Conferencia General Abril 1987
¡Mi prójimo—mi hermano!
élder David B. Haight
del Quórum de los Doce Apóstoles
«Los matrimonios son muchas veces los misioneros que dan más frutos debido a su madurez, a su experiencia templada por los años, a su comprensión y compasión, que abren muchas puertas de una manera distinta y especial.»
Un intérprete de la ley le preguntó una vez a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?» (Lucas 10:29). Sin duda, esta es una pregunta que todos debemos hacernos: «¿Quién es mi prójimo?»
El Salvador le dio una respuesta inesperada y profunda. Le enseñó por medio de la parábola del Buen Samaritano.
Un pobre hombre camino a Jericó cayó en manos de ladrones. Le robaron, golpearon y abandonaron pensando que estaba muerto.
Un sacerdote, que iba camino al templo, lo vio y se alejó. También uno de los levitas, que en esa época servían de ayudantes a los sacerdotes, pasó de largo. Para los judíos de esa época, esta indiferencia en cuanto al hombre de la parábola era considerada apropiada, ya que sus enseñanzas rabínicas decían: «No debemos planear la muerte de un gentil, pero si uno se halla en peligro de muerte no tenemos obligación de ayudarle. . . porque no es nuestro prójimo» (En A Commentary on the Holy Bible, ed. J.R. Dummelow, New York: The MacMillan Co., 1936, pág. 751).
El samaritano, aunque odiado por los judíos, vio el sufrimiento de la víctima e hizo tres cosas: (1) se compadeció de él, (2) se le acercó y vendó sus heridas y (3) lo cuidó (véase Lucas 10:30-35),
Después de relatar la parábola. Jesús le preguntó al intérprete de la ley cuál de los tres hombres era el prójimo del herido: el sacerdote, el levita o el samaritano. Y el no pudo evitar la patente verdad, y le contesto: »el que usó de misericordia con él». A lo que el Salvador respondió: Ve y haz tú lo mismo». (Lucas 10:37.)
No puede existir una parábola más perfecta para enseñar la verdad eterna de que Dios es el Padre de todos, y por lo tanto, todos somos hermanos.
¡Mi prójimo mi hermano! Esta es la enseñanza de nuestro Señor y Salvador. Debemos estimar a todos los hombres como hermanos y al prójimo como a nosotros mismos (véase D. y C. 38:24).
Esta verdad es la base fundamental para la inspirada obra misional en todo el mundo, la de compartir las gloriosas verdades del evangelio restaurado con nuestro prójimo, que son nuestros hermanos.
Desde los primeros días de la Iglesia, nuestros profetas, empezando con José Smith, nos han enseñado que todo miembro digno de la Iglesia debe dar testimonio y amonestar a su prójimo. Muchos poseedores del sacerdocio fueron llamados a la misión con poca anticipación. Algunos oyeron su llamamiento de misioneros desde el púlpito en una conferencia general sin previo aviso, y miles respondieron al llamado.
Hemos oído al presidente Benson contar del llamamiento que su padre recibió de la «casilla de correo B». Una carta con este remitente quería decir un llamamiento de la Primera Presidencia para ir en una misión. Su padre acepto el llamamiento dejando a su esposa e hijos, y como resultado se inculco en ese hogar un gran espíritu misional que ha bendecido innumerables vidas.
Hoy en día, en el espíritu de la »casilla de correo B», ese llamamiento se ha dado a todos los jóvenes. Ellos se preparan desde que son niños para servir al Señor. Miles han respondido al llamado, el cual no solo corresponde a todos los jóvenes varones y a las jovencitas que deseen servir, sino que también se les ha extendido, desde hace tiempo, a los matrimonios de edad madura.
Hace once años, el presidente Kimball anuncio:
»Podrían servirnos cientos de matrimonios, personas mayores como algunos de vosotros, cuyos hijos ya hayan crecido, que ya se hayan jubilado, que puedan costear su propia misión para enseñar el evangelio. Podríamos usar cientos de matrimonios. Id y hablad con vuestros obispos; es todo lo que tenéis que hacer. Decidle que estáis listos para salir, si tiene donde mandaros, y creo que probablemente recibiréis un llamamiento. ‘‘ (Discurso pronunciado en la dedicación del centro de la Estaca Fair Oaks, California, el 9 de octubre de 1976; citado en Edward L. Kimball, ed., The Teachings of Spencer W. Kimball, Salt Lake City, Bookcraft. 1982, pág. 551.)
Desde que el presidente Kimball hizo esta súplica la demanda ha seguido creciendo, y en la actualidad podríamos usar no sólo cientos sino miles de matrimonios preparados.
Hay cientos de matrimonios dignos y con experiencia en la Iglesia, aquellos cuyos cabellos quizás haya encanecido y tal vez con alguna arruguita aquí y allá -las características distinguidas de la madurez- que se están por jubilar de sus profesiones o carreras pero a los que todavía les quedan muchos años productivos por delante; cuyos hijos han hecho su vida propia; parejas que tienen salud y que sueñan con el momento de poder decir a su obispo: «Estamos listos- listos para hacer algo realmente importante- para ir en una misión a cualquier parte donde el Señor nos necesite».
Esta es la situación de Hollis y Gwen Kelsey, quienes vendieron su casa, compraron una granjita, la arreglaron para que fuera cómoda, cultivaron la tierra y plantaron un huerto. Estaban decididos a vivir como jubilados.
Eran bautistas y no tenían intenciones de cambiar de religión a esa edad, pero los misioneros y una familia vecina les enseñaron el evangelio y se bautizaron. El día en que cumplían cuarenta años de casados, se sellaron en el templo de Atlanta. Pronto los llamaron como misioneros de estaca y después para servir una misión regular
Cuando llegaron al Centro de Capacitación Misional, los Kersey dijeron:
«Regalamos las gallinas, los pavos, los conejos, llevamos el poni y dos perros a casa de nuestro hijo . . . vaciamos las congeladoras y regalamos los gatos, . . . clavamos maderas en las ventanas y en los galpones, desconectamos todo, nos despedimos con un beso de nuestros diez nietos ¡y aquí estamos!»
¡Que linda actitud!
A los que habéis estado posponiéndolo, tal vez por temor o porque no tengáis mucha confianza en vosotros mismos, id a vuestro obispo, como nuestros profetas han sugerido, y dad el primer paso que pueda llevaros a la inspiradora actividad misional de proclamar el evangelio de nuestro Señor y Salvador.
Una de las lecciones más importantes que he aprendido es que nuestra capacidad como hijos de Dios llega a lo que debe ser. Nunca debemos menospreciar o subestimar nuestra habilidad de sobrellevar las dificultades que se nos presenten. El tamaño o la complejidad de los problemas no debe alarmarnos ni desanimarnos, porque el potencial humano es tal vez la fuente más desperdiciada de todas y posiblemente la menos aprovechada.
Quizás lo más importante, después de adquirir un conocimiento personal de Dios nuestro Padre Eterno y de Jesucristo, es nuestra libertad de aprender y de afrontar problemas con la capacidad de entenderlos y vencerlos.
Muchos de vosotros no apreciáis lo que podéis hacer. Podéis llegar a ser un ancla de fortaleza para una rama nueva o para un barrio débil.
No es necesario que prediquéis el evangelio de la misma forma que los jóvenes misioneros. Los matrimonios son muchas veces los misioneros que dan más frutos debido a su madurez, a su experiencia templada por los años, a su comprensión y compasión, que abren muchas puertas de una manera distinta y especial.
Un ejemplo de esto lo relata un presidente de misión que describe a una pareja inolvidable:
»Confieso que cuando el élder y la hermana Leslie llegaron, me pregunte lo que podrían hacer. Él era obeso y usaba un audífono. Ella tenía dificultades para caminar por tener dos rodillas artificiales. Sin embargo, teman un gran entusiasmo y un buen espíritu. Eran dos personas bellamente comunes y llenas de amor.
»Sentí la inspiración de mandarlos a Jamestown, Tennessee, donde teníamos una rama pequeña que no progresaba mucho y que hacía años no tenía misioneros.
»Sabia que no podrían folletear, y por las primeras semanas sus informes no decían nada. En sus cartas decían que estaban conociendo a la gente.
«Después de unas semanas sus cartas empezaron a contar de investigadores, primero dos, después cuatro, luego siete; una vez tuvieron veinticuatro investigadores en una reunión con ellos. Pronto se empezó a bautizar la gente. Ninguna pareja de misioneros, ni joven ni mayor, igualo el número de bautismos que ellos tuvieron.
Entonces el presidente de misión continuo diciendo: »Dudo mucho que uno de ellos pudiera dar las charlas misionales de forma siquiera parecida a lo sugerido para los misioneros regulares. Sin embargo, amaron mucho a la gente; se entrelazaron en las vidas de esa pequeña comunidad y se ganaron a la gente con su amistad, servicio caritativo y su comprensión.
»En la actualidad, la rama de Jamestown está progresando; tiene un edificio nuevo y asisten más de cien miembros. Muchos contribuyeron con su fe y obras, pero ninguno a mayor grado o con más generosidad que Harry y Frances Leslie.»
La compasión, el servicio, el amor: estas son las cualidades que poseen los que de verdad aman a su prójimo como a sí mismos.
Aunque hace muchos años que vosotros vivís juntos como matrimonio, descubriréis muchas bendiciones más. Nunca trabajareis con más unión y con tanta intensidad en algo de tanto beneficio como esto. El amor que os une se intensificara y descubriréis una dimensión más en el alma del compañero y en su comprensión. Tendréis más unidad y vuestra relación celestial se fortalecerá.
¿Quién es vuestro prójimo? Como el buen samaritano, si lleváis el evangelio a los que están esperando escucharlo y sois compasivos y escucháis a la gente, estaréis vendando sus heridas y, de una forma especial, dando cuidado amoroso a todos.
Cuando Lynn y Dorothea Shawcroft llegaron a Ecuador pasaron por un estado de reajuste cultural que duro unas dos semanas y no podían comunicarse muy bien con la gente.
»Pensamos que dieciocho meses iba a ser un tiempo muy largo.» Y después agregaron: «Vimos las condiciones en que estaban viviendo algunos de los misioneros, . . . y lo primero que pensamos fue que mientras no supiéramos muy bien cuales eran nuestras responsabilidades podríamos hacer más llevadera la vida de los misioneros regulares. Así que fuimos a comprar utensilios y los ingredientes para hacerles galletas y panes dulces. Compramos barras de chocolate y las cortamos en pedacitos para hacerles galletitas típicas norteamericanas.
«Aprendimos tanto de los . . . misioneros. No nos importaba que aprendieran el idioma más rápido que nosotros. Pero el ver la cara de contento que tenían cuando comían las galletas nos hacía sentir que valía la pena el esfuerzo. Nosotros representábamos el hogar, una parte de algo que echaban de menos.
»Va a parecerles que no hacíamos nada más que preparar galletas para los misioneros, pero ¡no era así! . . . Trabajábamos con los líderes locales de la Iglesia en la activación, la enseñanza, la música,. . . la genealogía y el bienestar. Todas las semanas preparábamos una pequeña exposición para los misioneros y los investigadores. Trabajábamos juntos. . .
«El día de preparación, los misioneros nos visitaban y hacían galletas y pan dulce… Hablábamos de las Escrituras. Cuándo se sentían. . . desalentados iban a conversar con nosotros . . . ¡Cómo les amábamos!
«Después de enseñar a leer a una joven pare ja, o de ver la felicidad de una familia porque el padre otra vez iba a la Iglesia caminábamos de vuelta a nuestro pequeño apartamento con el corazón contento y los pies casi sin tocar las calles adoquinadas. Ver una joven madre aplaudir de felicidad al darse cuenta de que podía leer, o mirar a un bebe y pensar que tal vez no estaba vivo si nosotros no hubiéramos estado en esa ciudad en ese momento; estas experiencias, cada una de ellas, hizo que cada minuto de nuestra misión valiera la pena.
«¿Valió la pena la pena aprender con dificultad otro idioma? Sí, la valió. . . ¿Sentíamos que teníamos que ir a la par de los jóvenes misioneros? No, nosotros trabajábamos de otras maneras. . . ¿Fuimos aceptados? ¡Ya lo creo!»
La hermana Shawcroft aconseja que todos los matrimonios lleven a la misión una buena receta de galletas de chocolate, mucho amor, una buena receta de pan dulce, un fuerte testimonio del evangelio, las escrituras y ¡más amor!
Cada una de estas parejas es un ejemplo de la enseñanza del Salvador de que debemos dar de nosotros mismos y acercarnos a la gente. Al hacerlo, se beneficiaron a sí mismos, a sus familias, y a la Iglesia por haber rendido servicio misional en los años de la madurez.
Algunos matrimonios hacen dos y tres misiones. Otros estudian otro idioma para poder ir a un país donde se necesite lo que ellos pueden ofrecer.
Hace algunos años un hombre destacado en California me dijo, después de enterarse de que mi esposa y yo dejábamos nuestros asuntos ahí para servir a la Iglesia en Escocia; «Ojalá yo hubiera vivido de tal manera que algún día se me pidiera hacer algo realmente importante».
El alma humana alberga en su interior el anhelo de cooperar en el cumplimiento de algo realmente importante. Llega un momento en nuestra vida en que estamos espiritualmente preparados para dejar nuestras actividades acostumbradas y a veces mundanas y tomar la decisión importante de aceptar el llamamiento de nuestro profeta, el que ennoblecerá nuestra alma y bendecirá a los demás.
La meta de todo matrimonio de la Iglesia que esté en condiciones físicas de hacerlo, al igual que la de todo joven de diecinueve años, debe ser la de servir en una misión. Por medio del servicio misional en los años de la madurez, se puede dar el mejor ejemplo y testimonio a los hijos y nietos que de ninguna otra manera.
¿Quién es nuestro prójimo? Todos los hijos de nuestro Padre Celestial. Es una gran bendición para ellos que nosotros, con sabiduría y amor, les llevemos el evangelio de nuestro Salvador con sus convenios y bendiciones eternos.
Pedimos a los obispos que oren y hablen con los matrimonios apropiados sobre llamamientos que se puedan hacer. Después de seguir el consejo y la promesa que el Salvador dio a los nefitas de «orar al Padre en mi nombre;. . . creyendo que recibiréis,. . . [y] os será concedida», ellos sabrán, por medio del Espíritu Santo, cómo responder (3 Nefi 18: 19-20).
Grande será el gozo y satisfacción que recibiréis al servir humildemente entre los prójimos que ahora no conocéis. Esta obra goza de la guía divina. Dios vive. Jesús es el Hijo de Dios. Lo testifico en el nombre de Jesucristo. Amén.
























