Recordad siempre al Señor

Conferencia General Abril 1988

Recordad siempre al Señor

Dallin H. Oakspor el élder Dallin H. Oaks
del Quórum de los Doce Apóstoles

Si verdaderamente recordamos al Salvador, serviremos a los demás, perdonaremos, cumpliremos Sus ordenanzas, soportaremos aflicciones, cuidaremos del enfermo y del afligido y amaremos a nuestro prójimo.

En Abril de 1830. el Señor mandó a los miembros de su Iglesia recientemente restaurada que se reunieran «a menudo para tomar el pan y el vino en memoria del Señor Jesús» (D. y C. 20:75). Esta instrucción era la misma que había dado al instituir la ordenanza casi dos mil años antes. En el libro de Lucas dice:

«Y tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí.» (Lucas 22:19.)

Cuando tomamos la Santa Cena, atestiguamos ante Dios el Eterno Padre que recordaremos siempre a su Hijo (D. y C. 20:77, 79; 3 Nefi 18:7, 11). Todos los domingos millones de Santos de los Últimos Días hacen esta promesa. Cuando nos referimos al Salvador, ¿qué quiere decir «recordarle siempre»?

Recordar quiere decir traer algo a la memoria. En las Escrituras se refiere muchas veces a mantener a una persona en la memoria y relacionar con ella sentimientos de amor, lealtad o gratitud. Cuanto más fuerte sea ese sentimiento, mas vivido e influyente será el recuerdo. He aquí algunos ejemplos:

Primero. La mayoría de nosotros tenemos recuerdos muy claros de nuestros padres mortales, los que nos dieron el ser y nos cuidaron en la infancia. Este recuerdo no se desvanece con el tiempo, sino que con la sabiduría de los años llega a ser más significativo. Al envejecer pienso cada vez mas en mis padres, y siempre los recordaré.

Segundo. Poco antes de que naciera nuestro primer hijo, nos enteramos de que era necesario que a mi esposa le hicieran una cesárea. Por aquel entonces, yo era estudiante en la Universidad Brigham Young y tenia al mismo tiempo un trabajo regular. De mis escasos ingresos habíamos ahorrado el dinero para pagar las cuentas de hospital y medico, pero en nuestros planes no cabían tan inesperadas nuevas: además, apenas sabíamos lo que era una cesárea y temimos lo peor.

Unos días después nos enfrentamos con la prueba. Después de lo que me pareció una eternidad, me encontré mirando a través de la vidriera del pasillo hacia la cunita que contenía a nuestra primogénita. Era inefable el gozo de contemplarla y de saber, además, que mi amada compañera había pasado bien la operación. Mientras estaba allí, un desconocido se me acerco y se paro a mi lado; se presento diciéndome que era el Dr. N. Frederick Hicken, el cirujano que había ido de Salt Lake City a Provo para hacer la operación. Su presencia me recordó que en nuestros planes no se contaban los honorarios de un cirujano, y entonces le pregunté si aceptaría que le pagara en cuotas lo que le debíamos. »No se preocupe por eso, joven», me dijo con bondad. «Considérelo un regalo de los Hicken para los Oaks.» Y antes de que pudiera mascullar unas palabras de agradecimiento, había desaparecido.

El inesperado regalo me causo gran asombro. Nuestro benefactor debía de haber conocido a mi padre, que era medico, y ya había muerto, joven todavía, siendo yo un niño. Y seguramente nos había beneficiado con aquel regalo por algo que mi padre habría hecho. Me maravillaba la bondad de aquel hombre que había llegado en medio de un momento tan critico para nosotros y. sin recompensa, había empleado su conocimiento para salvar la vida de mis seres amados. La emoción de ese instante ha hecho que su recuerdo sea indeleble para mí. El nombre de aquel cirujano tiene un valor especial para nosotros, y siempre lo recordare.

Tercero. Hace un tiempo alguien me elogio por algo que había hecho. Aun cuando recibí el elogio, sabía que no lo merecía y que el crédito correspondía a los excelentes maestros que me habían enseñado que hacer y como hacerlo. Mis maestros son dignos de recordar. Tiemblo al pensar en lo que habría perdido si no hubiera tenido maestros que despertaran en mi los deseos de aprender y luego me enseñaran lo necesario. Siempre les estaré agradecido, y siempre los recordare.

Ya os habréis dado cuenta de que he citado estos tres ejemplos porque las razones por las que siempre recordare a esas personas están relacionadas con las razones por las que debemos recordar siempre a Jesucristo: Él es nuestro Creador, nuestro Redentor y nuestro Maestro.

Nuestro Creador, nuestro Redentor, nuestro Maestro

Bajo la dirección de Dios el Padre, y de acuerdo con su plan, su Hijo Jehová creó «los cielos y la tierra, y todas las cosas que en ellos hay» (3 Nefi 9:15). En el principio del mundo Él nos dio la vida y, por el poder de su resurrección nos dará otra vez la vida después que muramos en la tierra. Jesucristo es la vida del mundo.

Él es nuestro Redentor. De acuerdo con el plan del Padre. Él proporcionó el sacrificio expiatorio que nos puede rescatar de la muerte espiritual. En una ofrenda que hizo por su propia voluntad, el Unigénito Hijo de Dios vino a la tierra y derramo su sangre por la remisión de nuestros pecados (véase D. y C. 27:2).

Nuestro Creador y Redentor también es nuestro Maestro. Él nos enseñó como vivir y nos dio mandamientos: si los obedecemos, recibiremos bendiciones y felicidad en este mundo y la vida eterna en el mundo venidero.

Así vemos que Aquel a quien siempre debemos recordar es el que nos dio la vida mortal, el que nos mostró el camino hacia una vida feliz y el que nos redime para que podamos tener inmortalidad y vida eterna.

Si guardamos nuestro convenio de recordarlo siempre, podremos tener siempre la compañía de su Espíritu (véase D. y C. 20:77, 79). Y ese Espíritu nos testificara de Él y nos guiara a la verdad.

Sus enseñanzas y su ejemplo nos guiarán y fortalecerán para que vivamos como debemos. El efecto de esto se describe con las palabras de una canción otrora muy popular: «Trata de recordar, y si recuerdas, sigue en pos del recuerdo» («Try to remember», letra de Tom Jones).

Ahora me referiré a algunas de las enseñanzas que debemos recordar y en pos de las que debemos ir.

Servid según el llamamiento

«Venid en pos de mí» fue la expresión que empleo el Salvador cuando llamo al ministerio a sus ayudantes. Caminando junto al Mar de Galilea vio a dos pescadores, Simón Pedro y su hermano Andrés, trabajando en su oficio. «Y les dijo: Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres . . . Ellos . . . dejando al instante las redes, le siguieron» (Mateo 4:19-20).

Allí estableció el Salvador un modelo para aquellos a quienes llama a Su obra. Por medio de sus siervos, porque El ha dicho: «sea por mi propia voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo» (D. y C. 1:38), Él nos llama para que apartemos tiempo de nuestras actividades diarias para seguirlo y servir a nuestros semejantes. Aun el más grande entre nosotros debe ser «siervo de todos» (véase Marcos 10:43-44). Los que siempre lo recuerden al instante» asumirán y cumplirán las responsabilidades que reciban de sus siervos.

Perdonad a los demás

Entre lo que debemos recordar sobre el Salvador se encuentra el hecho de que hay cosas que debemos olvidar sobre nuestros semejantes, por ejemplo, todo el mal que nos hayan hecho. «Señor», le preguntó el apóstol Pedro al Maestro,  «¿cuantas veces perdonare a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?» (Mateo 18:21) En respuesta. Jesús le enseñó la parábola del siervo despiadado. Era un hombre que tenia una gran deuda con su rey, y cuando le rogó misericordia, el rey se apiado de él y le perdono la deuda. Pero ese mismo hombre no perdonó a uno de sus consiervos que le debía a él una cuenta, sino que lo tomó por el cuello y lo echó en la prisión hasta que le pagase la deuda. Cuando el siervo despiadado se presento ante su rey. este le dijo:

»¿No debías tu también tener misericordia de tu conservo, como yo tuve misericordia de ti?

«Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía.

«Así también mi Padre Celestial hará con vosotros», concluyó Jesús. (Mateo 18:33-35; Mateo 6:14-15; 3 Nefi 13:14-15.)

El Señor nos ha dicho en la revelación moderna:

‘ . . . cl que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor, porque en él permanece cl mayor pecado.» (D. y C. 64:9.)

Si recordamos siempre a nuestro Salvador, perdonaremos y olvidaremos los resentimientos que tengamos contra los que nos hayan hecho mal.

Recibid las ordenanzas

Al principio de su ministerio, Jesús fue a buscar a Juan el Bautista, que predicaba el bautismo de arrepentimiento para la remisión de pecados (véase Marcos 1:4).

»Entonces Jesús vino de Galilea a Juan al Jordán, para ser bautizado por él.

«Mas Juan se le oponía, diciendo: Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tu vienes a mí?

«Pero Jesús le respondió: Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia . . . » (Mateo A: 13 15).

Los que van en pos del Salvador comprenderán la importancia de la ordenanza del bautismo Con el fin de cumplir toda justicia», el Cordero sin mancha vio la necesidad de someterse al bautismo de manos de quien poseía la autoridad del sacerdocio. ¡Cuanta más necesidad tiene cada uno de nosotros del poder purificador y salvador de esta y las otras ordenanzas del evangelio!

Si lo recordamos siempre, debemos esforzarnos por seguir al Salvador a las aguas del bautismo, nosotros y los de nuestra familia, y por lograr que también lo hagan todos los hijos de Dios, en todas partes. Esto nos recuerda nuestra misión de proclamar el evangelio, perfeccionar a los miembros de la Iglesia y redimir a los muertos .

Soportad las aflicciones

Recordar al Salvador también nos llevara a comprender y soportar mejor las inevitables aflicciones de esta vida. Él enseñó:

«Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo.
«Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros.» (Mateo 5:11-12.)

Socorred a los enfermos y afligidos

Cuando el Señor resucitado apareció ante los habitantes de este continente, les enseñó, y eligió lideres y les dio a estos la autoridad de su sacerdocio. Luego sano a los enfermos, a los cojos, a los ciegos y a todos los demás afligidos. Después «mandó que trajesen a sus niños pequeñitos . . . y les bendijo, y rogó al Padre por ellos» (3 Nefi 17:11, 21).

Al recordar ese ejemplo inspirador, también recuerdo las visitas y cartas que he recibido de personas que cuidan de sus seres queridos que se encuentran enfermos o de los que están afligidos por las dolencias de la vejez: pienso,  además, en los que sufren al ver a los niños afectados por enfermedades o incapacidades físicas o emocionales. ¡Cómo se afligen por sus pequeños! ¡Cuánto necesitan de nuestro amor y apoyo! Y recuerdo las palabras: En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis» (Mateo 25:40). Con ellas el Salvador nos asegura que habrá bendiciones para los que lleven estas cargas y una prueba para los que puedan ofrecerles sostén.

Amad a vuestro prójimo

Siempre debemos recordar lo que nos enseñó el Salvador de amarnos y hacernos bien los unos a los otros. El amor y el servicio mutuos puede resolver muchos problemas.

Hace poco recibí una carta de una hermana de otro país, en la que habla del problema de los miembros de la lglesia que no tienen cónyuge. «¿Dónde me corresponde estar?», me preguntaba. Anhelaba poder participa en reuniones sociales de la Iglesia, pero decía que estas siempre se planeaban como para matrimonios.  Se sentía fuera de lugar, y como obligada por la situación a privarse de asistir, con tal de no sentirse en esas reuniones como «pollo en corral ajeno».

Hablaba también del trauma de estar sola, especialmente si es por abandono, divorcio o muerte del cónyuge, y de que cuando era casada.

«Yo misma nunca pensaba mucho en el problemas de las hermanas solas; sólo sentía una pena impotente por ellas» Pero al encontrarse ella misma en esa circunstancia, pensaba que las hermanas casadas tendían a apartarse de las que estaban solas Y me preguntaba que se podía hacer para ayudar a los miembros de la Iglesia que están solos y que experimentan lo que ella describía como «un sentido de rechazo, de no ser aceptados y de no despertar interés en los otros miembros». A juzgar por las cartas que recibimos, creo, hermanos, que hay miles de miembros adultos en esta situación y con pensamientos similares.

Nuestro Salvador nos dio la parábola del buen pastor, que dejó al rebaño y se fue en busca de una ove ja perdida (Lucas l5:36) Ese mismo principio, ¿no exige a los matrimonios que disfrutan de amor y compañía mutuos que incluyan en su círculo social a los hermanos que no tienen compañero? «Trata de recordar, y si recuerdas, sigue en pos del recuerdo».

Hace unos años se me asignó hablar a un grupo de la Cámara de Comercio de Salt Lake City. Durante un periodo de preguntas y respuestas, una mujer muy educada que no era de nuestra. Se habló en forma conmovedora sobre lo que habían sufrido sus hijos porque los niños miembros de la Iglesia los dejaban de lado en la escuela y el vecindario. Y no hace mucho tiempo un converso a la Iglesia en Utah escribió expresando su preocupación porque ha observado que hay buenas personas que, no siendo miembros de la Iglesia, vienen a Utah con grandes esperanzas de vivir entre buenos vecinos y se encuentran, según dice él, «en el mejor de los casos excluidos de todo, y en el peor de los casos completamente aislados».

Naturalmente, habrá diferencias entre las normas y las actividades sociales de los Santos de los Ultimos Días fieles y los que no lo son; pero esas diferencias no son motivo para la exclusión, la arrogancia ni la indiferencia de parte de los miembros. Como decía en su carta el converso de que hable:

«Creo que Satanás esta tan ocupado entre los santos, alejándolos de sus vecinos, como lo esta entre los enemigos de la Iglesia para que se vuelvan contra ella.»

Al hacer el convenio de que siempre recordaremos a nuestro Salvador, no debemos olvidar este mandato de Jehová a Israel:

«Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que more entre vosotros, y lo amaras como a ti mismo . . . » (Levítico 19:34; Exodo 22:21; Deuteronomio 10: 19).

Debemos recordar siempre que Jesús nos mando amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. E ilustro esa gran enseñanza con el ejemplo del Buen Samaritano, que atravesó las barreras sociales de su época para llevar a cabo actos de bondad y misericordia. Después de contarla, el Maestro dijo: «Ve, y haz tú lo mismo» (Lucas 10:30-37).

Hace una década el presidente Spencer W. Kimball dijo:

«Fraternicemos con los estudiantes de toda nación que vengan a nuestra tierra, de modo que seamos nosotros, mas que cualquier otra persona, quienes los tratemos como hermanos con verdadera amistad, aunque no estén interesados en el evangelio.» (Discurso del seminario para Representantes Regionales del 29 de septiembre de 1978.)

Esa exhortación profética debe guiarnos en todas nuestras relaciones con los demás.

«A quien mucho se da, mucho se requiere»

Al recordar a nuestro Señor y Salvador, debemos contar y apreciar las grandes bendiciones que tenemos como miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días. Nos ha enseñado el Señor Jesucristo; sus profetas nos han guiado; hemos recibido las ordenanzas selladoras del evangelio; el Señor nos ha bendecido abundantemente.

Cuando recordemos todo eso, deberemos recordar también la divina advertencia: «De aquel a quien mucho se da, mucho se requiere» (D. y C. 82:3; Lucas 12:48). Ese principio eterno de ley y justicia es una muestra de lo que Dios espera de nosotros.

Que podamos recordar siempre al Salvador, tal como lo pactamos, es mi humilde oración en el nombre de Jesucristo. Amén.

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