Conferencia General Abril 1982
Los lazos familiares se fortalecen con amor
por el élder F. Enzio Busche
del Primer Quórum de los Setenta
No ha habido otra época en la historia de la humanidad en que el matrimonio y la institución familiar se hayan encontrado en la situación de peligro en que se hallan en esta generación. Todas aquellas condiciones que en el pasado hacían de la vida familiar la forma más natural de que las personas vivieran juntas han cambiado en el espacio de setenta años.
Hace apenas un poco más de una generación, todos los miembros de la familia debían trabajar durante muchas horas del día para proveerse de un humilde sustento. Al terminar las tareas del día, se les encontraba a todos juntos en derredor del fuego del hogar y disfrutando de la compañía mutua, cantando, y compartiendo experiencias personales. Esta era la forma más natural en que la familia recibía educación y entretenimiento, y era casi el ambiente perfecto para una vida familiar armoniosa.
Las influencias que recibimos en la actualidad por medio de la radio, la televisión v los materiales impresos, junto con los otros numerosos inventos modernos, han cambiado drásticamente la estructura básica de las tradiciones familiares.
En esta época de tantos desafíos para el matrimonio y la familia, el Señor ha restaurado, por medio de sus profetas modernos, el convenio eterno y sagrado entre los esposos, y nos ha exhortado a que seamos conscientes del verdadero propósito de la familia. La calidad de irrevocable de este convenio lo convirtió en el centro de las verdades del evangelio que se revelaron en los últimos días, y esto se puede notar en las palabras del profeta David 0. McKay, que dijo: «Ningún éxito en la vida puede compensar el fracaso en el hogar» (Conference Report, abril de 1964, pág. -a). Es evidente que en la actualidad no podemos basar nuestro matrimonio en tradiciones y principios que se usaron en el pasado sin aumentar, perfeccionar v aplicar el poder que el Señor nos ha dado en uno de sus más grandes mandamientos, el de amarnos los unos a los otros.
Aún ahora, después de casi 2000 años, los hombres del mundo rehusan aceptar las palabras del Salvador que se encuentran en Mateo:
«Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, aborrecerás a tu enemigo.
«Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen. (Mateo 5:43~44.)
Este amor que Cristo nos está enseñando no es el amor que conoce el mundo. No significa que debemos amar solamente a aquellos que son buenos, que se comportan de manera correcta, a los que poseen poder e influencia. Nuestro Padre Celestial, por intermedio de sus profetas modernos, nos pide que tratemos de obtener el amor de Dios, el cual es un poder que no puede ser influenciado por las circunstancias externas a que estamos expuestos. Este amor de Dios, según el profeta Nefi, en el Libro de Mormón, debe adquiriese v es 46 más deseable que todas las cosas» (1 Nefi 11:22).
Sin embargo, el rey Benjamín, otro de los grandes líderes en el Libro de Mormón, nos enseña que este amor de Dios no ha de permanecer con nosotros mientras nos conservemos en nuestro estado natural, «porque el hombre natural es enemigo de Dios» (Mosíah 3:19). Nosotros debemos sobreponernos a este hombre natural -este «enemigo de Dios»- nuestro ser natural. De acuerdo con el rey Benjamín, debemos aprender a escuchas, la guía del Espíritu Santo v hacer, literalmente, un convenio con Dios, aceptando la expiación del Salvador y volviéndonos como un niño: «Sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor y dispuesto a someterse a cuanto el Señor juzgue conveniente imponer sobre él, tal como un niño se sujeta a su padre» (Mosíah 3:19).
¡Qué mensaje tan poderoso, cuán grande la responsabilidad que pone sobre nosotros! Tenemos la obligación de consagrar nuestros esfuerzos nuevamente cada día, y concentrar nuestra vida en éste, el mandamiento clave de Dios a sus hijos.
«Pero la caridad es el amor puro de Cristo, y permanece para siempre; y a quien la posea en el postrer día, le irá bien.
«Por consiguiente, amados hermanos míos, pedid al Padre con toda la energía de vuestros corazones, que seáis llenos de este amor que él ha otorgado a todos los que son discípulos verdaderos de su Hijo, Jesucristo; que lleguéis a ser hijos de Dios. (Moroni 7:4748.)
Nuestro Padre Celestial desea que nos llenemos de este amor, un amor que es incondicional. Una vez que estamos llenos de él, estaremos preparados para llevar sobre nuestros hombros la cruz de nuestra vida diaria, y con humildad aprender a seguir sus pasos, como dijo el Salvador:
«Y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí.
«El que halla su vida la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará.» (Mateo 10:38-39.)
El matrimonio que sea edificado sobre una base de amor incondicional, dentro de los convenios y promesas hechas para la eternidad, no ha de incluir a dos entes individuales, separados pero viviendo juntos, como podemos observar en la sociedad hoy en día. En el matrimonio que se edifica sobre la piedra fundamental de un amor incondicional, que es el amor de Dios, la idea del divorcio es inconcebible, aun las cortas separaciones producen dolor. Separación y divorcio son indicaciones de debilidad de carácter y, algunas veces hasta de iniquidad.
Las instrucciones del Señor son explícitas en cuanto a la santidad del convenio del matrimonio. Podemos leer en Mateo lo que el Salvador les dijo a los fariseos cuando éstos le interrogaron en cuanto al matrimonio:
«¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?
«El, respondiendo, les dijo: ¿No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo,
«y dijo: Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne.»
«Así que no son más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre.
«dijeron: ¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio, y repudiarla?
«El les dijo: ‘Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así.» (Mateo 19:3-8.)
La única forma en que no hemos de sufrir por causa de la dureza de nuestro corazón, como lo explica Cristo, es incrementar dentro de nosotros mismos el poder del amor, y pedir literalmente a nuestro Padre Celestial que nos otorgue el don del amor, santificarnos por medio de la expiación de Cristo, el Señor, y llegar a ser como niños en humildad, para que podamos llenarnos de ese amor incondicional; y así, con ese amor, podremos tener el Espíritu, y con el Espíritu seremos guiados para enfrentar los problemas que nos presenta la vida.
Sabemos que nosotros, con nuestros cuerpos imperfectos y en nuestros esfuerzos por lograr la perfección, nos vemos confrontados con situaciones en las que miembros de nuestra propia familia, y aun nuestros cónyuges, se comportan como nuestros enemigos. Es entonces cuando se requiere y se prueba la fuerza de nuestro amor, porque aquellas personas que menos lo merecen son a veces las que más lo necesitan.
Para concluir, desearía compartir con vosotros una experiencia personal. En una ocasión en que las circunstancias hicieron necesario que yo me encontrara en mi hogar una hora fuera de lo normal, pude oír a mi hijo de 11 años, que en ese momento llegaba de la escuela, dirigiéndose a su hermana menor con palabras poco halagadoras. Estas palabras me ofendieron, y nunca pensé que las oiría de un hijo mío. En mi enojo, mi reacción natural fue levantarme de la silla y darle unos azotes. Para poder ir a donde él estaba, tenía que cruzar el cuarto v abrir la puerta. Recuerdo que en esos segundos que me llevó atravesar la corta distancia, oré fervorosamente a mi Padre Celestial para que me ayudara a resolver aquella situación en una forma adecuada. En ese momento una gran calma me sobrevino y dejé de sentirme enojado.
Mi hijo, sorprendido al verme en casa, se mostró atemorizado cuando me le acerqué. Sorprendiéndome yo mismo, me oí decirle: «¡Bienvenido a casa, hijo!», y lo abracé. Lo invité a sentarse junto a mí en la sala para que pudiéramos tener una pequeña conversación. Le expresé mi amor y hablamos de las batallas que cada uno de nosotros debe enfrentar a diario. Cuando yo le estaba manifestando la confianza que le tenía, él comenzó a llorar, me confesó sus debilidades y se sintió sumamente culpable. Me correspondió a mí entonces poner sus sentimientos de culpabilidad en un plano adecuado y ofrecerle mi apoyo y consuelo. Un hermoso espíritu se apoderó de nosotros y terminamos llorando, abrazados como sólo un padre y un hijo se pueden abrazar. Lo que pudo haber sido un desagradable confrontación entre padre e hijo se convirtió, por medio del poder de ese amor al cual me he estado refiriendo, en una de las más hermosas experiencias que hemos tenido.
Hermanos y hermanas, yo sé que Dios vive, que ésta es su Iglesia, que en estos últimos días debemos estar advertidos y preparados, y Yo os testifico que si no aplicamos el amor de Dios como El nos ha mandado que lo hagamos, nuestro matrimonio no ha de ser seguro, nuestros lazos familiares serán débiles, y nuestra salvación se verá amenazada. Os dejo este testimonio en el nombre de Jesucristo. Amén.
























