Conferencia General Abril 1982
La verdadera grandeza
por el élder Howard W. Hunter
del Consejo de los Doce
Hay algunas personas que no están satisfechas con su vida; han querido alcanzar cierta medida de grandeza pero sienten que han fallado en algún aspecto fundamental. Nosotros nos preocupamos por aquellos que han trabajado arduamente y que han vivido con rectitud pero piensan que han fallado, porque no han alcanzado lo mismo que otros en el mundo o en la Iglesia.
Quizás debiéramos considerar lo que hace que una persona sea admirable.
Vivimos en un mundo que parece adorar su propia clase de «grandeza». Es cierto que los «héroes» no permanecen durante mucho tiempo en la mente del público; sin embargo, día a día aparecen nuevos campeones y triunfadores. Permanentemente escuchamos de los triunfos de atletas; de científicos que inventan maravillosos nuevos aparatos, máquinas y maneras de hacer más fácilmente las cosas; de médicos que encuentran nuevas formas de salvar vidas. Constantemente nos enteramos de músicos con talentos excepcionales, y artistas, arquitectos y constructores igualmente capacitados. Las revistas, las carteleras y la televisión nos bombardean con fotografías de personas con dientes perfectos y facciones impecables, vestidas con ropas suntuosas y haciendo aquello que según parece, hacen las personas que han obtenido el éxito.
Por motivo de que constantemente nos vemos expuestos a la definición mundana de los términos «éxito» y «grandeza», es comprensible que nos encontremos frecuentemente haciendo comparaciones entre lo que somos y lo que otros son o parecen ser, y también entre lo que tenemos y lo que los demás tienen. Aunque es cierto que hacer comparaciones puede ser beneficioso y motivarnos a lograr, muchas cosas buenas y a mejorar nuestra vida, muchas veces hacemos algunas que son injustas e impropias y dejamos que éstas destruyan nuestra felicidad al hacernos sentir frustrados, deficientes y fracasados. Algunas veces, por causa de estos sentimientos, nos vemos arrastrados al error y hacemos hincapié en nuestras faltas, al mismo tiempo que pasamos por alto los aspectos de nuestra vida que pueden tener verdaderos rasgos de grandeza.
En un editorial escrito por el presidente Joseph F. Smith en 1905, él hizo esta profunda declaración acerca de lo que es la verdadera grandeza: «Algunos hechos que llamamos extraordinarios, notables, o poco usuales pueden hacer historia, pero no hacen la vida real.
«Al fin y al cabo, el hacer bien las cosas que Dios dispuso que fuesen la suerte común de todo el género humano constituye la grandeza más auténtica. Lograr el éxito como padre o como madre es superior a lograr el éxito como general o estadista.» (Doctrina del Evangelio, pág. 279.)
Ante esta declaración nos preguntamos cuáles son las cosas «que Dios dispuso que fuesen la suerte común de todo el género humano.» Ciertamente incluyen todo aquello que debemos hacer para ser buenos padres, pero, para generalizar, también se trata de los miles de hechos y labores de servicio y sacrificio que constituyen el dar o perder nuestra vida por nuestros semejantes y por el Señor.
Incluye también la obtención de un conocimiento de nuestro Padre Celestial y su Evangelio y llevar a otras personas a la fe y hermandad de su reino, éstos son hechos que generalmente no reciben la atención ni la adulación del mundo.
Para explicar un poco la declaración del presidente Smith y ser más específicos, podríamos decir: El tener éxito como presidenta de la Primaria, líder de los Scouts, o maestra de Vida Espiritual; o como buena vecina, o amiga que sabe escuchar, es en realidad tener verdadera grandeza. El dar lo mejor de sí mismo para resolver los conflictos comunes de la vida, v aun los fracasos, y continuar adelante soportando y perseverando en las dificultades interminables que se nos presentan cuando esos conflictos y deberes contribuyen al progreso y la felicidad de otras personas y a la salvación eterna de nosotros mismos, eso es tener verdadera grandeza.
Ciertamente no tenemos que buscar mucho para ver a los silenciosos «héroes» de la vida diaria. Estoy hablando de aquellos que todos conocemos, aquellos que calladamente y con constancia hacen lo que deben hacer. Estoy hablando de aquellos que siempre están dispuestos a hacer su parte y a ayudar. Me refiero al valor extraordinario de la madre que, hora tras hora, día y noche, permanece a la cabecera de un hijo enfermo; o al inválido que lucha y sufre sin quejarse. También me refiero a aquellos que siempre están dispuestos a donar sangre o a trabajar voluntariamente con los Scouts. Estoy pensando en aquellas mujeres que no son madres, pero que se ocupan del cuidado y la educación de los niños del mundo. Me refiero también a todos los que siempre están disponibles para brindar a los demás su amor y su consuelo.
También estoy hablando de los maestros, de las enfermeras, de los agricultores y de todos aquellos que hacen buenas obras en el mundo, que instruyen, alimentan y visten, pero que también hacen el trabajo del Señor; a aquellos que elevan y aman. Estoy hablando de los que son honrados, bondadosos y trabajadores durante sus labores diarias, pero que también son siervos del Maestro y pastores de Sus ovejas.
Ahora bien, no quiero con esto pasar por alto los muchos y grandes logros del mundo que nos han brindado tantas oportunidades y nos proporcionan cultura, dan emoción y orden a nuestra vida. Solamente sugiero que tratemos de concentrarnos en aquellas cosas de la vida que nos reportarán mayor grandeza. Recordaréis que el Salvador dijo: «El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo» (Mateo 23:11).
Escuchad las palabras del presidente Joseph F. Smith a medida que continúa aconsejándonos para ayudarnos a poner en la perspectiva correcta los logros y los triunfos que nos llevan al éxito y al reconocimiento mundano. Fijaos que se refiere a los logros del mundo, es decir, a aquellos que nos traerán fama y fortuna mundana, como «secundarios». El dijo:
«Es cierto que esta grandeza secundaria puede sumarse a lo que designamos común; pero cuando dicha grandeza secundaria no se agrega a lo que es fundamental, es meramente un honor sin sustancia y se desvanece del bien común y universal en la vida, aun cuando logre ocupar un lugar en… las páginas de la historia.» (Juvenile Instructor, pág. 752.)
Con esta definición de la verdadera grandeza, ¿qué podemos hacer para lograrla? El Señor ha dicho: «… de las cosas pequeñas proceden las grandes» (D. y C. 64:33). Cada uno de nosotros ha visto cómo las personas se enriquecen y obtienen éxito casi instantáneamente: podría decirse que de la noche a la mañana. Pero yo creo que aunque algunos logran esta clase de éxito sin luchar por mucho tiempo, no existe tal cosa como la grandeza instantánea. El logro de la verdadera grandeza es un proceso a largo plazo; puede que tengamos derrotas de vez en cuando y el resultado final no sea claramente visible, pero parece que siempre requiere pasos regulares, constantes, pequeños, y a veces ordinarios y mundanos, durante un período muy largo.
La verdadera grandeza no es nunca el resultado de un acontecimiento casual, ni es un esfuerzo o un logro que se alcanza fácilmente. Requiere que desarrollemos nuestro carácter, que diariamente tomemos una multitud de decisiones correctas eligiendo entre el bien y el mal, tal como el élder Boyd K. Packer mencionó cuando dijo:
«A lo largo de los años estas pequeñas decisiones formarán una unidad y darán muestras claras de cuáles son las cosas que valoramos». («La decisión más importante», Liahona, feb. de 1981, pág. 39.) Esas decisiones mostrarán también claramente lo que somos.
A medida que evaluemos nuestra vida, es importante que veamos no solamente nuestros logros, sino también las condiciones bajo las cuales hemos trabajado. Todos somos personas únicas y diferentes; todos hemos empezado en distintos puntos de la carrera de la vida; todos tenemos una mezcla única de talentos y habilidades; y todos tenemos nuestros propios desafíos y compulsiones con que luchar.
Por lo tanto, la manera en que nos juzgamos y evaluamos nuestros logros no debería incluir solamente el tamaño, la magnitud, y la cantidad de los mismos, sino también las condiciones existentes y la manera en que nuestros esfuerzos afectaron a otras personas.
Es este último aspecto de nuestra autoevaluación -la manera en que nuestra vida afecta la vida de otras personas- lo que nos ayudará a comprender por qué debemos valorizar altamente algunas de las tareas ordinarias y comunes de la vida. Frecuentemente, éstas tienen un efecto positivo más grande en la vida de otras personas que las acciones que el mundo relaciona con la grandeza.
Me parece que la clase de grandeza que nuestro Padre Celestial quiere que busquemos está al alcance de todos los que tengan el evangelio consigo. Tenemos, un número ilimitado de oportunidades para llevar a cabo esos hechos sencillos y menos importantes que a la larga nos hacen grandes.
A aquellos que han dedicado su vida al servicio y al sacrificio por sus semejantes y por el Señor, el mejor consejo que puedo darles es simplemente que lo sigan haciendo.
A aquellos que están haciendo el trabajo común del mundo y se preguntan dónde estará el valor (le sus logros, a los que llevan sobre sus hombros el trabajo más pesado en esta Iglesia y promueven la obra del Señor en tantas formas silenciosas pero significativas; a los que son «la sal de la tierra» y la fortaleza del mundo y la espina dorsal de cada nación; a vosotros, simplemente quiero expresamos nuestra admiración. Si perseveráis hasta el fin, y si sois valientes el en el testimonio de Jesús, alcanzaréis la verdadera grandeza y viviréis en la presencia de nuestro Padre Celestial.
Como el presidente Joseph F. Smith ha dicho: «No intentemos substituir una vida verdadera por la vida artificial». (Ibid.) Recordemos que «de las cosas pequeñas proceden las grandes».
Recordemos también que el hacer aquello que «Dios dispuso que fuese la suerte común de todo el género humano», y que es importante y necesario, aunque el mundo lo vea como insignificante y sin importancia, nos llevará a alcanzar algún día la verdadera grandeza.
Es mi oración que nunca nos sintamos desalentados al hacer aquellas tareas que el Señor dispuso que experimentáramos todos sus hijos. En el nombre de Jesucristo. Amén.

























HUMILDAD y el amor puro de cristo llamado CARIDAD , son dos palabras que nos hacen sentir realmente grandes.
Me gustaMe gusta