Venzamos a los Goliats en nuestra vida

Conferencia General Abril 1983
Venzamos a los Goliats en nuestra vida
por el Presidente Gordon B. Hinckley
Segundo Consejero en la Primera Presidencia

«Los elementos como la cerveza, los licores, el tabaco, las drogas y la pornografía son tentaciones de las que los poseedores del Sacerdocio Aarónico pueden salir vencedores.»

Aprecio el gran número de muchachos que con tan grandes esfuerzos llegan a estas reuniones. Sabemos que no es fácil para muchos de vosotros y agradecemos vuestra presencia. Quisiera hablaros particularmente a vosotros y empezaré mencionando parte de una historia con la que ya estáis familiarizados. Se trata de la historia de David, hijo de Isaí.

Como recordaréis, el ejército de Israel, bajo la dirección del rey Saúl, se batía en guerra a muerte con el ejército de los filisteos. Un ejército estaba destacado en una colina, y el otro, en la colina opuesta, con un valle de por medio.

Los filisteos tenían entre los suyos un gigante que se llamaba Goliat de Gat, el que medía de estatura seis codos y un palmo. Si no me equivoco en mis cálculos, medía casi tres metros. Hubiera sido espléndido para jugador de básquetbol.

Revestido con su armadura, bajó al valle y dio voces al ejército de Israel diciendo:

«Escoged de entre vosotros un hombre que venga contra mí.
«Si él pudiere pelear conmigo, y me venciere, nosotros seremos vuestros siervos; y si yo pudiere más que él, y lo venciere, vosotros seréis nuestros siervos y nos serviréis.
«Hoy yo he desafiado al campamento de Israel; dadme un hombre que pelee conmigo.» (1 Samuel 17:8-10.)

Al ver Saúl y todo el ejército de Israel a aquel gigante y escuchar su escalofriante reto, se llenaron de temor porque ninguno de ellos se le igualaba en estatura.

Mientras eso sucedía, Isaí, padre de David, pidió a éste, su hijo menor, que llevara alimentos a sus tres hermanos en el campamento. Cuando llegó al campo de batalla, Goliat los enfrentó otra vez, repitiendo el mismo reto, y David lo oyó. Los del ejército de Israel tuvieron gran temor. David, quien no era más que un muchacho, dijo al rey (parafrasearé sus palabras): «¿Por qué temes a ese gigante? Yo iré a pelear con él».

Saúl replicó: «No podrás tú ir contra aquel filisteo, para pelear con él; porque tú eres muchacho, y él un hombre de guerra desde su juventud» (1 Samuel 17:33).

Pero David persuadió a Saúl a que le dejase ir. Contó al rey que había peleado con un león y un oso para salvar los corderos de su padre, y concluyó diciéndole que el Señor también lo libraría de la mano de aquel filisteo. Saúl, pensando tal vez que una vida más que se perdiera no sería tan grave tras las pérdidas que ya habían sufrido, dijo a David: «Ve, y Jehová esté contigo» (1 Samuel 17:37). Saúl puso a David su propia armadura, pero éste no podía caminar con ella. David dijo al rey: «Yo no puedo andar con esto», y se la quitó.

Entonces «tomó su cayado en su mano, y escogió cinco piedras lisas del arroyo, y las puso en el saco pastoril . . . y tomó su honda en su mano» (1 Samuel 17:40).

El muchachito, armado sólo de su honda y cinco piedras, y sin más armadura que la de su fe, bajó al valle a enfrentar a Goliat.

«Y cuando el filisteo miró y vio a David, le tuvo en poco; porque era muchacho, y rubio, y de hermoso parecer.
«Y dijo el filisteo a David: ¿Soy yo perro, para que vengas a mí con palos? Y maldijo a David . . . [y le dijo]:
«. . . Ven a mí, y daré tu carne a las aves del cielo y a las bestias del campo.
«Entonces dijo David al filisteo: Tú vienes a mí con espada y lanza y jabalina; mas yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado.
«Jehová te entregará hoy en mi mano, y yo te venceré, y te cortaré la cabeza, y daré hoy los cuerpos de los filisteos a las aves del cielo y a las bestias de la tierra; y toda la tierra sabrá que hay Dios en Israel.» (1 Samuel 1 7: 42-46.)

Temerario modo de hablar para un muchacho que se enfrentaba a un gigante de casi tres metros de estatura.

Enfurecido, Goliat fue hacia él. David, corriendo hacia el gigante, metió «su mano en la bolsa, tomó de allí una piedra, y la tiró con la honda, e hirió al filisteo en la frente; y la piedra quedó clavada en la frente, y cayó sobre su rostro en tierra» (1 Samuel 1 7:49).

Ya sabéis el resto de la historia. Quisiera que no la olvidarais jamás. Hay Goliats alrededor, enormes gigantes con la mala intención de destruiros. No son hombres de casi tres metros de altura, sino que son los atractivos pero malignos elementos que pueden acometeros, debilitaros y destruiros. Entre ellos se cuentan la cerveza, los licores y el tabaco. Aquellos que promueven su consumo quisieran esclavizaros en el uso de sus productos. Hay drogas de diversas clases que, se me ha dicho, son relativamente fáciles de conseguir en muchas escuelas secundarias. Para los que las venden, es un negocio que les reporta millones de dólares, una red gigante de iniquidad. Está la pornografía, seductora, tentadora y provocativa, que ha llegado a ser una industria gigante que produce revistas, filmes y otros materiales destinados a quitaros el dinero y a conduciros a actividades que os destruirán.

Los gigantes que se esconden tras esas caretas son formidables y hábiles. Han obtenido una vasta experiencia en la guerra que sostienen. A ellos les gustaría seduciros.

Es casi imposible evitar sus productos por completo, pues se ven por todas partes. Pero no tenéis que temer si tenéis la honda de la verdad en vuestras manos. Habéis recibido enseñanzas y consejos. Tenéis en vuestro poder la piedra de la virtud, el honor y la integridad para usar en contra de esos enemigos que quisieran conquistaros. Pero vosotros sí podéis «herirlos en la frente», hablando en lenguaje figurado. Podéis triunfar sobre ellos disciplinándoos para evitarlos. Podéis decirles a todos ellos, como David dijo a Goliat: «Tú vienes a mí con espada y lanza y jabalina; mas yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado.»

La victoria será vuestra. Ninguno de los muchachos que escucha mi mensaje tiene necesidad de sucumbir a ninguno de esos poderes. Vosotros poseéis el sacerdocio de Dios. Sois hijos de Dios, y tenéis Su poder dentro de vosotros para sosteneros. Podéis tener ángeles ministrantes a vuestro lado que os protejan. No permitáis que Goliat alguno os atemorice. Manteneos firmes y no perdáis terreno, y saldréis triunfantes. Al pasar los años, miraréis hacia atrás y veréis con satisfacción las batallas que habéis ganado en vuestra vida personal.

Cuando la tentación os salga al paso, nombrad al jactancioso y engañoso gigante «¡Goliat!» y haced con él lo que hizo David con el filisteo de Gat. Ruego humildemente que Dios os bendiga a cada uno.

Ahora quisiera pasar a otro tema, y hablar particularmente a los mayores. Tengo un amigo que edificó una casa hermosa y la surtió con las mejores alfombras, muebles, aparatos eléctricos y todo lo que el dinero puede comprar. Dentro de sus paredes guardó sus regios automóviles y sus costosas joyas. Después, temeroso de los ladrones que pudieran entrar a robarle, hizo instalar carísimas cerraduras para las cuales tenía que usar una llave para salir así como para entrar. Puso rejas en las ventanas y en las puertas, y era como un prisionero que miraba al exterior desde su propia casa, como si estuviera en la cárcel. Instaló costosos dispositivos de vigilancia electrónica para encender las luces y poner en funcionamiento las sirenas en caso de que entrara un intruso. Dispuso sus jardines casi sin árboles y sin arbustos para evitar posibles escondites a los ladrones. Y complacido de sí, dijo: «Ahora estoy seguro».

Pero no tuvo en cuenta que ni las rejas, ni las cerraduras, ni las luces, ni las sirenas ni nada por el estilo tendrían ni la más mínima eficacia para detener intrusos de otra clase que podrían destruir la vida de sus hijos, arruinar el matrimonio que había sido la fuente de su felicidad durante muchos años, atarle con las cuerdas de la mezquindad, la amargura y el odio hacia los que una vez había amado, y encerrarle en el calabozo de la desesperación y la desdicha.

Hermanos. yo paso mucho tiempo escuchando casos de gente desdichada. Como porcentaje del número total de miembros de la Iglesia, estas personas constituyen un número relativamente pequeño, pero hay demasiados, y cada caso es una tragedia. Con unas pocas excepciones, parece que el marido y padre es el principal ofensor, sobre el cual los incursores del pecado y el egoísmo asestan sus más grandes golpes.

Hermanos, sé que es un tema anticuado, del que se ha hablado mucho, pero lo repito otra vez: Proteged vuestros hogares. Parece necio instalar rejas, cerraduras y dispositivos electrónicos contra los ladrones mientras intrusos más insidiosos se introducen en el hogar.

Os digo a vosotros lo que he dicho a los jóvenes: Evitad la pornografía como a una plaga. Recuerdo una asignación que tuve hace unos años en la cual tuve que restaurar las bendiciones de un hombre que había sido excomulgado de la Iglesia debido a su pecado. Fue a mi despacho con su esposa. Hablé con ellos individualmente. A él le pregunté cómo había empezado todo. El ocupaba un cargo de responsabilidad en la Iglesia y era también un hombre profesional con responsabilidades importantes en la comunidad.

Sus dificultades comenzaron, me dijo, cuando tomó una revista pornográfica para leer en un avión. Le despertó la curiosidad. Le atrajo. Pronto se encontró comprando más de las mismas. Luego quiso ver películas que le excitaran. Sabiendo que su esposa no le acompañaría a nada de eso, iba solo. Buscó la ocasión de salir de la ciudad e ir a otras donde podía complacer más fácilmente sus deseos. Luego encontró excusas para quedarse hasta tarde en su despacho y pidió a su secretaria que le acompañara. Una cosa condujo a la otra, hasta que sucumbió.

Mientras gruesas lágrimas le corrían por las mejillas, se sentó ante mi escritorio y maldijo el día en que había leído aquella primera revista. Habló de su amor por su esposa, quien le había perdonado y siempre le había sido fiel. Habló de su amor por sus hijos, quienes se habían sentido avergonzados y cohibidos por sus acciones. Habló del infierno en que había vivido durante unos cuatro años desde su excomunión. Habló de su amor por la Iglesia y de su deseo de contar nuevamente con todas sus bendiciones.

En presencia de su esposa, le puse las manos sobre la cabeza, y con la autoridad del Santo Sacerdocio le restauré su sacerdocio, su investidura del templo, su sellamiento del templo y todas las demás bendiciones que antes había tenido. Aquel hombre grande y fuerte sollozaba como una criatura bajo mis manos mientras su esposa, sosteniéndole de la mano, lloraba como una niña.

Terminada la bendición, se abrazaron, y él le pidió que lo perdonara. Ella le dijo que lo había perdonado, que lo amaba y siempre lo amaría.

Eran felices cuando salieron, más felices que lo que habían sido en años. También yo me sentía feliz; pero pensé en el espantoso precio que él tuvo que pagar y en el precio que había impuesto a su familia por su necedad y transgresión.

Desgraciadamente, no siempre se presenta esa clase de final feliz. En muchos casos hay divorcio con amargura y rencor. Lo que una vez fue amor se convierte en odio. La vida de los hijos se malogra. Las esperanzas se tornan en cenizas. En la mayoría de los casos quedan sólo desdicha, soledad y pesar.

Hermanos, limitad vuestras relaciones afectivas a vuestros hogares. Considerad como vuestra posesión más preciada en esta vida y en la eternidad a la mujer cuyas manos tomaron sobre el altar en la casa del Señor y a la cual prometieron su amor, lealtad y afecto por esta vida y por toda la eternidad. Y entonces, vuestra compañera, vuestros hijos y vosotros mismos conoceréis y sentiréis una seguridad mucho mayor que la que pueden brindar rejas de hierro y dispositivos materiales.

Suplico humildemente estas bendiciones para vosotros, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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