Edifiquemos el reino de Dios

Conferencia General Abril 1987logo 4
Edifiquemos el Reino de Dios
élder L. Tom Perry
del Quórum de los Doce Apóstoles

L. Tom Perry¿Hay una ausencia de envidia y de crítica? ¿Nos regocijamos en el éxito de uno de nuestros hermanos tanto como en el nuestro? ¿Compartimos lo que tenemos para que todos sean ricos como nosotros?  En una palabra, ¿somos «guardas» de nuestros hermanos?

Presidente, me estoy dando cuenta de que hemos estado prestándole atención.  Yo también tomaré el contenido de mi discurso del Libro de Mormón, ese grandioso y antiguo registro que contiene aproximadamente mil años de historia humana y que nos ofrece una perspectiva que sólo podemos obtener estudiándolo.  En él vernos los ciclos por los que pasan las naciones al seguir la rectitud y apartarse de ella.  Vemos la unidad que resulta de la fe en Dios y el deseo de edificar Su Reino, y la disensión que resulta cuando el corazón de la gente se vuelve egoísta y busca los deseos y antojos egoístas, los placeres de la carne, las riquezas y los bienes mundanos.

Una de las primeras advertencias proféticas en las Américas se encuentra en el segundo capítulo del libro de Jacob.  Este profeta censura la dedicación de los de su pueblo a las riquezas y el orgullo que domina sus corazones.  Les implora que se vuelvan otra vez hacia el Señor con estas palabras:

«Y tan benignamente os ha favorecido la mano de la providencia, que habéis obtenido muchas riquezas; y porque algunos de vosotros habéis adquirido más abundantemente que vuestros hermanos, os envanecéis con el orgullo de vuestros corazones, y andáis con el cuello erguido y la cabeza en alto por causa de vuestras ropas costosas, y perseguís a vuestros hermanos porque suponéis que sois mejores que ellos.

«Y ahora, hermanos míos, ¿,suponéis que Dios os justifica en esto?  He aquí, os digo que no; antes os condena; y si persistís en estas cosas, sus juicios os sobrevendrán aceleradamente.» (Jacob 2:13-14.)

Como podemos ver, muchas veces la prosperidad es la cansa de que las personas se aparten de Dios.  Los que son más ricos tienden a llenarse de orgullo y menosprecian a sus hermanos que tienen menos, considerándolos inferiores.  Aunque Jacob no lo dice, este proceso puede presentarse al revés. Los que no son tan afortunados se sienten despojados y se obsesionan con lo que no tienen, culpando a los demás y a Dios por su condición, a la vez que se apartan de El.

Lo importante es recordar que el Señor condena tanto la obsesión con los bienes mundanos como la falta de dedicación en cuanto a la edificación de su Reino, ya sea la consecuencia de tener demasiado o la de no tener suficiente.

Jacob aconseja además: «Considerad a vuestros hermanos como a vosotros mismos y sed afables con todos y liberales con vuestros bienes, para que ellos pueblan, ser ricos como vosotros» (Jacob 2:17).

Aquí vemos una aplicación directa del segundo y gran mandamiento de amar a nuestros semejantes como a nosotros mismos. Jacob les dice que no discriminen en contra de sus hermanos que tienen menos, sino que compartan lo que tienen con ellos.

«Pero antes de buscar riquezas, buscad el reino de Dios.

«Y después de haber logrado unía esperanza en Cristo obtendréis riquezas, si las buscáis; y las buscaréis con el fin de hacer el bien; para vestir al desnudo, alimentar al hambriento, libertar al cautivo y administrar consuelo al enfermo y al afligido.» (Jacob 2:18-19.)

Muchas veces. es el orden de las cosas lo que realmente importa en las instrucciones que recibimos del Señor. El no nos dice que no seamos prósperos; esto sería contradecir lo registrado en las Escrituras, que El bendice a Su pueblo con prosperidad.  Lo que quiere decirnos es que busquemos riquezas sólo después de haberlo buscado y encontrado a Él.  Entonces, porque nuestro corazón está en el lugar correcto y lo amamos a El más que a nada y a nadie,  invertiremos las riquezas que acumulemos en edificar Su Reino.

Como nos han dicho nuestros profetas, una de las razones importantes por la que se preservó el registro del Libro de Mormón y por medios milagrosos se pusiera en manos de José Smith para que él lo tradujera, fue para que sirviera de advertencia a la gente de esa generación. Por lo tanto, debernos prestar atención al consejo de Jacob.  Debemos leer estos pasajes como si hubieran sido escritos expresamente para nosotros en esta época, porque en realidad lo fueron.  Sus palabras deben motivarnos a hacer una autoevaluación: ¿Colocamos las cosas en nuestra vida en el orden correcto? ¿Invertimos, primero y principalmente, en las cosas que son de naturaleza eterna? ¿Es eterna nuestra perspectiva? ¿0 hemos caído en el error de invertir primero en las cosas del mundo olvidándonos después del Señor?

Estas son preguntas difíciles de responder.  A veces un ejemplo puede llevarnos a ver las cosas desde otro punto de vista.  A mí siempre me han servido de ejemplo las historias de los primeros líderes de la Iglesia sobre lo que quiere decir poner en primer lugar el reino de Dios.  Estas historias empezaron a tener significado para mí cuando era misionero.  En ese entonces, los misioneros no tenían todos los recursos y ayudas didácticas de que hoy disponen.  Teníamos las Escrituras y una caja grande con un tocadiscos y un juego de discos intitulados El cumplimiento de los tiempos. ¡Yo siempre rogaba que me asignaran un compañero más bajo que yo, porque llevábamos la caja entre los dos sobre un palo de escoba, y de esa forma todo el peso recaía sobre él!  Los discos contenían una narración histórica de los primeros tiempos de la Iglesia, desde la Primera Visión al período de Nauvoo.

Había un episodio en particular que siempre me emocionaba cuando la escuchaba con mi compañero una y otra vez.  Era el relato acerca de Brigham Young y Heber C. Kimball quienes dejaron a sus esposas, hijos y humildes hogares para ir a Gran Bretaña a cumplir con sus llamamientos misionales.  Heber C.  Kimball escribió lo siguiente sobre ese episodio de su vida:

«El 14 de septiembre. . . el presidente Brigham Young salió de su casa en Montrose para ir a la misión de Inglaterra.  Estaba tan enfermo que no pudo ir sin ayuda hasta el Misisipí, una distancia de unos 150 metros.  Una vez que cruzó el río, Israel Barlow lo llevó en su caballo a mi casa, donde siguió enfermo hasta el día 18.

«Dejó a su esposa enferma con un bebé de tres semanas y a todos los demás hijos también enfermos, incapaces de cuidarse los unos a los otros.  Ninguno de ellos podía ir al manantial a buscar agua y no tenían más ropa que lo puesto, porque la chusma de Misuri les había robado casi todo lo que tenían.

«El 17, la hermana Mary Ann Young consiguió que un muchacho la llevara en su carreta a mi casa para atender a Brigham Young hasta que llegara el momento de marcharse.

«El 18 de septiembre, Charles Hubbard mandó a su hijo con una carreta y un par de caballos a mi casa y unos hermanos cargaron nuestros baúles en la carreta.  Me acerqué a la cama para despedirme de mi esposa, que estaba temblando de fiebre y con dos de los niños enfermos a su lado.  La abracé a ella y a mis hijos y me despedí.  El único de mis hijos que estaba sano era el pequeño Heber P., y era él que con dificultad podía acarrear al mismo tiempo unos dos litros de agua para que los demás pudieran beber.

«Con dificultad nos subimos a la carreta y anduvimos unos cincuenta metros ladera abajo.  Tenía la impresión de que el dolor de dejar a mi familia en ese estado, casi al borde de la muerte, me iba a consumir por dentro, y que no podría soportarlo.  Pedí al conductor que detuviera la carreta y le dije al hermano Brigham: ‘¿Qué difícil es esto, no’?  Pongámonos de pie y démosle un saludo’.  Nos levantamos y saludamos tres veces con nuestros sombreros en alto, exclamando: ‘Que viva Israel’.  Vilate oyó el ruido, se levantó de la cama y salió a la puerta.  Estaba sonriendo.  Ella y Mary Ann Young nos gritaron: ‘Adiós, y ¡que Dios los bendiga!’ Les devolvimos el saludo y luego le dijimos al conductor que siguiera.  Después de esto sentí gozo y gratitud por haber tenido la satisfacción de ver a mi esposa en pie en lugar de dejarla en la cama, sabiendo muy bien que no los volvería a ver por dos o tres años.» (En Orson F. Whitney, Life of Heber C. Kimball, Salt Lake City: Bookcraft, 1967, págs. 265-266.)

Muchas veces me he preguntado cómo esos hermanos, a pesar de lo valientes y dignos que eran, pudieron hacer algo así.  Sin lugar a dudas estaban dispuestos a hacer cualquier sacrificio que se les pidiera para edificar el Reino de Dios.  Estaban verdaderamente acumulando «tesoros en el cielo, . . . donde ladrones no minan ni hurtan» (Mateo 6:20).

Hay algo más de este relato, sin embargo, que siempre me ha llamado la atención.  Cuando Brigham Young y Heber C. Kimball fueron a la misión en Gran Bretaña, parecían contar con mucha ayuda y apoyo de sus hermanos para emprender el viaje.  Israel Barlow ayudó a Brigham Young a cruzar el Río Misisipí.  Después, Charles Hubbard mandó a su hijo con una carreta a la casa de los Kimball para ayudar a los dos misioneros a comenzar la larga jornada.

Cuando nos detenemos a pensar en este relato, nos darnos cuenta de la unidad que debe de haber existido entre los santos en esos tiempos.  Cuando los padres y esposos partían a servir en una misión, este servicio no se les hacía tan difícil porque sabían que sus hermanos, hermanas, líderes del sacerdocio y amigos estarían allí para llenar el vacío creado por su ausencia.

Estos hermanos podían dedicarse a edificar el reino de Dios en lejanas tierras porque sabían que otros se dedicarían a edificar el reino en su tierra, ayudando a sus seres queridos en todo lo que necesitaran.  Existía entre ellos un vínculo especial, una fe singular, y estaban todos dedicados a una meta común, a un propósito solidario.  Si volvemos a los consejos de Jacob a su pueblo, vemos que comunica el mismo mensaje al enseñarles que sean afables con todos y compartan generosamente lo que tienen (Jacob 2:17).

Esto me confirma que podemos darnos cuenta de si estamos poniendo en primer lugar el reino de Dios, al observar la forma en que tratamos a nuestros hermanos y hermanas de la iglesia. ¿Hay entre nosotros un vínculo especial? ¿Hay una ausencia de envidia y de crítica? ¿Nos regocijamos en el éxito de uno de nuestros hermanos tanto como en el nuestro? ¿Compartimos lo que tenemos para que todos sean ricos como nosotros?  En una palabra, ¿somos «guardas» de nuestros hermanos?

Al viajar por toda la Iglesia me maravilla todo lo positivo que está ocurriendo.  No obstante, todavía pienso que nos falta mucho para alcanzar nuestro potencial.  Percibo que no siempre trabajamos juntos, que todavía nos interesa demasiado alcanzar nuestro propio éxito y honores personales, y demostramos muy poco interés en la meta común de edificar el reino de Dios.

Cuando pensamos en todo lo que el Señor nos pide que hagamos, es fácil sentimos abrumados.  Por cierto, cuanto más se nos da, más se espera de nosotros.  Creo que cuando uno se enfrenta a una tarea de gran magnitud es mejor encararla paso a paso, empezando por el primero, y luego dando uno a la vez.  Estoy convencido de que Dios está complacido incluso con nuestros humildes comienzos, porque en su gran sabiduría sabe que de las cosas pequeñas nacen las grandes.

El primer paso siempre requiere una dedicación más profunda al Señor y su grandiosa obra.  Repito que esto significa ponerla en primer lugar.  Los pasos subsiguientes se basan en esta dedicación inicial, pero pueden llevarnos en distintas direcciones.

Podemos servir ayudando a nuestros hermanos en la Iglesia; podemos predicar el evangelio a los que aún no lo han recibido y convertirlos a sus verdades, podemos ir al templo y hacer esta gran obra redentora por los muertos, y al trabajar en la obra del Señor, El aumentará nuestra capacidad a medida que aumente nuestro deseo de servir.  Seremos más unidos como pueblo trabajando en un esfuerzo común.  Por medio de los sacrificios que hagamos unos por otros y por El, alcanzaremos nuestro potencial como sus hijos y prepararemos el camino para Su gloriosa venida.

Ruego humildemente que cada uno de nosotros acepte el cometido de buscar primero el reino de Dios antes que nada, y al hacerlo, nos unamos más como pueblo, hasta que seamos uno en mente y corazón, en el nombre de Jesucristo.  Amén.

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