El sacramento de la santa cena

Conferencia General Abril 1983logo pdf
El Sacramento de la Santa Cena
élder David B. Haight
del Quórum de los Doce Apóstoles

David B. Haight“Durante la semana nuestra conducta debe reflejar la renovación espiritual que experimentamos.”

Ojalá todos pudieran crecer en un pueblo chico. Yo tengo tantos recuerdos felices de mi niñez y adolescencia. En aquellas deliciosas noches de invierno o de verano nosotros mismos inventábamos nuestros entretenimientos. Eran días maravillosos.

El edificio más importante de nuestro pueblo, aparte del de la escuela, era la capilla, la cual tenía una impresionante plataforma de dos niveles. Esta era bastante grande, y en el primer nivel estaba la mesa para el secretario en un extremo y el piano en el otro; exactamente en el centro se encontraba la mesa para la Santa Cena. El nivel superior tenía el púlpito, con su cubierta de terciopelo rojo y sillas con asientos de la misma tela y bellos tallados, que eran para el obispado y autoridades visitantes. En la pared opuesta había dos hermosos cuadros, uno del Templo de Kirtland y otro del de Salt Lake. Todos los asistentes teníamos una clara perspectiva del púlpito y, por supuesto, de la mesa sacramental.

Las reuniones sacramentales eran ocasiones muy especiales. El Señor nos ha enseñado:

«Conviene que la iglesia se reúna a menudo para tomar el pan y el vino en memoria del Señor Jesús.» (D. y C. 20:75. )

Los que teníamos el Sacerdocio Aarónico sabíamos que era especial. Estábamos bien capacitados, y sabíamos todo lo que debíamos hacer. En nuestro hogar y en las reuniones del quórum se nos enseñaba que era un alto honor el que teníamos al poseer el Sacerdocio de Dios, el que nos permitía obrar en sagradas ordenanzas del evangelio.

Recuerdo vívidamente cómo admirábamos los diáconos a los dos presbíteros sentados en el primer nivel de la plataforma, que pronunciaban la oración del Sacramento de la Cena del Señor. Todos los que estaban allí podían verlos, y estoy seguro de que ellos sentían la importancia de la ocasión. Estaban pulcramente vestidos con su mejor ropa, y se hallaban bien preparados.

Los del obispado, sentados en sus sillas, quedaban por encima del nivel de los presbíteros. Todos podíamos verlos, y éstos actuaban y tenían el mismo aspecto de dignidad del obispado. Los diáconos y los maestros nos sentábamos en la primera fila, listos para repartir la Santa Cena. Recuerdo lo brillantes que estaban las bandejas del pan, y las copas para el agua refulgían. Todo lo que había en la mesa, incluyendo la mantelería, estaba inmaculado y listo.

Se esperaba que todos cantáramos el himno sacramental, y así lo hacíamos. No sólo se enseñaba a los niños a ser reverentes, sino también a memorizar algo de los himnos sacramentales más conocidos. Todavía puedo ver a la hermana Jack, la directora de música, parada a plena vista entre la mesa sacramental y el piano, que recorría con los ojos la congregación para ver si todos teníamos un himnario y estábamos listos para cantar. Ella se fijaba especialmente en que los jóvenes del Sacerdocio Aarónico tuviéramos libros; y todos cantábamos. En la niñez aprendíamos que para sentir el Espíritu debíamos cambiar nuestros sentimientos y estar en armonía con el sagrado momento, lo que requería que cantáramos el himno sacramental. Al pronunciar las palabras, nuestras almas estaban mejor preparadas para comprender esta ordenanza sagrada.

En la Ultima Cena, los primeros Apóstoles se unieron con el Salvador para cantar. Dice Mateo:

«Y cuando hubieron cantado el himno, salieron al monte de los Olivos.» (Mateo 26:30.)

Y en las reuniones sacramentales nosotros cantábamos:

Mansos, reverentes,
hoy inclinaos ante mí;
redimidos, recordad,
que os di la libertad.

Y mi sangre derramé,
vuestra salvación gané;
con mi cuerpo que murió,
vida doy a todos yo.

Ved en este pan, de mí
un emblema que os di,
y el agua que toméis,
de mi sangre signo es.

Lo que hice recordad,
para daros libertad;
en la cruz yo padecí,
muerte para vos sufrí.

Esas palabras quedaban grabadas en nuestra mente porque habían salido de nuestra boca. Al unirnos en expresiones celestiales con una melodía celestial, tenemos pensamientos celestiales.

Después de cantar el himno, los presbíteros se arrodillaban en un banquito forrado de terciopelo rojo para bendecir el pan y el agua. No teníamos tarjetas impresas, pero si era necesario, se abría Doctrina y Convenios en la sección veinte; tampoco había micrófonos ni altavoces. Se enseñaba a los presbíteros a pronunciar bien, despacio y claramente a fin de que todos pudieran oí r y entender las palabras de esta sagrada oración, cada una de las cuales nos había dado el Señor mismo.

Los asesores de nuestro quórum nos enseñaban sobre el carácter sagrado de esta ordenanza-que nuestros pensamientos debían estar puestos en el Señor, en su sacrificio por nosotros, y la importancia de nuestra apariencia-, y la silenciosa oportunidad que teníamos de tomar la resolución de obedecer mejor todos los mandamientos. Observábamos atentamente a los presbíteros oficiar en aquel sagrado procedimiento, algo similar al de la Ultima Cena, y los oíamos repetir la bendición, recibida por revelación divina, sobre el pan y el agua en memoria del cuerpo y la sangre de nuestro Salvador.

Al dirigirse públicamente a nuestro eterno Padre Celestial, el presbítero puede, si está en armonía con el Espíritu, visualizar en su mente a un amoroso Padre que escucha su humilde súplica.

«Oh Dios, Padre Eterno, en el nombre de Jesucristo, tu Hijo, te pedimos que bendigas y santifiques este pan para las almas de todos los que participen de él, para que lo coman en memoria del cuerpo de tu Hijo, y testifiquen ante ti, oh Dios, Padre Eterno, que están dispuestos a tomar sobre sí el nombre de tu Hijo, y a recordarle siempre, y a guardar sus mandamientos que él les ha dado, para que siempre puedan tener su Espíritu consigo.» (D. y C. 20:77.)

Me gustaría que los jovencitos del Sacerdocio Aarónico en toda la Iglesia tuvieran la oportunidad que hemos tenido nosotros en el templo de escuchar al élder Howard W. Hunter bendiciendo la Santa Cena. El es un testigo especial de Cristo. Al oírlo pedir a nuestro Padre Celestial que bendiga el sacramento, he sentido la profunda espiritualidad de su alma. Cada una de las palabras era clara y significativa; no estaba apurado por terminar. El era el portavoz de los Apóstoles para hablar con nuestro Padre en los cielos.

Cada una de las palabras de esa oración es vital. Todos deben oírlas claramente y reflexionar sobre el convenio que acaban de hacer y sobre su propia dignidad. Según está registrado por los escritores evangélicos, la ordenanza de la Cena del Señor fue instituida por el Salvador mismo. El élder James E. Talmage comenta:

«Estando Jesús sentado todavía en la mesa con los Doce, tomó una pieza de pan y, habiendo reverentemente dado gracias, la santificó con una bendición y dio una porción a cada uno de los apóstoles, diciendo: ‘Tomad, comed; esto es mi cuerpo’. . . Entonces, tomando una copa de vino, dio gracias, lo bendijo y dio a ellos con este mandamiento: ‘Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los

pecados.’ . . . En esta manera, sencilla pero impresionante, se instituyó la ordenanza que desde entonces se conoce como el Sacramento de la Cena del Señor. El pan y el vino, debidamente consagrados mediante la oración, llegan a ser los emblemas del cuerpo y la sangre del Señor, los cuales se han de comer y beber reverentemente, y en memoria de El.» (Jesús el Cristo, pág. 628.)

El Salvador enseñó más tarde a los nefitas esta sagrada ordenanza en el hemisferio occidental. Dice el registro que después de enseñarles y sanar a sus enfermos . . .

«. . . Jesús mandó a sus discípulos que le llevasen pan y vino.
«. . . tomó el pan y lo partió y lo bendijo; y dio a los discípulos y les mandó que comiesen.
«Y cuando hubieron comido . . . mandó que dieran a la multitud.» Y luego instruyó:
«Y darlo a los de mi iglesia, a todos los que crean y se bauticen en mi nombre.
«Y siempre procuraréis hacer esto, tal como yo he hecho, así como he partido pan y lo he bendecido y os lo he dado.
«Y siempre haréis esto por todos los que se arrepientan y se bauticen en mi nombre; y lo haréis en memoria de mi sangre, que he vertido por vosotros, para que podáis testificar al Padre de que siempre os acordáis de mí. Y si os acordáis siempre de mí tendréis mi Espíritu para que esté con vosotros.
«Y os doy el mandamiento de que hagáis estas cosas. Y si hacéis siempre estas cosas, benditos sois, porque estáis edificados sobre mi roca.» (3 Nefi 18:1, 3-6, 11-12.)

La participación semanal del Sacramento de la Cena del Señor es una de las ordenanzas más sagradas de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, y es una indicación más de Su amor por todos nosotros. Hay principios inherentes a  la participación de la Santa Cena, son fundamentales para el progreso y la exaltación del hombre en el reino de Dios y para la formación de nuestro carácter espiritual. Durante la semana, nuestra conducta debe reflejar la renovación espiritual que experimentamos y los compromisos que hacemos con el Señor al tomar la Santa Cena. Quizás no reconozcamos el profundo significado espiritual que  esta ordenanza tiene para nosotros. ¿Es posible que una actitud indiferente y rutinaria en esta sagrada ocasión pueda ser un impedimento a nuestro progreso espiritual?

De domingo a domingo, a todos nos remuerden palabras, acciones o pensamientos que quisiéramos borrar de nuestra alma. Quizás nos hayamos equivocado con alguien o lastimado a  otra persona, o, si tenemos malos sentimientos, debemos arrepentirnos, pedir perdón a quien hayamos herido o contra quien hayamos pecado, y luego, humildemente y con espíritu contrito, prepararnos para ser dignos de tomar la Santa Cena. Si nuestro arrepentimiento es sincero, recibiremos el perdón y se aliviará la carga de nuestra alma. Todos nos hemos sentido así.

Por revelación el Señor nos ha dicho:

«Y los miembros manifestarán ante la iglesia, así como ante los élderes, por su comportamiento y conversación según Dios, que son dignos de ello, andando en santidad delante del Señor . . .» (D. y C. 20:69.)

«No permitiréis que ninguno a sabiendas participe indignamente de mi carne y de mi sangre . . .» (3 Nefi 18:28.) El élder Melvin J. Ballard escribió hace algunos años: «Soy testigo de que en la administración de la Santa Cena hay presente un Espíritu que entibia el alma de pies a cabeza; se siente que las heridas del espíritu se cicatrizan la carga se levanta. Todo aquel que es digno y tiene un verdadero deseo de participar de este alimento espiritual recibe consuelo y contentamiento.» (Crusader for Righteousness, págs. 132-133.) Durante la administración de la Santa Cena, tenemos la oportunidad de pensar en los preciosos dones que están a nuestro alcance gracias al sacrificio del Salvador por nosotros, puesto que pedimos a Dios que bendiga y santifique el pan y el agua para que los que participen lo hagan en memoria de su Hijo. (D. y C. 20:77-79.) Una vez por semana, durante poco más de una hora, tenemos la oportunidad de asistir a la reunión sacramental y reflexionar sobre la vida del Salvador, recordar con profunda gratitud y reverencia su pureza, bondad y amor, y meditar sobre el gran sacrificio expiatorio; de participar del pan, símbolo de su cuerpo herido, y beber de la copa, símbolo de su sangre derramada en la cruz. El Salvador enseñó a los nefitas: «Vine al mundo a cumplir la voluntad de mi Padre, porque mi Padre me envió. «Y mi Padre me envió para que fuese levantado sobre la cruz; y . . . pudiese atraer a mí mismo a todos los hombres . . .» (3 Nefi 27:13-14.) Al participar de la Santa Cena y reflexionar sobre el sacrificio que El hizo por la humanidad, hacemos el solemne compromiso de guardar los mandamientos que El nos ha dado, para que al hacerlo podamos tener siempre su Espíritu con nosotros. Tomando parte en esta ordenanza todos los domingos recibimos ánimo y fortaleza para obedecer los mandamientos y vivir recta, virtuosa y honestamente. Jesús mismo resumió todos los mandamientos en esta forma:

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.» (Lucas 10:27.)

Este es el compromiso que tiene toda persona que toma la Santa Cena. Vivir los mandamientos de Dios nos obliga a una vida de hacer el bien: el bien a la sociedad y un servicio sincero a la humanidad; y la exclusión total del odio, la enemistad, la inmoralidad, el egoísmo, la ebriedad, los celos y la deshonestidad.

Ojalá podamos sentir el gozo de una asistencia regular a la reunión sacramental, y tener las bendiciones del progreso eterno por medio de una sumisión sincera, en espíritu y acción, a las palabras sagradas de la Santa Cena.

El profeta José Smith enseñó:

«La lectura de las experiencias de otros . . . jamás podrán darnos a nosotros un concepto comprensivo de nuestra condición y verdadera relación con Dios. El conocimiento de estas cosas tan sólo se puede obtener por la experiencia, mediante las ordenanzas que Dios ha establecido para ese propósito. Si por cinco minutos pudiéramos ver lo que hay en el cielo, aprenderíamos más que si leyésemos todo lo que jamás se ha escrito sobre el asunto.» (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 400.)

La Santa Cena es una ordenanza que nos permite tener una relación personal con Dios y que aumenta nuestro conocimiento y comprensión de El y su Hijo Unigénito.

Nuestra recompensa por cumplir los convenios y obligaciones en la ordenanza de la Santa Cena es tener la compañía del Santo Espíritu de Dios. El es la luz que lleva a la vida eterna. Las virtudes divinas relacionadas con la participación de la Cena del Señor son las de tener siempre presente lo que fue Su vida, amar al Señor con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerza, y esforzarnos por llevar a cabo su propósito fundamental: la vida eterna del hombre. Os expreso este humilde testimonio en el nombre de Jesucristo. Amén.

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