Magnifiquemos nuestro llamamiento

Conferencia General Abril 1989logo 4
Magnifiquemos nuestro llamamiento
por el presidente Gordon B. Hinckley
Primer Consejero de la Primera Presidencia

Gordon B. Hinckley«El Señor necesita hombres, tanto jóvenes como mayores, que lleven en alto los pabellones de Su reino con una fuerza positiva y un propósito firme.»

Mis hermanos, esta ha sido una hermosa reunión. Yo también felicito a nuestro amado presidente Ezra Taft Benson por el honor que recibió en reconocimiento a sus méritos. Es algo que no solo lo honra a el sino también a toda la Iglesia.

Este es un gran tributo a la grandeza de su vida. Felicito a las organizaciones Scout porque escogieron a un hombre que durante toda su vida fue un ejemplo destacado de las mejores enseñanzas del programa Scout. Ahora tiene casi 90 años y, cuando recuerdo su vida, veo que ha obedecido principios correctos sin desfallecer: se ha mantenido fiel, ha obedecido los mandamientos y constantemente nos ha dado animo para que hagamos lo mismo.

Hace mucho tiempo que no asisto a una reunión de una tropa Scout y no estoy familiarizado con el programa actual de esas reuniones. Pero tengo vivos recuerdos de cómo se llevaban a cabo cuando era un jovencito. Me hice Scout en 1922, hace casi sesenta y siete años. En aquel tiempo no había programa de lobatos. Un joven tenia que cumplir doce años para poder inscribirse en el programa Scout. Nos reuníamos como tropa los martes de noche. Cuando llegábamos éramos un grupo muy ruidoso, pero nuestro maestro Scout, Charlie Robinson, hacia sonar su silbato y todos nos poníamos en fila. Levantábamos la mano derecha y repetíamos juntos la promesa Scout: «Por mi honor prometo hacer cuanto de mi dependa para cumplir mis deberes para con Dios y la Patria, ayudar al prójimo en toda circunstancia y cumplir fielmente la Ley Scout».

Era como un rito todos los martes. No prestábamos mucha atención a las palabras, pero la promesa se fijó en nuestra mente y yo la he recordado durante todos estos años.

Esta no es una reunión de Scouts a pesar de que se ha dicho bastante del programa Scout. Es una reunión del sacerdocio y, por lo tanto, quisiera sugeriros otra promesa que podríais hacer vosotros, todos los hombres y los jóvenes reunidos en todas partes del mundo: «Por mi honor prometo hacer cuanto de mi dependa para magnificar el sacerdocio de Dios que me ha sido conferido».

La palabra magnificar es muy interesante. Como yo la interpreto, quiere decir aumentar, aclarar, atraer y fortalecer.

Tengo aquí un par de prismáticos que tienen mucho valor para mi, no sólo porque son prácticos sino también por razones sentimentales. Me sirven para agrandar los objetos que miro y me recuerdan a un gran hombre que magnificaba su sacerdocio. Me los regaló en 1962 el presidente Henry D. Moyle, el que entonces era consejero de la Primera Presidencia, después de una serie de hermosas reuniones con todos los misioneros de Europa y las Islas Británicas. Siempre que los uso recuerdo al que me los obsequió.

Todos vosotros, por supuesto, estáis familiarizados con los prismáticos. Cuando uno se los acerca a los ojos y los enfoca, magnifican o parecen acercar los objetos dentro del campo de visión. Pero si uno les da vuelta y mira por el otro extremo, parece reducirse y alejarse todo lo que se ve.

Así sucede con nuestras acciones como poseedores del sacerdocio. Cuando cumplimos con nuestro sagrado llamamiento, cuando demostramos amor a Dios por medio del servicio al- prójimo, cuando utilizamos nuestra fortaleza y talentos para aumentar la fe y predicar la verdad, magnificamos nuestro sacerdocio. Cuando, por el contrario, vivimos una vida egoísta, cuando nos entregamos al pecado, cuando nuestro único objetivo es alcanzar las cosas de este mundo en lugar de las cosas de Dios, desvaloramos nuestro sacerdocio.

Jacob, el hermano de Nefi, al hablar del llamamiento que el y su hermano José habían recibido, dijo:

«Y magnificamos nuestro ministerio ante el Señor, tomando sobre nosotros la responsabilidad, trayendo sobre nuestra propia cabeza los pecados del pueblo si no le enseñábamos la palabra de Dios con toda diligencia.» (Jacob 1:19.)

A todos los oficiales y a todos los La presidencia general de la Primaria, de izquierda a derecha: la hermana Betty Jo N. Jepsen, Primera Consejera; la hermana Michaelene P. Grassli, Presidenta; y la hermana Ruth B. Wright, Segunda Consejera.

maestros que tienen un cargo del sacerdocio en esta Iglesia se les da la responsabilidad de magnificar ese llamamiento en el sacerdocio. Cada uno de nosotros es responsable del bienestar y del progreso espiritual de otras personas. No vivimos sólo para nosotros. Para poder magnificar nuestros llamamientos, no podemos vivir sólo para nosotros. Magnificamos nuestro sacerdocio si servimos con diligencia, si enseñamos con fe y demostramos que tenemos un testimonio; si inspiramos y fortalecemos y ayudamos a tener convicciones correctas a los que nos rodean y somos capaces de influenciar. Si en cambio vivimos sólo para nosotros y servimos a regañadientes, si hacemos nuestra obra a medias, restamos importancia a nuestro sacerdocio igual que al mirar del lado contrario de los prismáticos reducimos la imagen y los objetos parecen alejarse.

Jacob también dijo: »Pues bien, mis amados hermanos. . . según la responsabilidad bajo la cual me hallo ante Dios, de magnificar mi oficio con seriedad. . . vengo hoy para. . . declararos la palabra de Dios» (Jacob 2:2).

Todo misionero tiene la responsabilidad de magnificar su llamamiento al enseñar el plan de Dios. Todo maestro tiene la responsabilidad de magnificar su llamamiento al enseñar la palabra de Dios. Todo oficial de la Iglesia tiene la responsabilidad de magnificar su llamamiento al enseñar el orden de Dios.

El Señor dijo en esta dispensación a José Smith y a Oliverio Cowdery: «Magnifica tu oficio» (D. y C. 24:3).

Y agregó: «Dedícate a tu llamamiento y tendrás lo necesario para magnificar tu oficio» (D. y C. 24:9).

En esa misma revelación, el Señor dijo algo muy interesante en lo que respecta a Oliverio Cowdery:

»En mi tendrá gloria, y no de si mismo, ya sea en debilidad o en fortaleza, bien sea cautivo o libre; y a todo tiempo y en todo lugar, de día y de noche, abrirá su boca y declarara mi evangelio como con la voz de trompeta. Y le daré fuerza como no se conoce entre los hombres.» (D. y C. 24:1 1-12.)

Oliverio, como José Smith, recibió el Sacerdocio Aarónico de manos de Juan el Bautista y, mas adelante, el Sacerdocio de Melquisedec de manos de Pedro, Santiago y Juan. Oliverio magnificó su sacerdocio como testigo del Libro de Mormón, como consejero del Profeta, al seleccionar a los Doce Apóstoles y enseñarles, como misionero, al predicar el evangelio en las zonas recientemente colonizadas y como maestro y discursante cuya voz acarreaba el poder de la persuasión.

Sin embargo, se volvió y comenzó a mirar por el lado contrario de los lentes de aumento. Encontró defectos y se quejó. Su llamamiento perdió eficacia, su sacerdocio se desvalorizó y se alejó de los que tenían la autoridad en la Iglesia.

Desapareció su poder de persuadir y desapareció también el poder del sacerdocio de Dios que tuvo en un tiempo y que magnificó. Por once años anduvo por la vida sin amigos. Sufrió pobreza y enfermedades.

Entonces, en otoño de 1848, el y su familia se fueron a vivir a Council Bluffs donde se encontraron rodeados de muchos miembros de la Iglesia que estaban en viaje hacia el Oeste. En una conferencia de la Iglesia que se realizó en Kanesville el 24 de octubre de 1848, Oliverio Cowdery dijo:

»Amigos y hermanos:

»Me llamo Cowdery, Oliverio Cowdery. En la historia de la Iglesia yo formaba parte de sus concilios. No porque fuera mejor que otros hombres se me llamó para que llevara a cabo los objetivos de Dios. El me llamó a ocupar un llamamiento sagrado. Yo escribí con mi propia pluma todo el Libro de Mormón (excepto algunas paginas) a medida que el Profeta José Smith lo traducía por el poder y el don de Dios, con la ayuda del Urim y Tumim, o como se les llame en ese libro, ‘ interpretes ‘ .

«Yo vi con mis propios ojos y toque con las manos las laminas de oro de las cuales se tradujo. . . Ese libro contiene la verdad. No lo escribió Sidney Rigdon ni lo escribió el Señor Spaulding; yo lo escribí a medida que provenía de los labios del Profeta. . .

»Yo estaba con José Smith cuando un ángel de los cielos bajó y nos confirió . . . el Sacerdocio Aarónico y nos dijo, al mismo tiempo, que este sacerdocio permanecerla en la tierra mientras esta existiera. También estaba con José cuando el mas alto o Sacerdocio de Melquisedec nos fue conferido por los Santos Angeles de las alturas. . .

«Hermanos, por muchos años he estado separado de vosotros y ahora deseo regresar. Quiero regresar con humildad y ser uno de vosotros. No busco ninguna posición. Sólo quiero volver a ser contado entre vosotros. Estoy fuera de la Iglesia, pero deseo ser miembro. Quiero entrar por la puerta: yo se cual es, no quiero pedir que se haga ninguna excepción. Vengo a vosotros con humildad y me entrego a la decisión de la Iglesia, porque se que sus decisiones son correctas.» (Stanley R. Gunn, Oliverio Cowdery, Salt Lake City, Bookcraft, 1962, págs. 203-204.)

Lo aceptaron y se bautizó otra vez. Deseaba de corazón vivir con los santos en los valles de las montañas, pero murió el 2 de marzo de 1850 sin que se hubiera cumplido ese sueño.

Este es uno de los episodios mas tristes de la historia de la Iglesia. Mientras magnificó su llamamiento, el fue magnificado. Cuando deshonró su llamamiento, se consumió en el anonimato y en la pobreza. Es cierto que volvió, pero nunca pudo recuperar su posición anterior. Nunca recuperó la incomparable promesa que le dio el Señor de que dependiendo de su fidelidad, tendría gloria y recibirla «fuerza como no se conoce entre los hombres» (D. y C. 24:12).

También es conmovedora y espléndida la promesa que se le da a todo varón que magnifica su llamamiento como poseedor del sacerdocio. El Señor dijo que serían » . . . santificados por el Espíritu para la renovación de sus cuerpos. Llegan a ser los hijos de Moisés y de Aarón, y la descendencia de Abraham, y la iglesia y reino, y los elegidos de Dios.» (D. y C. 84:33-34.)

Además, todo lo que el Padre tiene se les dará.

No hay una promesa mejor que esta. Yo he conocido a hombres que han recibido lo que se les prometió. Me encontré con algunos de ellos el otro día en el Templo de Saint George. He conocido y observado a estos hombres por mucho tiempo. Ahora tienen el cabello blanco y no caminan con la vitalidad que los caracterizaba hace unos años. Estos hombres a los que me refiero nunca han sido ricos, pero son muy sabios y tienen mucha fe. Han sido hombres que desde los días de su juventud han tenido el sacerdocio de Dios, han obrado iluminados por ese sacerdocio y han magnificado sus llamamientos. Han dejado sus hogares y se han sacrificado para servir como misioneros y como presidentes de misión. Han servido como obispos y presidentes de estaca. Dondequiera que han ido, ya sea por sus carreras o por sus llamamientos eclesiásticos han encendido una luz con la llama de su propia fe y han iluminado los lugares que antes estaban oscuros.

Con buen o mal tiempo, con sol o tormenta, tanto en la derrota como en la victoria han mantenido los ojos «en el extremo útil de los prismáticos», magnificando sus llamamientos y atrayendo hacia sí las cosas sagradas y eternas de Dios.

¿Cómo podemos nosotros hacer lo mismo’? ¿Cómo aumentamos el poder del sacerdocio con el que se nos ha investido? Lo hacemos cuando enseñamos principios verdaderos. El Señor nos ha dicho: «Y os mando que os enseñéis el uno al otro la doctrina del reino» (D. y C. 88:77).

También quitamos valor a nuestro llamamiento y restamos importancia a esa misión cuando promovemos lo que no esta en las Escrituras ni aprueba el Profeta del Señor o especulamos en ello. En cambio, nuestra responsabilidad, como lo establecen nuestras revelaciones actuales, es » . . . ligar la ley y sellar el testimonio, y preparar a los santos para la hora del juicio que ha de venir; a fin de que sus almas escapen de la ira de Dios, la desolación de abominación que espera a los malvados, tanto en este mundo como en el venidero» (D. y C. 88:84-85) .

Magnificamos nuestro sacerdocio y honramos nuestro llamamiento cuando servimos con diligencia y entusiasmo en los cargos que nos delegan las autoridades correspondientes. Hago hincapié en las palabras «diligencia y entusiasmo» porque esta obra no ha alcanzado su actual importancia debido a la indiferencia de los que han trabajado en ella, sino al contrario. El Señor necesita hombres, tanto jóvenes como mayores, que lleven en alto los pabellones de Su reino con una fuerza positiva y un propósito firme.

¿Quien sigue al Señor?
Hoy ya se deja ver,
clamamos sin temor,
¿Quien sigue al Señor?»
(Himnos de Sión, 127.)

Cuando nos acercamos para ayudar a los que nos necesitan y fortalecer a los que flaquean, magnificamos nuestro llamamiento y aumentamos el potencial de nuestro sacerdocio. El Señor ha dicho a todos los que hemos sido investidos con la autoridad del santo sacerdocio: »De manera que, se fiel; desempeña el oficio que te he designado; socorre a los débiles, levanta las manos caídas y fortalece las rodillas desfallecidas» (D. y C. 81:5).

¡Hay tanta desgracia en este mundo! Hay muchas personas que lloran de soledad y de temor y que necesitan desesperadamente que las escuchemos y que las comprendamos. Hay padres o madres solos que luchan por criar a su familia. Hay casas que necesitan pintura, jardines que necesitan limpieza y cuyos dueños no tienen ni la fortaleza ni el dinero que se requiere para hacerlo. Hay jóvenes fuertes entre nosotros; hay miles de ellos en estas congregaciones esta noche. Son los jóvenes del Sacerdocio Aarónico que pueden ayudar a otras personas y beneficiarse a sí mismos al rendir ese servicio.

Magnificamos nuestro llamamiento cuando somos hombres honrados e íntegros. Lo deshonramos cuando nos rebajamos con acciones malas y mezquinas, cuando pisoteamos las necesidades y el bienestar de otras personas mientras dedicamos todo nuestro tiempo a acumular lo que no podemos llevar con nosotros cuando pasemos de esta vida a la otra.

Honramos nuestro sacerdocio y magnificamos su influencia cuando somos virtuosos y fieles. La inmoralidad y la infidelidad son totalmente incompatibles con el sacerdocio de Dios. El joven que tiene la fortaleza de negarse a tomar drogas, el que tiene la fortaleza de negarse a tomar cerveza y otras bebidas alcohólicas, el que tiene la determinación de no cometer pecados sexuales magnifica su llamamiento de diácono, maestro o presbítero. El hombre maduro que tiene esa misma integridad, el esposo que es absolutamente fiel a la esposa con la que esta casado, el padre que nunca abusa de un hijo, ni sexualmente ni de ninguna otra forma, son todos hombres que magnifican el sacerdocio al cual han sido ordenados con poder de lo alto. Los que hacen lo contrario desvaloran tal poder. Y aunque sean ordenados, el Señor ha declarado que:

» . . . cuando intentamos encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro orgullo, nuestra vana ambición, o ejercer mando, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se aparta, se acabó el sacerdocio o autoridad de tal hombre. He aquí, antes que se de cuenta, queda abandonado a si mismo para dar coces contra el aguijón, para perseguir a los santos y combatir contra Dios.» (D. y C. 121:37-38.)

Estas son palabras severas, pero tan ciertas como que el sol sale de mañana. Yo he conocido a hombres así. Los he visto caer y consumirse y hoy en día se revuelcan en la desgracia y en la maldad y tienen el corazón lleno de odio.

A cada uno de nosotros el Señor nos ha dicho que magnifiquemos nuestro llamamiento. No siempre es fácil, pero hacerlo siempre nos recompensa. Y los que tenemos esta autoridad divina recibimos bendiciones. Por cl contrario, si miramos por el lado contrario de los prismáticos nuestro poder se consume y nuestra contribución disminuye. Si trabajamos desde la perspectiva correcta, la perspectiva de Dios que es la natural y la verdadera, nos elevamos y fortalecemos y somos mas felices, además de ser una bendición en la vida de otros ahora y para siempre.

Mis hermanos, os testifico que estas cosas son verdaderas. Os testifico que este poder divino que poseemos proviene de Dios nuestro Padre Eterno y lo ejercemos en el nombre de Su Amado Hijo. En el nombre de El, Jesucristo. Amén.

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2 Responses to Magnifiquemos nuestro llamamiento

  1. Avatar de John Sepúlveda John Sepúlveda dice:

    Hermosa y edificante enseñanza de un profeta de Jesucristo

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  2. Avatar de Hernan Javier Escobar. Hernan Javier Escobar. dice:

    Muy edificante este discurso, ésta responsabilidad del sacerdocio nos involucra a todos los hombres del mundo, miembros o no miembros de la iglesia, sólo por el hecho de haber aceptado venir a ésta tierra.

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