habrían pasado toda su vida activas en la Iglesia; sin embargo, de acuerdo con la parábola, cinco de ellas se habían dedicado a tareas más importantes que las otras cinco.  La mitad del grupo había dedicado su vida a participar de actividades que tenían consecuencias positivas, y eran más importantes, tales como preparar el aceite que necesitarían para las lámparas cuando llegara el Esposo.

Refiriéndose a las cinco insensatas que no se habían proveído de aceite, la parábola dice:

«Pero mientras ellas iban a comprar, vino el esposo; y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y se cerró la puerta.» (Mateo 25:10.)

Con este pasaje como advertencia y la palabra del Señor instruyéndonos a participar en cosas importantes, me gustaría recordamos las enseñanzas de Alma, uno de los profetas y misioneros más grandes de que se habla en el Libro de Mormón.  En una de las declaraciones más importantes sobre lo que significa ser un verdadero discípulo del Maestro, Alma describe con claridad y simplicidad el convenio y la responsabilidad del que entra en las aguas bautismales.  Todos hemos sido bautizados y hemos hecho ese convenio.  En el capítulo 18 de Mosíah describe el proceder de un verdadero seguidor del Salvador, de un verdadero discípulo.

«Y ya que deseáis entrar en el redil de Dios y ser llamados su pueblo, y estáis dispuestos a llevar las cargas de unos y otros para que sean ligeras;

sí, y estáis dispuestos a llorar con los que lloran; sí, y a consolar a los que necesitan de consuelo, y a ser testigos de Dios a todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar en que estuvieseis, aun hasta la muerte… (Mosíah 18:8 -9.)

Alma dijo claramente que si vamos a ser discípulos del Salvador, si vamos a llegar a ser como El, entonces debemos servirnos los unos a los otros, asumir la responsabilidad de ayudar a nuestros semejantes en sus necesidades, y después debemos apoyarnos mutuamente a través de los espinosos senderos de la vida.

Otros pasajes de Escritura nos enseñan que no obstante cuán grandes o importantes sean nuestros logros morales, no obstante lo mucho que logremos, ya sea como obispos, secretarios, presidentes, maestros o padres, a menos que aprendamos a tener caridad o verdadero amor, no somos nada. (Véase 1 Corintios 13:1-3.) Todas nuestras buenas obras carecerán de valor si nos falta el amor cristiano, el cual se mide de varias maneras.  Quizás el grado máximo de este amor pueda expresarle aquel que se abstiene de abrir juicio ante la conducta o los actos de otro, recordando que hay solamente Uno que puede ver en el corazón de los hombres y saber la verdadera intención, o sea, el real motivo que llevó a la acción.  Solamente hay Uno que tiene el derecho de juzgar el éxito en la vida de una persona.  El abrir juicio y tener prejuicios injustificados impiden a muchas personas expresar una verdadera actitud de caridad y amor, o destruye el deseo de ayudar a los necesitados, aun a aquellos dentro de nuestro propio círculo familiar.  El rey Benjamín nos amonesta diciendo:

«Y además, vosotros mismos socorreréis a los que necesiten vuestro socorro; impartiréis de vuestros bienes al necesitado; y no permitiréis que el mendigo os haga su petición en vano, y sea echado fuera para que perezca.

Tal vez dirás: El hombre ha traído sobre sí su miseria; por tanto, detendré mi mano y no le daré de mi alimento, ni le impartiré de mis bienes para evitar que perezca, porque sus castigos son justos.

Mas, ¡oh hombre!, yo te digo que quien esto hiciere tiene gran necesidad de arrepentirse; y a menos que se arrepienta de lo que ha hecho, perece para siempre, y no tiene parte en el reino de Dios.» (Mosíah 4:16-18.)

¿Acaso no tienen los miembros de nuestra propia familia el derecho a la consideración expresada en este consejo?  Con mucha frecuencia somos amables y caritativos hacia otras personas porque nos gusta su conducta; pero el demostrar amor hacia alguien no debe depender de la forma en que esa persona se comporta, sino de si somos o no seguidores de Cristo.

Ahora, teniendo presente esta enseñanza, recordemos otra vez las palabras de Alma que describen la forma de actuar de un verdadero discípulo:

El que está dispuesto a llevar las cargas de otro.

A llorar con los que lloran.

A consolar a los que necesitan consuelo.

Mis hermanos, de todos los lugares donde podemos demostrar amor y ejercer obras de caridad y donde podemos, como discípulos de Cristo, elevarnos por encima de nuestras propias flaquezas, el más importante es el hogar.  No existe otra institución que pueda compararse a la familia, y sin embargo, muchos, quizás demasiados, son más caritativos hacia otros que hacia los suyos.

Estoy seguro de que, por este mensaje, podréis daros cuenta de que estamos muy interesados en la manera en la cual las familias de la Iglesia estamos ayudándonos mutuamente a superar nuestras necesidades.  Desde este púlpito se han dicho muchas cosas sobre la responsabilidad que tenemos por nuestra familia.  Las palabras son claras, pero tememos que no se comprendan en toda su magnitud y que estos principios no se apliquen de la forma como lo ha prescrito el Señor.

En una ocasión el presidente Brigham Young dijo:

«La Iglesia jamás ha tenido que mantener a ninguno de los míos desde que soy miembro de ella; pero sé que algunas personas permiten que la Iglesia se haga cargo de sus hijos y familiares.  Hay quienes tienen una hermana mayor que ‘no puede mantenerse y permiten que la Iglesia la mantenga; lo mismo sucede con los padres ancianos. ¿Por qué?  Es fácil decir: ‘Que la Iglesia o el hermano Young se hagan cargo de ellos y los mantengan’.  Es vergonzoso que cualquier persona que tenga el mínimo de sentido común no cuide de sus familiares necesitados y no vea la manera de que ellos también puedan hacer algo por sí mismos.» (Journal of Discourses, vol. 8, pág. 145.)

Con el temor de que nos hayamos desviado del concepto original, me gustaría citar algunas palabras del manual de bienestar que se utilizó hace más de 20 años:

«Es obvio que ninguna persona debe convertirse en una carga pública, cuando sus familiares están en condiciones de ayudarle.  Todo lo que tenga que ver con nuestros familiares, con la justicia, con el bienestar de todos y aun con la humanidad en sí, requiere que… cuando los miembros de la Iglesia que estén en condiciones económicas de cuidar a sus familiares rehúsan a hacerlo, el caso debe informarse al obispo del barrio en el cual residan dichos miembros.» (Welfare Plan of The Church of Jesus Christ of Latter-day Saints, Handbook of Instructions, revisado el 10 de febrero de 1969, pág. 4.)

A continuación se citan las palabras de Pablo a Timoteo:

«Porque si alguno no provee para los suyos, y mayormente para los de su casa, ha negado la fe, y es peor que un incrédulo.» (1 Timoteo 5:8.)

Quizás debamos aclarar lo que significa proveer para los suyos. ¿En qué manera lo hacemos? ¿Significa solamente dinero y bienes materiales? ¿No hay acaso necesidades que el dinero no puede solucionar?

Cuando hablamos del bienestar familiar, a menudo pensamos mayormente en comodidades físicas; la comida, la ropa y el abrigo parecerían tener prioridad en nuestra mente.  Pero existen otros aspectos; por ejemplo, está bien que muchos padres ayuden a sus hijos a administrar su limitado presupuesto en los primeros años de casados; de la misma manera, a menudo los hermanos se ayudan mutuamente; y hay muchas personas que ofrecen cosas materiales a sus padres o abuelos ancianos.  Así debería ser siempre y para todos, y bendecidos serán aquellos que provean para los suyos.

Sin embargo, las necesidades de la familia no siempre son materiales.  Con frecuencia, la fe, el perdón, el ánimo, el consuelo, el oído atento, el deseo de enseñar, el apoyo moral, el amor, etc. podrían ayudar a un ser querido a superar una crisis; estas necesidades quizás duren toda la vida.  El tiempo que dediquemos a un miembro de la familia puede darnos a todos grandes dividendos.

Se cuenta de una familia cuya abuela tenía que vivir en un hogar para ancianos.  Una vez al año sus familiares la iban a ver y le llevaban una manta nueva.  Un día, mientras regresaban de visitarla, uno de los niños más pequeños preguntó:

—Papá, ¿por qué venimos a visitar a abuela todos los años?
El padre contestó:
—Para que sepa que la amamos.
Otra pregunta:
—Papá, ¿por qué le traemos una manta nueva cada vez que venimos?
—Para que recuerde que hemos venido y que no la hemos olvidado —contestó el padre.
Después de una pausa
—Papá, ¿de qué color quieres que sea la manta que yo te lleve cuando vaya a visitarte?

No existe ninguna manera justa de pasar por alto el mandamiento «honra a tu padre y a tu madre . . .» (Éxodo 20:12).  Ninguna familia que espere perdurar eternamente puede excluir a los abuelos, a sus hermanos ni a ningún

familiar.  Considerar una carga a un miembro de la familia, cualquiera sea su edad, está contra las leyes de los cielos. ¿No sería maravilloso que los integrantes de la familia se reunieran para ver la manera en que pueden ayudar a los necesitados?

Por medio de algunas experiencias personales, estoy convencido de que las familias que ayunan y oran juntas pueden lograr milagros; pueden orar por el cumplimiento de cosas justas.  Sin embargo, para que sucedan éstos, a veces se requiere más tiempo del que creemos necesario.

A los que no son miembros de una «típica» familia mormona -de los cuales hay muchos- les recordamos que literalmente somos todos hermanos, miembros de una familia celestial.  Estos principios se aplican a todos en general, y los fieles serán bendecidos por su obediencia.

En los tiempos antiguos, cuando las familias rehusaban ser responsables por los suyos, cuando trataban de justificarse al no acatar la ley, el Maestro dijo:

«Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo:

Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí.

Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres.» (Mateo 15:7-9.)

Mis hermanos, esta mañana os hemos dado lo que el Señor ha dicho.  Que usemos nuestro libre albedrío para obedecer o desobedecer; pero si desobedecemos, debemos soportar el castigo.

Yo testifico de la verdad de estas enseñanzas y de la existencia de Aquel de quien provienen, en el nombre de Jesucristo.  Amén.

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