El amor de Dios y su perdón

Conferencia General Abril 1982logo pdf
El amor de Dios y su perdón
por el élder Ronald E. Poelman
del Primer Quórum de los Setenta

Ronald E. PoelmanCuando Simón Pedro, un pescador de Galilea, se dio cuenta por primera vez del poder divino de Jesús, exclamó:

«Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador.» (Lucas 5:8.)

Es posible que a veces nos sintamos como Pedro, conscientes de nuestros errores e incómodos cuando pensamos en el momento en que enfrentemos al Señor.  Cuando transgredimos nos sentimos extraños ante nuestro Padre Celestial, indignos de su amor y temerosos de su justicia.

Sin embargo, aun habiendo transgredido sus leyes o desobedecido sus mandamientos, necesitamos su influencia fortalecedora para que nos ayude a superar nuestras debilidades, a arrepentirnos y a reconciliarnos con El.  Los pecados de los cuales no nos arrepentimos se convierten en costumbres, frecuentemente acompañadas con un sentido de culpabilidad, lo que puede hacer que el arrepentimiento sea cada vez más difícil.  Este sentimiento de que somos extraños ante el Señor se convierte, en sí mismo, en un impedimento para el arrepentimiento y la reconciliación con El.

Sabiendo que hemos ofendido a nuestro Padre Celestial, tenemos miedo de pedir su ayuda, sintiendo que no la merecemos.  Pero paradójicamente, cuando más necesitamos de la influencia del Señor por haber actuado mal, es cuando menos la merecemos.  Sin embargo, es precisamente en esas circunstancias en que Jesús nos dice como le dijo al temeroso Pedro: «No temas» (Lucas 5:10).

Las experiencias de una joven pareja, a quien llamaré Juan y María, me ayudarán a ilustrar mejor mi mensaje de hoy.  Juan era un joven considerado, amable, afectuoso, con una franca y abierta manera de ser.  Trataba sinceramente de obedecer los mandamientos del Señor y se sentía satisfecho en el gozo de la vida familiar.  María, su esposa, era joven, atractiva, activa en todas las cosas, pero se inclinaba más bien a los intereses y actividades del mundo.  La sociedad en la cual vivían era, en general, opulenta y materialista.  La gente hasta parecía preocupada por lograr cosas temporales, posición social, dedicarse a los entretenimientos y la autogratificación. Los líderes religiosos estaban afligidos por la aparente desintegración de la vida familiar y de las normas morales.

En los primeros años de su matrimonio, Juan y María fueron bendecidos con hijos, primero con un varón y luego una niña; pero María no parecía demostrar interés en sus responsabilidades domésticas.  Ella anhelaba agregar encanto y hechizo a su vida, y frecuentemente estaba lejos de su hogar, en fiestas y actividades, no siempre con su esposo.  En su vanidad, se entusiasmó y comenzó a corresponder a las atenciones de otros hombres hasta que terminó por ser infiel a los votos matrimoniales.

Durante todo ese tiempo, Juan trató de que su esposa apreciara el gozo de la vida familiar y disfrutara (le las recompensas de observar las leyes del Señor; fue paciente v amable, pero esto no le sirvió de nada.  Poco tiempo después del nacimiento de su tercer hijo, un varón, María abandonó a su esposo y a sus hijos para unirse a sus amigos del mundo en una vida de inmoralidad y autoindulgencia.  Rechazado de esta manera, Juan se sintió humillado y con el corazón destrozado.

Muy pronto el encanto y la algarabía que habían atraído a María se convirtieron en cenizas.  Sus así llamados «amigos» se cansaron de ella y la dejaron de lado.  Entonces ella siguió bajando y bajando, degradando su vida cada vez más; se dio cuenta de sus errores y de que estaba perdida, pero no veía la manera de volver atrás.  No había posibilidad alguna de que Juan la quisiera todavía; se sentía completamente indigna de su amor, del hogar y de sus hijos.

Un día, mientras Juan caminaba por las calles, vio a María y la reconoció.  Por supuesto que habría estado justificado si la hubiera dejado pasar, pero no lo hizo. Cuando al observarla se dio cuenta de la clase de vida que ella estaba llevando, un sentimiento de compasión se apoderó de él -y también el deseo de acercarse a ella.  Se enteró de que tenía deudas considerables, las pagó y la llevó a su casa.

Muy pronto se dio cuenta, al principio con asombro, de que todavía la amaba.  Ese sentimiento, y el deseo que ella demostró de cambiar y comenzar una nueva vida, hicieron nacer en el corazón de Juan un sentimiento de misericordioso perdón, un deseo de ayudarla a superar su pasado y aceptarla otra vez como su esposa.

Esta experiencia despertó en él una profunda conciencia, una comprensión de la naturaleza del amor de Dios por nosotros, sus hijos.  Aun cuando desatendamos su consejo, no cumplamos con sus mandamientos, y lo rechacemos, cuando reconocemos nuestros errores y tenemos el deseo de arrepentirnos, El desea que nos alleguemos a El y entonces nos aceptará.

Juan estaba preparado, por medio de su experiencia personal, para una misión muy importante.  A pesar de que me he tomado cierta libertad literaria al contar este relato, es la historia, quizás alegórica, de Oseas, profeta del Antiguo Testamento y su esposa, Gomer.

Oseas hablaba al antiguo Israel y le describía a Dios como un Padre amoroso, misericordioso, y predijo el espíritu y el mensaje del Nuevo Testamento, del Libro de Mormón y de la revelación moderna más que la mayoría de los otros profetas del Antiguo Testamento.

En estos últimos días el Señor ha dicho:

«Porque yo, el Señor, no puedo considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia.

«No obstante, el que se arrepienta y cumpla los mandamientos del Señor será perdonado.» (D. y C. 1:31-32.)

Cuando desobedecemos las leyes del Señor y quebrantamos sus mandamientos, le ofendemos, nos alejamos de El y ya no merecemos su ayuda, su inspiración y su fortaleza.  Pero el amor de Dios por nosotros va más allá de nuestras transgresiones.

Cuando desobedecemos las leyes de Dios, la justicia requiere que haya una compensación de parte nuestra, un requisito que no podemos cumplir nosotros solos.  Pero debido a su amor divino por nosotros, nuestro Padre Celestial proveyó un plan y un Salvador, nuestro Señor Jesucristo, cuyo sacrificio expiatorio cumple con la demanda de justicia y abre las puertas al arrepentimiento, al perdón y a la reconciliación con nuestro Padre Celestial.

«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree, vida eterna no se pierda, mas tenga vida eterna.» (Juan 3:16.)

Podemos aceptar este gran don por medio de la fe en Jesucristo y el arrepentimiento, seguido de un convenio hecho con El, naciendo del agua y del Espíritu.  Entonces, todas las semanas, al recibir la Santa Cena, renovamos nuestro convenio de «recordarle siempre, y guardar sus mandamientos» (D. y C. 20:77).  La promesa sujeta a ese convenio es que siempre podamos tener su Espíritu con nosotros (D. y C. 20:77).

El antiguo mensaje de Oseas aparece repetido y elaborado en las Escrituras.  Por medio de Isaías, otro profeta del Antiguo Testamento, el Señor dijo a su pueblo:

«Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante (le mis ojos; dejad de hacer lo malo; …

«Venid luego, dice Jehová, v estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.» (Isaías 1:16,18.)

El Señor, hablándole a Alma. Profeta nefita, dijo:

«. . .y al que transgrediere contra mí, lo juzgarás de acuerdo con los pecados que haya cometido; y si confiesa sus pecados ante ti y mi, se arrepiente con sinceridad de razón, a éste has de perdonar, lo perdonaré también.

«Sí, y cuantas veces mi pueblo arrepienta, le perdonaré sus transgresiones contra mí.» (Mosíah 26:29-30.)

Muy a menudo hacemos que el arrepentimiento nos sea más difícil debido a que fallamos en perdonarnos los unos a los otros.  Sin embargo, por medio de la revelación moderna se nos ha amonestado:

«… os digo que debéis perdonaros los unos a los otros; pues el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor, porque en él permanece el mayor pecado.

«Yo, el Señor, perdonaré a quien sea mi voluntad perdonar, mas a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres (D. y C. 64:9-10.)

Es también por medio de la revelación moderna que tenemos una de las más reconfortantes y esperanzadas declaraciones que jamás se hayan hecho:

«… quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y, yo, el Señor, no los recuerdo más.» (D. y C. 58:42.)

Dios es nuestro Padre; El nos ama; su amor es infinito; se apena cuando desobedecemos sus mandamientos y quebrantamos sus leyes; no puede tolerar nuestras transgresiones, pero nos ama y desea que volvamos a morar con El.

Sé que no hay nada que nos induzca más al arrepentimiento y a la reconciliación con nuestro Padre Celestial que el tener el conocimiento de su amor por nosotros, en forma personal e individual.  Es mi oración que ese conocimiento aumente en cada uno de nosotros, y a ésta quiero unir mi testimonio personal de que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, el Salvador de la humanidad, y el Redentor de cada uno de nosotros, en el sagrado nombre de Jesucristo.  Amén.

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