Conferencia General Octubre 1981
La misericordia
por el élder Marion D. Hanks
del primer Quórum de los Setenta
Hablando de la misericordia, William Shakespeare dijo de ella, a través de uno de sus personajes: «es dos veces bendita: bendice al que la concede y al que la recibe». También agregó:
«El poder terrestre se aproxima tanto como es posible al poder de Dios cuando la clemencia atempera la justicia.» (El mercader de Venecia, acto IV, primera escena.)
Estoy seguro de que todos los que me escucháis hoy estáis en favor de la misericordia. Pero la misericordia solamente como un principio, la misericordia impersonal no es ninguna virtud ni tiene más valor que la fe impersonal, o el arrepentimiento impersonal, o el amor impersonal.
Hace años, siendo un nuevo presidente de misión, acepté la invitación algo arrogante de un hombre que, aunque bueno, era muy obstinado y quería hablar conmigo acerca de un error de opinión cometido por uno de los jóvenes misioneros. El desacierto inofensivo del misionero produjo un malentendido por el cual el joven había pedido disculpas con sinceridad. Yo me sentía satisfecho con la forma en que él se había disculpado, pero este señor, no. Insistió en que se le castigara, humillándolo en público, y no cejó en su parecer inexorable: «El joven debe pagar, y yo me aseguraré de que así sea».
Traté de hacerlo razonar. El opinaba que la justicia demanda una retribución y que la misericordia no puede robara la justicia. Yo estuve de acuerdo con eso y le recordé que las palabras que había citado provienen de un incidente del Libro de Mormón en el cual Alma, un digno siervo de Dios que en su juventud había necesitado desesperadamente recibir misericordia, y la había recibido, enseña a su hijo que no quería arrepentirse y que trataba de justificar un pecado grave. Alma, el padre, le enseñó a Coriantón el significado y las consecuencias de la Expiación. En este pasaje, reconociendo el sitio que corresponde a la justicia, testifica tres veces del «plan de misericordia» de Dios, llevado a cabo por medio del sagrado don que nos legó Jesucristo. Dijo Alma:
«La misericordia reclama al que se arrepiente. . .
La misericordia reclama cuanto le pertenece . . . » (Alma 42:23, 24.)
«. . . se ha concedido un arrepentimiento, el cual la misericordia exige; de otro modo, la justicia demanda al ser viviente. (Alma 42:22.)
Coriantón prestó oído, se arrepintió, se le perdonó y volvió a la obra misional para «llevar almas al arrepentimiento, a fin de que el gran plan de misericordia pueda tener derecho sobre ellas» (Alma 42:31).
El pecado de Coriantón era grave; el error que había cometido el misionero, inocente y sin importancia. Pensé que mi explicación lo satisfaría, pero no fue así. Inclinado sobre la mesa, me dijo con intensidad:’
-¡Quiero que se haga justicia! Suavemente, yo le contesté:
-Demos lugar a la misericordia. Tres veces, y cada vez más fuerte, él me repitió:
-¡Quiero justicia!
Yo le respondí cada vez más quedo:
-Yo quiero que prevalezca la misericordia.
Nos despedimos con el acuerdo de que yo tendría la responsabilidad de encargarme del asunto y hacer justicia, y que la misericordia reclamara cuanto le perteneciera. (Alma 42:22-26.)
Ese señor ya falleció; lo recuerdo con afecto y respeto. Aprendí a conocerlo bien y a estimarle, y comprendí que él, como todos nosotros, también necesitaba la misericordia que prometió Jesucristo al arrepentido.
Muchas veces han hecho eco en mis recuerdos aquellas palabras: «¡Quiero justicia!» «¡Quiero misericordia!».
Recientemente, en otra parte del mundo, me senté a escuchar a otro buen hombre. Su persona irradiaba luz, calidez y buen humor, y escuché con gran interés su historia. Antes de conocer la Iglesia había sido cristiano, pero sólo de nombre: su trabajo era difícil y sus compañeros vulgares, y él había tenido la tendencia a imitar todos sus vicios. No atendía a su esposa ni a sus hijos, pero se preocupaba por ellos y le remordía la conciencia. Además, había contraído una enfermedad grave.
Un día, llegaron a la puerta de su casa unos jóvenes que representaban al Señor, según dijeron, y que tenían un mensaje para su familia:
El Evangelio de Jesucristo se había restaurado a la tierra, la Iglesia se había restablecido; todas las personas son importantes para Dios y por medio de Su plan pueden encontrar el propósito de la existencia; las familias pueden permanecer unidas para siempre. Además, le dijeron que había una manera de llegar a saber que todas estas cosas son verdaderas, porque el Espíritu Santo lo confirma a los que lo preguntan a Dios con sinceridad.
El los escuchó y creyó en lo que le decían. Inmediatamente dejó sus vicios. Su esposa e hijos también respondieron y todos cambiaron. Estudiaron, oraron, se unieron a la Iglesia y comenzaron a vivir a la luz del Espíritu. El empezó a progresar en su trabajo y, como resultado, se le dieron nuevas oportunidades y ganó una mejor reputación.
Al final de su relato me declaró con fe, sin vergüenza, y sin vanidad:
«Me parezco al Señor en una cosa: mi especialidad es la misericordia.»
¡Mi especialidad es la misericordia!
No es posible estudiar detenidamente las Escrituras sin discernir que nuestro Padre Celestial y Jesucristo también tienen sus especialidades.
La especialidad del Padre es la misericordia.
En la época de Isaías, dio a los de Su pueblo consejos y advertencias estrictos. Entre otras cosas les dijo:
«Porque este pueblo es rebelde, hijos mentirosos, hijos que no quisieron oír la ley de Jehová; que dicen a los videntes: No veáis; y a los profetas: No nos profeticéis lo recto, decidnos cosas halagüeñas, profetizad mentiras.» (Isaías 30:9-10.)
Habló de la maldad y la iniquidad de ellos, de que lo rechazaban y confiaban en el poder y las posesiones terrenales. Mas, a pesar de todo esto, la Santa Escritura dice:
«Por tanto, Jehová esperará para tener piedad de vosotros, Y por tanto, será exaltado teniendo de vosotros misericordia.» (Isaías 30:18.)
¡El espera mostrarnos piedad! ¡El se deleita en ser misericordioso! Los profetas le llaman «Padre de misericordias» (2 Corintios 1:3), hablan de «su grande misericordia» (1 Pedro 1:3), y declaran que «el que se arrepienta, y no endurezca su corazón, tendrá derecho a la misericordia» (Alma 12:34). Alaban su «sabiduría, su misericordia y su gracia» (2 Nefi 9:8). Y como punto culminante de todo esto se encuentra el testimonio de que Dios el Padre «se deleita en misericordia» (Miqueas 7:18).
La especialidad del Padre es la misericordia.
La especialidad del Salvador es la misericordia.
El habló al mundo las cosas que oyó de su Padre: «según me enseñó el Padre, así hablo» (Juan 8:26, 28).
Las Escrituras enseñan que en su vida mortal, Jesús pudo «compadecerse de nuestras debilidades . . . » (Hebreos 4:15).
«Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote.» (Hebreos 2:17.)
El comprende, El tiene compasión. A El no lo comprendieron, lo rechazaron, se sintió profundamente solo, fue pobre, no tuvo dónde recostar la cabeza y padeció indescriptibles aflicciones.
El nos comprende; puede perdonarnos y otorgarnos paz.
La especialidad del Salvador es la misericordia.
Y El nos ha mandado que también nosotros seamos especialistas en misericordia:
«Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso.» (Lucas 6:36.)
Por medio de Miqueas se nos enseña cuál es el deber del hombre: caminar humildemente con Dios, tratar con justicia al prójimo, y «amar la misericordia» (Miqueas 6:8).
En la parábola de los dos hombres que fueron a orar al templo, se explica la necesidad que tenemos de la misericordia, y las condiciones de ésta. Uno se vanaglorió de sus virtudes y perfección. El otro, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador». El Señor declaró que este hombre sincero y modesto «descendió a su casa justificado antes que el otro». (Lucas 18:13-14.)
En la parábola del buen samaritano que cuidó del hombre herido que yacía al lado del camino, Jesucristo enseñó el significado de la misericordia. En el relato, habla de los dos hombres que pasaron sin ayudar al hombre herido, y del que se paró a socorrerlo. Al final de la parábola, Jesús preguntó: «¿Quién, pues, de estos hombres. . .fue el prójimo» del herido? Y él mismo contestó: «El que usó de misericordia con él» (Lucas 10:37).
Por lo tanto, en la misericordia que el hombre ha de manifestar debe reflejarse la misericordia de Dios.
El salmista clamó:
«Ten misericordia de mí, oh Jehová, porque estoy en angustia.» (Salmo 31:9.)
Todos tenemos angustias. «No hay hombre justo en la tierra que haga el bien y nunca peque.» (Eclesiastés 7:20.)
En la más personal de sus parábolas, el Salvador se identificó por entero con el hambriento, el sediento, el desnudo, el forastero, el enfermo y el prisionero: «Tuve hambre, y me disteis de comer . . . fui forastero, y me recogisteis» (Mateo 25:35). Son tantos los que sufren problemas, las consecuencias del pecado, la pobreza, el dolor, las incapacidades físicas, la soledad, la pena y el rechazo. La promesa de la misericordia de Cristo es cierta y segura para los que lo encuentran y confían en El. El que calmó los vientos y las olas también puede infundir paz al pecador y al que sufre. Nosotros, como sus representantes, no estamos aquí solamente para declarar su palabra, sino también para hacer en su lugar lo que El haría por sus hermanos si estuviera en la tierra.
En un campo de refugiados en Asia, conocimos a una joven maestra de escuela que había escapado con su madre de su país de origen, después de presenciar el brutal asesinato de algunos de sus familiares.
Ella misma había sido brutalmente violada, sufrimiento que la llevó al punto de jurar que nunca más pronunciaría palabra alguna en este mundo tan corrompido. Esa fue su protesta en contra de la maldad que ella e innumerables otras personas habían tenido que soportar. Durante más de cinco años no volvió a hablar. Entonces, un día, conoció a algunas de las representantes de nuestra Iglesia, que a diario hacen milagros de amor en diversos campos de refugiados. Estas abnegadas jóvenes que nos representan allí no tenían los conocimientos médicos ni la experiencia profesional para tratar la mente enferma, pero oraron por ella, la tomaron de la mano, le hablaron con cariño, ¡y ella les contestó! Por primera vez en cinco años, habló y ha seguido haciéndolo. El Espíritu de Aquel que dijo: «Calla, enmudece» (Marcos 4:39) llegó hasta ella por medio de esos fieles instrumentos, tocó el centro mismo de la tormenta de esa alma torturada, pacificó el viento y las olas del tormento, y le dio nuevamente fe y esperanza.
Ruego que todos podamos ser dignos de llevar el mismo estandarte que lleva nuestro amado hermano en la fe, quien encontró el camino hacia la misericordia y que ejemplifica con su modo de vida sus propias y humildes palabras: «Mi especialidad es la misericordia».
«Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.» (Hebreos 4:16.)
Lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.

























Se sin ninguna duda que Dios es nuestro padre en los cielos y gracias a su infinito amor nos dio a su hijo JESUCRISTO para que tomará sobre él mis pecados, mis dolores, mis aflicciones, esta es la demostración de amor y misericordia hacia todos nosotros.
Gracias al Salvador he aprendido que puedo arrepentirme de mis pecados y volver a Dios, gracias a la infinita misericordia de él y su hijo.
Este es mi testimonio he venido a la tierra para ser feliz con mi familia al seguir el Plan de mi padre celestial. Comparto estas palabras en el nombre de Jesucristo Amen.
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