Conferencia General Octubre 1983
Las bendiciones del servicio misional
James M. Dunn
Barrio Valley View 11, Estaca Norte de Holladay, Utah
«Fuera cual fuera el número de sus conversos, no hay misionero que no haya influido para bien en la vida de muchas personas.»
Mis queridos hermanos, repitiendo una expresión que es muy común entre los jóvenes de hoy, diré que ésta es una experiencia «fantástica». Ruego que la influencia balsámica del Espíritu esté sobre mí, para que pueda expresamos lo que siento.
Cuando siendo joven salí en mi primera misión, no comprendía realmente lo que era la obra misional. Mi testimonio del evangelio era débil, pero tenía en que lo que hacía era lo correcto.
Al llegar a Montevideo, Uruguay, fui asignado a trabajar con el élder Wayne G. Scheiss, mi primer compañero mayor. Inmediatamente supe que se interesaba en mí. En los cortos tres meses que estuvimos juntos, me enseñó los principios fundamentales del Evangelio; me enseñó todo lo que pudo sobre las charlas y los rudimentos del idioma español; me colocó en el camino hacia un buen servicio misional y me ayudó a volver mi corazón hacia las cosas eternas.
El élder Scheiss me permitió bautizar a nuestro primer converso. Aunque Mario ya había recibido la mayoría de las charlas antes de llegar yo, mi compañero pensó que yo debía llevar a cabo la ordenanza. Estudié mucho para memorizar la oración bautismal en español, concentrándome en el acento a fin de que me entendieran en aquella sagrada ocasión. Jamás olvidaré el momento en que me encontré finalmente en la fuente bautismal de la Rama Deseret con Mario, levanté el brazo en escuadra y dije: «Habiendo sido comisionado por Jesucristo, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo…… (D. y C. 20:73.)
Había oído decir a personas que habían sido comisionadas para pintar un cuadro, o escribir algo para publicar, o servir como oficiales militares; pero cuando me di cuenta de que, como élder de la Iglesia de Jesucristo, yo había sido personalmente comisionado por el Salvador para bautizar en su nombre para la remisión de pecados, sentí que una ola de testimonio y orgullo y gratitud invadía mi alma. Y supe que estaba al servicio del más importante de todos los señores; supe que tenía la autoridad para efectuar aquel bautismo y que Mario había salido de las aguas limpio, y puro, y aceptable ante nuestro Padre Celestial. Siento gratitud hacia mi compañero por aquella experiencia, y también por su influencia en mi vida.
Veinte años después, al prepararme para salir en otra misión regular, recibí una llamada telefónica de mi compañero mayor, el élder Scheiss. No lo había visto ni había oído nada de él desde la misión, pero parece que él se había enterado de mi llamamiento y me llamaba de larga distancia para felicitarme y expresarme sus buenos deseos. Todavía estaba influyendo en mi vida.
En agosto de este año, los jóvenes del Sacerdocio Aarónico de nuestro barrio tuvieron la asignación de administrar la Santa Cena a los residentes de una casa para ancianos. Yo los acompañé, por si necesitaban ayuda. Naturalmente, no me necesitaron, pues todo estaba bien organizado. Pero yo tuve una experiencia inolvidable. El presidente de la rama de los ancianos fue a hablar conmigo al terminar la reunión, y me preguntó:
—¿Por casualidad es usted pariente de Billy E., Dunn?
Le contesté que sí, que era mi padre, y entonces me dijo:
—Su papá fue uno de mis compañeros preferidos en la misión; estuvimos juntos en la mesa directiva; yo era presidente de la Mutual y su padre estaba a cargo de la Escuela Dominical. Hablaba muy bien el idioma y hacía muchas traducciones. Recuerdo cuando el presidente Murphy nos mandó en un Ford A a recorrer la isla . . .
Y así siguió recordando y contándome algunas experiencias en el campo de la misión, con mi padre, en Hawai, hace cincuenta años. Por la forma en que hablaba, el brillo de sus ojos y su sonrisa, parecía que había pasado por esas experiencias apenas unos días atrás.
Las relaciones que se establecen entre los misioneros se cuentan entre las más selectas bendiciones que se reciben del servicio misional. La amistad y la influencia positiva de unos en los otros pueden ser eternas.
Tarde o temprano, -todo misionero aprende que el progreso y la felicidad se obtienen de diversas maneras; a veces, sobreponiéndose a la adversidad y las dificultades; otras, viendo a otros que se sobreponen. Es que las satisfacciones de la obra misional no son las mismas que se sienten al comer un trozo de pastel, jugar al fútbol o salir con los amigos.
Una de las grandes emociones que vive un misionero es la de desempeñar un papel importante para que el evangelio cambie la vida de una persona… o la de una familia. Ver que una madre desdichada o un padre confuso, o un joven perdido, encuentran el camino que conduce a la verdadera felicidad y, finalmente, a la vida eterna, es una experiencia preciosa de la obra misional.
Fuera cual fuera el número de sus conversos, no hay misionero que no haya influido para bien en la vida de muchas personas.
Con respecto a las dificultades que se encuentran, todo misionero os dirá, como yo lo afirmo, que, al esforzarse y ejercer la fe, se experimenta la sensación espiritual más extraordinaria: una ola de confianza, valor y poder para triunfar, una seguridad de que Dios está con él y que, con Dios a su lado, no puede fracasar, sea cual sea el problema o los resultados del mismo.
Personalmente, mientras prestaba servicio como misionero regular, he tenido más energías, más entusiasmo, mayor optimismo y confianza que al hacer cualquier otra cosa en mi vida. Particularmente con respecto a mi reciente asignación como presidente de misión, sabía que Dios me había mandado a hacer su obra y que su obra había de hacerse. También sabía que encontraría allí la generación más grandiosa de jóvenes en la historia del mundo para ayudarme y ayudarse unos a otros a alcanzar logros extraordinarios en el curso de nuestra misión. Recibía cada día con los brazos abiertos y atesoré las experiencias de cada uno de ellos.
Ya fuera como misionero o como presidente de misión, siempre me sentí orgulloso de mi llamamiento y asignación en la obra misional; nunca sentí bochorno ni tuve vacilación alguna en presentarme como misionero Santo de los Últimos Días. En realidad, el mayor honor que he recibido en mi vida ha sido el de que me hayan encontrado digno de representar al Señor en el servicio misional.
Los misioneros no solamente enseñan, sino que también aprenden mucho de los demás. Una de las cosas que aprendí siendo un joven misionero fue que el buen estado espiritual, así como el buen estado físico y mental, se logra pagando un precio en el que se incluye la abnegación.
Después de llegar a compañero mayor, conocí a Carlos García en Montevideo. Tenía alrededor de catorce años. Nos conocimos cuando él empezó a asistir a nuestras presentaciones de las charlas misionales en la casa de sus vecinos, los Carbajal. Carlos quería que enseñáramos también a su familia, y nos presentó a sus padres y a sus hermanos menores. Les enseñamos el evangelio. Trabajamos con ellos y, gracias al plan del evangelio, los vimos efectuar extraordinarios cambios en su vida y unirse a la Iglesia. Un día, al visitar a los García en su casa, notamos unas grandes letras rojas hechas en cartón y pegadas a la pared de la sala, que decían: «Y yo tercero», y nos preguntamos qué significarían.
Al preguntar a Carlos qué quería decir aquello, nos contestó:
—Eso quiere decir que Dios es primero, mi familia y mi prójimo son segundos; y yo soy tercero.
Nunca he olvidado esa enseñanza.
Los misioneros aprenden a sentir gozo al sacrificarse por otras personas y reciben inmensurable satisfacción al ser partícipes de su felicidad.
En mi más reciente misión, que cumplí con mi esposa, Penny, y nuestras seis hijas, experimentamos todas las bendiciones de la obra misional. Nuestro testimonio se fortaleció, nuestras relaciones familiares mejoraron, hicimos innumerables amigos, aprendimos a gustar de las nuevas costumbres, a hablar un nuevo idioma, y vimos parte del país más hermoso del mundo. Especialmente, aprendimos a amar y estimar a los misioneros colombianos.
Sé que lo mismo puede decirse de todos los misioneros que sirven en su país natal; son extraordinarios. Nuestros misioneros colombianos no sólo eran atractivos, encantadores e inteligentes, sino también dedicados, capaces y eficientes. Un magnífico misionero colombiano y su compañero, por sus dones y talentos especiales, bautizaron a cincuenta y dos personas en un mes. Otras catorce personas se convirtieron gracias a los esfuerzos de una hermana colombiana, aun antes de que hiciera un año de ser ella miembro de la Iglesia y recibir su llamamiento como misionera. Al regresar de la misión a su casa, no hubo celebraciones para estos jóvenes; unos no sabían dónde vivirían; a otros sus padres les habían dicho claramente que no volvieran al hogar después de la misión. Pero ellos sirvieron a Dios igual, con la fe en que El les proveería de lo necesario. Es imposible elogiarlos en forma adecuada. Mi único pesar con respecto a los misioneros colombianos es que no tuviéramos el triple de los que tuvimos.
A veces, al hablar de la misión o de la obra misional, algunos jóvenes rehuyen el tema porque piensan que no son dignos de ello. Pido a los jóvenes que recuerden que nadie los está señalando con el dedo. Los líderes del sacerdocio no están para juzgarlos ni criticarlos, sino para ayudarlos; especialmente, los asesores de los quórumes y el obispo. Si tenéis duda de ser dignos, podéis hablar con el asesor del quórum, o si es necesario, con el obispo, a fin de estableceros un curso para poner vuestra vida en orden con el Señor. ¡Qué bendición sería para vosotros, para nosotros, y para muchas personas más!
Una vez, al entrevistar a un joven misionero que acababa de llegar a Bogotá, él me dijo:
—Presidente, me imagino que ya habrá oído hablar de mí, y de todos los problemas que tuve antes de recibir el llamamiento para la misión.
Yo le respondí:
—No, élder, no he oído nada, y francamente, a menos que se trate de una seria transgresión moral, no quiero saber nada. Lo único que me importa, y creo que es lo único que le interesa al Señor, es lo que usted haga de ahora en adelante. Sé que ha sido llamado por Dios para servir en esta misión, y que puede ser un fuerte y eficiente emisario del Señor y su Evangelio. Ahora tiene aquí una verdadera oportunidad de demostrarle al Señor y a los demás quién es usted y lo que puede hacer.
Creo que a él le sorprendieron un poco mis palabras, y con éstas se terminó nuestra conversación. Aquel joven trabajó con entusiasmo y dinamismo en una de los lugares de la misión que se considerarían «difíciles». Enseñó, convirtió y bautizó. Fue líder de distrito y de zona, y al terminar la misión, se había ganado mi mayor respeto por la obra que había hecho y el hombre en el que se había convertido.
Sobre todos los beneficios y bendiciones que recibe un misionero en la obra misional, aquel que lleva al alma paz y consuelo incomparables es el testimonio que recibe, quizás no súbitamente, sino línea sobre línea. Ese es el testimonio que os expreso ahora como ex misionero: que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, el líder de toda la humanidad y modelo para el mundo. El es el Rey, el Consejero; es nuestro Amigo. El merece la más pura y profunda de las adoraciones y nuestros mejores esfuerzos. Como misioneros, anhelamos servirlo con todo nuestro corazón, alma, mente y fuerza (D. y C. 4:2). En el nombre de Jesucristo. Amén.
























