Conferencia General Abril 1985
El gozo del servicio
élder F. Arthur Kay
del Primer Quórum de los Setenta
«El testimonio, tal como la vasija de aceite de la viuda, ‘no escaseara’, ni tampoco disminuirá cuando se comparta; sino que so base se agrandara y su fuente se renovara.»
Mis queridos hermanos y hermanas, es imposible describir con palabras los sentimientos profundos y tiernos de mi corazón al pararme frente a este púlpito, el cual ha sido santificado con la presencia de los profetas de Dios y de sus compañeros en la obra, las Autoridades Generales de la Iglesia. Si, «los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pe. 1:21), pues «hablaban con denuedo la palabra de Dios» (Hch. 4:31).
Amo y admiro a estos valientes siervos de nuestro Padre Celestial, y me siento sumamente honrado y humilde de contarme entre ellos.
Llego a este llamamiento con el conocimiento de que Dios vive, que es nuestro Padre, que Jesucristo es el Hijo de Dios, nuestro Salvador y el Redentor del mundo. Como dijo Job:
«Yo se que mi Redentor vive, y al fin se levantara sobre el polvo;
«y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mi mismo. . .» (Job 19:25-27).
Se que José Smith fue un Profeta llamado por Dios, un instrumento en Sus manos para restaurar el evangelio en su plenitud.
Siempre han sido muy reales para mi los relatos de las maravillosas manifestaciones y experiencias que tuvo en su juventud y durante el transcurso de su vida. Me he identificado con el casi como si hubieran sido mis propias experiencias.
Sostengo a nuestro amado profeta, Spencer W. Kimball, con toda la fuerza que poseo, y no cesa de maravillarme la rapidez con que progresa la Iglesia bajo su dirección inspirada y la de sus asociados.
Expreso especial aprecio al presidente Gordon B. Hinckley en este día por su gran servicio y dedicación en esta época de la historia de la Iglesia.
El mayor deseo de mi corazón es el de encontrarme siempre en armonía y unión con los Apóstoles y con la palabra y la voluntad reveladas de Dios, porque se que la obediencia es la primera ley de los cielos y del reino aquí sobre la tierra.
Por lo tanto, deseo hacer bien aquello que se me asigne, dondequiera que sea y bajo cualquier circunstancia. «Iré do me mandes, iré, Señor. Y lo que me mandes haré.» (Himnos de Sión, 93.)
Deseo con todo mi corazón compartir mi testimonio con los demás hijos de nuestro Padre: con aquellos que necesiten fortalecerse dentro del rebano, con los que quizás se hayan alejado de Dios y su Iglesia, o con aquellos que quizás nunca hayan escuchado el glorioso mensaje del evangelio.
Mi mas sincero deseo es el de encender en sus corazones lo que arde tan profunda y fuertemente en el mío, para que también puedan tener la paz, la felicidad, la seguridad y la fortaleza espiritual que brinda el evangelio.
El presidente Kimball ha dicho que la verdad y el testimonio son «la luz potente que ilumina la caverna; el viento y el sol que disipan la niebla. . . Es mucho mas que todo lo que podamos mencionar. . . porque ‘esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado’ (Juan 17:3)» (La fe precede al milagro, pág. 15).
El testimonio, tal como la vasija de aceite de la viuda, «no escaseara» (Véase I Re. 17:14), ni tampoco disminuirá cuando se comparta; sino que su base se agrandara y su fuente se renovara.
Con este llamamiento, viene también el privilegio, la bendición y la obligación de compartir mi testimonio como un testigo especial de aquel cuyo nombre llevamos y a cuya imagen y semejanza fuimos creados. (D. y C. 107:25.)
Deseo encender en el corazón de los hijos de nuestro Padre el deseo de recibir las sagradas ordenanzas de su Santa Casa y ayudarles a comprender la importancia de los convenios que se relacionan con ellas, así como la necesidad de honrar esos convenios si han de heredar la vida eterna.
Deseo ayudarles a comprender y apreciar el gozo de servir en los templos, y que el servicio es esencial para su salvación. El Salvador enseñó este importante principio cuando dijo: «En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos mas pequeños, a mi lo hicisteis» (Mat. 25:40).
Es en estos sagrados edificios en donde nos convertimos en salvadores en el monte de Sión (Abdías 1:21). Cuando servimos desinteresadamente, con la única mira de glorificar a Dios (D. y C. 59:1), recibimos un gozo indescriptible.
Para terminar, quisiera expresar mi gratitud eterna a la novia de mi juventud, mi compañera eterna, por los largos años de servicio fiel y dedicación a esa causa que ambos abrazamos. Expreso mi amor y devoción a nuestras cinco hijas, sus maridos, nuestros nietos, y a mis hermanas y sus familias, todos los cuales me brindan su confianza y aprecio.
Doy este sagrado testimonio, en el nombre de Jesucristo. Amén.
























