Cristo, el mar se encrespa

Conferencia General Octubre 1984

Cristo, el mar se encrespa

Howard W. Hunter 1élder Howard W. Hunter
del Quórum de los Doce Apóstoles

«No obstante la ferocidad de la tormenta, en los labios y el corazón del Salvador solo había paz. Que así sea con nosotros. No debemos pensar que pasaremos por esta vida, y sea individual o colectivamente, sin recibir oposición.»

A unos 130 kilómetros al norte de Jerusalén se encuentra un hermoso mar conocido en los tiempos bíblicos como el Mar de Cineret o lago de Genesaret, pero conocido actualmente como el Mar de Galilea. Es un pequeño lago de agua dulce de poco mas de 19 kilómetros de largo y 11 de ancho, y las aguas del río Jordán lo atraviesan de norte a sur en su recorrido hacia el Mar Muerto.

Este fue el lago que Jesús conoció en su niñez y su juventud, pues sus playas yacían a sólo 20 o 24 kilómetros al este de Nazaret, el hogar de su infancia. Fue a este hermoso lago y las colinas galileas que lo rodeaban que Jesús regreso en muchas ocasiones durante aquellos años tan difíciles de su ministerio publico.

En uno de esos viajes a Galilea, el Salvador enseñó a las multitudes que se habían juntado a la orilla del mar. Sintiéndose arrollado por la gente, busco un mejor sitio para poder impartir sus enseñanzas, por lo que se subió a una pequeña embarcación y zarpo a unos cuantos metros de la orilla. Allí, a una corta distancia de la multitud, podían verlo y escucharlo aquellos que ansiaban ver y oír al maestro.

Después de impartir su discurso, el Salvador invito a sus discípulos a reunirse con él, y zarparon juntos hacia la otra orilla del lago. El Mar de Galilea se encuentra a un nivel sumamentc bajo, aproximadamente a 200 metros debajo del nivel del mar, y en ese lugar el calor se vuelve sumamente intenso. Las colinas que rodean el mar se levantan súbitamente y alcanzan altitudes considerables. El aire frío que baja de estas colinas choca con el aire caliente que se levanta del mar, y repentinamente pueden surgir tormentas violentas en la superficie de aquel mar interior. Una de estas tormentas fue la que experimentaron Jesús y sus discípulos mientras cruzaban el lago al atardecer de aquel día. Marcos lo describe de esta manera:

«Y despidiendo a la multitud, le tomaron como estaba, en la barca; y había también con cl otras barcas.
«Pero se levanto una gran tempestad de viento, y echaba las olas en la barca, de tal manera que ya se anegaba.
«Y él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal; y le despertaron, y le dijeron: Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?
«Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza.
«Y les dijo: ¿Por que estáis así amedrentados’? ¿Cómo no tenéis fe?
«Entonces temieron con gran temor, y se decían el uno al otro: ¿Quién es este, que aun el viento y el mar le obedecen?» (Marcos 4:36-41.)

Todos hemos experimentado tormentas súbitas en nuestra vida. Algunas de ellas, aunque temporarias como estas del Mar de Galilea, pueden ser violentas, imponentes y potencialmente destructivas. Como personas, como familias, como comunidades, como naciones, y aun como Iglesia, hemos tenido pequeñas ráfagas que han hecho que nos preguntemos de una manera u otra: «Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?» (Mar. 4:38.) Y de algún modo, durante la calma que sigue a la tormenta, siempre escuchamos las palabras del Señor: «¿Por que estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?» (Mar. 4:40.)

A ninguno le agrada pensar que no tiene nada de fe, pero supongo que en gran manera nos merecemos esta suave reprimenda del Señor. Este gran Jehová, en quien afirmamos confiar y cuyo nombre hemos tomado sobre nosotros, es el mismo que dijo: «Haya expansión en medio de las aguas, y separe las aguas de las aguas» (Gen. 1:6). Y es el mismo que dijo: «Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco» (Gen. 1:9). Y es mas, también fue Él quien dividió las aguas del Mar Rojo para que pudieran pasar los israelitas sobre tierra seca. (Ex. 14:21-22.) Ciertamente no debe sorprendernos que pudiera mandar a unos cuantos elementos agitados en el Mar de Galilea, y si tenemos fe recordaremos que también puede calmar las tormentas de nuestra vida.

Permitidme relataros la historia de Mary Ann Baker. Su único hermano, a quien amaba tiernamente, sufría de la misma enfermedad respiratoria que había acabado con la vida de sus padres, por lo que partió de su hogar en Chicago para ir en busca de un clima más cálido en el sur de los Estados Unidos.

Durante un tiempo parecía que estaba mejorando, pero hubo un cambio repentino y murió casi de inmediato. Mary Ann y su hermana quedaron desoladas, y solamente aumentó su dolor el saber que su propia salud y situación económica no les permitía reclamar el cuerpo de su hermano ni regresarlo a Chicago para darle sepultura.

Todos en la familia Baker se habían criado como cristianos devotos, pero la confianza de Mary en un Dios amoroso se quebrantó al sufrir la pena de la muerte de su hermano y al contemplar su propia situación económica. «Dios no se preocupa por mí ni por los míos», dijo Mary Ann. «Esta manifestación de lo que llaman la ‘divina providencia’ es indigna de un Dios de amor.» ¿Os suena eso algo familiar?

«Siempre me he esforzado por creer en Cristo y consagrar mi vida al Maestro», dijo Mary Ann, «pero esto es mas de lo que puedo soportar. ¿Qué hice para merecer esto? ¿En que he sido negligente, para que Dios deseara vengarse así de mí?» (Ernest K. Emurian, Living Stories of Famous Hymns, Boston, 1955, págs. 83-85.)

Supongo que todos hemos tenido la ocasión, ya sea individual o colectivamente, de gritar durante alguna tormenta: «Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?» Y así lo hizo Mary Ann Baker.

Pero al transcurrir los días y después las semanas, el Dios de la vida y del amor comenzó a calmar los vientos y las olas de lo que esta dulce jovencita llamaba «su corazón no santificado». Su fe no sólo regresó sino también floreció y, al igual que Job, aprendió cosas nuevas, cosas «tan hermosas» que le habría sido imposible conocerlas antes de haber sufrido la desesperación. En el incidente del Mar de Galilea, al final fue más importante fortalecer la fe de los discípulos que calmar el mar, y así fue también con ella.

Después de un tiempo, casi como un testimonio personal y una expresión de su interés en la fe de los que serian probados a través de la desesperación personal, escribió las palabras del himno que todos hemos entonado: «Paz, Cálmense». Quisiera compartir con vosotros la letra de este himno.

Cristo, el mar se encrespa
Y ruge la tempestad.
Oscuros los cielos se muestran,
Terribles y sin piedad.

¿No os da pena al vernos?
¿Cómo podéis dormir?
Cuando cada instante peligra,
Al fondo del mas sumir.

Cristo, con grandes angustias
Inclino ante ti mi faz,
Dolores mi alma congojan,
Oh mándame, tu, solaz.

Olas de males me cubren,
Vénceme su furor;
Y, perezco, perezco, oh Cristo;
Oh sálvame del dolor.
Las olas y vientos oirán tu voz,

Cálmense, cálmense.
Sean los mares que rugirán
O diablos que bramen con grande clamor,
Las aguas el barco no dañarán
Del Rey de los cielos y de la mar;

Mas todos ellos se domarán,
¡Cálmense! ¡Cálmense!
Mas todos ellos se domarán,
¡Paz, cálmense!

Me temo que en demasiadas ocasiones tanto al vivir la vida como al cantar este himno, no recalcamos lo suficiente la dulce paz de la estrofa final:

Cristo, el miedo ya pasa
Y todo esta en paz,
El sol en el mar se refleja,
Y siento un gran solaz.

Guárdame siempre, oh Cristo,
Ya no me dejes más,
Y me fondearé en tu puerto,
Seguro do tu estás.
(Himnos de Sión, núm. 175.)

Creo que sin lugar a dudas en el transcurso de nuestra vida todos tendremos adversidades, algunas de las cuales podrán ser violentas, dañinas y destructivas; algunas incluso podrán poner a prueba nuestra fe en un Dios amoroso que tiene el poder para administrarnos consuelo.

Pienso que a estos temores el Padre de todos nosotros respondería: «¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe’?» Y lógicamente esta fe debe perdurar a través de toda nuestra vida, y no solamente durante aquellos momentos tempestuosos. Al final de la jornada, la cual ninguno de nosotros alcanza a ver ahora, diremos: «Cristo, el miedo ya pasa . . . Guárdame siempre, oh Cristo, ya no me dejes más.»

Jesús dijo, «En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo» (Juan 16:33). Y en la misma ocasión dijo, «La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da» (Juan 14:27). En el transcurso de su vida y ministerio habló de la paz, y cuando salió de la tumba y se apareció a sus discípulos, su primer saludo fue: «Paz a vosotros.» (Jn. 20:19.)

Pero Jesús no fue ajeno a la angustia, el dolor y los bofetones. Es imposible describir la carga que él soportó, ni tenemos la sabiduría necesaria para comprender la descripción que de Él hizo el profeta Isaías cuando habló del «varón de dolores». (Is. 53:3.) Durante la mayor parte de su vida, los vientos sacudían su barco, el cual, cuando menos ante los ojos de los mortales, encalló fatalmente en la costa rocosa del Calvario. No se nos pide que contemplemos la vida con ojos mortales, sino que a través de la visión espiritual comprendamos que en aquella cruz sucedió algo muy diferente.

No obstante la ferocidad de la tormenta, en los labios y el corazón del Salvador solo había paz. Que así sea con nosotros: en nuestro corazón, en nuestro hogar, entre las naciones del mundo, y aun en medio de los bofetones que de vez en cuando enfrenta la Iglesia. No debemos pensar que pasaremos por esta vida, ya sea individual o colectivamente, sin recibir oposición.

Uno de los más sabios de entre los antiguos romanos pronunció una gran verdad del evangelio, y seguramente nunca supo que lo había hecho. Hablando del poder naval de los romanos y la imperativa absoluta de controlar los océanos, Cicerón le dijo a un ayudante militar: «Aquel que gobierna el mar, lo gobierna todo.» (W. Gurney Benham, Putman’s Complete Book of Quotations, New York, G. Putman’s Sons, 1926, pág. 505.) De esto doy testimonio. «Sean los mares que rugirán, o diablos que bramen con grande clamor, las aguas el barco no dañarán del Rey de los cielos y de la mar; mas todos ellos se domaran. ¡Cálmense!» En el nombre de Jesucristo. Amén.

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