Aun hasta el final

Conferencia General Octubre 1989logo 4
Aun hasta el final
Por el Elder Jeffrey R. Holland
Del Primer Quórum De Los Setenta

Jeffrey R. Holland«Hay algo que pasara la prueba de todos los tiempos, de toda tribulación, de todo programa y de toda transgresión; algo que nunca falla, y es el amor puro de Cristo.»

Me uno al elder Hansen y a todos mis hermanos que han sido llamados recientemente a los quórumes de los Setenta y yo también expreso mi gratitud al Señor por el privilegio de este llamamiento y por esta oportunidad que se me da de servir. Es imposible explicar el sentido de responsabilidad o los sentimientos de incapacidad que uno tiene cuando se le llama a un ministerio como este. En todas estas semanas de introspección, repetidas veces me he sentido como Pablo lo explicó una vez: ‘. . . abrumados sobremanera mas allá de. . . nuestras fuerzas» (2 Corintios 1:8).

También me gustaría expresar el agradecimiento que siento hacia mi familia, que me ha brindado su amor, que ha orado por mí, que me ha confortado y apoyado toda mi vida, como sólo una familia lo puede hacer. Sólo ellos saben cuanto los amo, y sólo yo se lo mucho que ellos significan para mí, y lo significarán siempre.

Esta tarde me gustaría dar las gracias a los fieles miembros de la Iglesia por el voto de sostenimiento que me dieron en el mes de abril pasado. No es nada fácil «dar sostenimiento» a otra persona. Esa palabra quiere decir «apoyar» o, si se prefiere, «dar aliento». Cuando sostenemos la vida, la nutrimos, la prolongamos. Cuando apoyamos a un amigo o a un vecino o a un extraño en la calle, le brindamos nuestro sostén, le damos nuestra fortaleza y le prestamos ayuda; nos alentamos el uno al otro bajo el peso de las circunstancias presentes; llevamos las cargas de unos y otros bajo las abrumantes tensiones personales de la vida.

Al igual que en todo lo demás, el Señor Jesucristo es nuestro ejemplo e ideal en lo que se refiere a brindar apoyo. Él es la «mano derecha» suprema; Él «todo lo sufre. . . todo lo espera» (1 Corintios 13:7). En ningún momento demostró con mas claridad esa devoción inquebrantable que durante aquellos momentos finales de su etapa mortal, circunstancia en la que es muy posible que haya deseado tener el apoyo de los demás.

Al prepararse la sagrada cena de aquella ultima semana de la Pascua, Jesus se encontraba bajo una gran tensión emocional. Sólo él sabia lo que le esperaba y, aun así, es posible que no haya comprendido el grado de dolor que debía padecer antes de que pudiera decir: «El Hijo del Hombre se ha sometido a todas ellas» (D. y C. 122:8).

Durante la cena y en medio de esos pensamientos, Jesus lentamente se levantó, se ciñó el manto como lo habría hecho un esclavo o un siervo, se puso de rodillas y comenzó a lavar los pies de los Apóstoles. Ese pequeño grupo de creyentes en este nuevo reino iba muy pronto a enfrentarse con una de las pruebas más difíciles, de modo que Él puso a un lado su creciente angustia para servir y fortalecer, una vez mas, a sus discípulos. No importaba que ninguno de ellos le hubiera lavado los pies. Con la mayor humildad, Él continuó enseñando y lavándoles los pies. Hasta el último momento, y aun después, les brindó su apoyo y les sirvió. Juan, quien estuvo allí y lo presenció todo, escribió: » . . . como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Juan 13:1).

Así fue, y así tenia que ser, durante toda la noche, a través del dolor y para siempre. El siempre habría de ser la fortaleza de ellos, y ni siquiera la angustia de su propia alma le impidió ser el apoyo de los demás.

En un silencio bañado por la luna de aquella noche del lejano oriente, Él cargó sobre sus hombros todo intenso dolor, toda profunda pena, todo gran error y dolor humano que se hubiera tenido o cometido desde el comienzo de los tiempos. Pero en un momento como ese, cuando alguien pudo habérselo dicho E1 en cambio nos dice: «No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo» (Juan 14:27).

«. . vosotros llorareis. . .», dijo, estaréis tristes, solos, atemorizados y hasta a veces sufriréis persecución: «pero. . . vuestra tristeza se convertirá en gozo. . . confiad, yo he vencido al mundo» (Juan 16:20, 33; cursiva agregada).

¿Cómo pudo El hablar así, de gozo y confianza, en una noche como aquella en que sabía todo el dolor que le esperaba? Pero esas son las bendiciones que El siempre dio y esa es la forma en que siempre habló, aun hasta el momento final.

No sabemos hasta que grado sus discípulos llegaron a comprender los sucesos que estaban por acontecer, pero si sabemos que Cristo hizo frente a esos últimos momentos totalmente solo. Durante uno de esos comentarios sencillos y sinceros que Él hizo a sus hermanos, dijo: «Mi alma esta muy triste, hasta la muerte» (Mateo 26:38). Y entonces se alejó para hacer lo que sólo Él podía hacer. La Luz del Mundo se alejó de la compañía humana y fue al Getsemaní a luchar, solo, con el príncipe de las tinieblas. Y entró en él, se arrodilló, se postró sobre su rostro y, llorando con una angustia que ni vosotros ni yo jamas conoceremos, dijo: «Padre mío, pase de mí esta copa» (Mateo 26:39). Pero El sabia que, para nuestro beneficio, no podía ser así y que por lo tanto debía beber la amarga copa hasta el final.

Sus discípulos, comprensiblemente, estaban cansados y muy pronto se durmieron. ¿Pero Jesús? ¿No tenía El sueño? ¿No estaba acaso también fatigado? ¿Cuándo recibiría el descanso y el sueño que podrían brindarle las fuerzas que necesitaba para enfrentar esa terrible prueba? Simplemente no le preocupaba, y parecería que nunca le preocupó. Él perdurará siempre hasta el fin; Él triunfará; El no titubeará ni decaerá.

Aun en la cruz reinaría con la benevolencia y el aire de un Rey. De los que le desgarraron la carne y le derramaron la sangre dijo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). Y al ladrón arrepentido, que estaba a su lado, tiernamente le prometió el paraíso. Y a su amada madre, a quien no pudo hacer un gesto de amor con sus manos, simplemente la miró y le dijo: «Mujer, he ahí tu hijo». Entonces le encomendó a Juan que la cuidara, diciéndole: «He ahí tu madre» (Juan 19:26-27). Hasta el último momento se preocupó por los demás, y en especial por ella.

Y por último, cuando debía pisar, El solo, el lagar de redención,  ¿podría El perseverar hasta el momento mas terrible de todos, el dolor mas profundo y angustiante el cual no fue causado por las espinas de la corona, ni los clavos de las manos y los pies, sino por el terror de sentirse total y absolutamente solo? «Eloi, Eloi, ¿lama sabachthani?. . . Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mareos 15:34). ¿Puede El cargar con todos nuestros pecados y con nuestro temor y soledad? Así lo hizo, así lo hace y así lo hará.

No tenemos idea de cómo se puede tolerar un dolor de esa magnitud, pero no es de extrañarse que el sol haya escondido su faz avergonzado, ni que el velo del templo se haya rasgado, ni que la tierra misma se haya crispado ante el tormento de este hijo perfecto. Y por lo menos uno de los centuriones romanos, que lo presenció todo, sintió lo que todo aquello significaba, y no es de extrañarse que haya pronunciado la declaración eterna: «Verdaderamente este era el Hijo de Dios» (Mateo 27:54).

En la vida todos tenemos temores y fracasos. A veces las cosas no suceden como lo deseamos y, tanto en forma privada como en publica, nos sentimos aparentemente abandonados, sin fuerzas para seguir adelante. A veces la gente nos falla, o la situación económica y otras circunstancias marchan mal y la vida, con sus pesares y problemas, puede hacernos sentir muy solos.

Sin embargo, yo os testifico que cuando pasemos por esas dificultades, hay algo que nunca jamas nos fallara. Hay algo que pasara la prueba de todos los tiempos, de toda tribulación, de todo programa y de toda transgresión; algo que nunca falla, y es el amor puro de Cristo.

Moroni clamó al Salvador del mundo de esta manera: «. . .recuerdo que tu has dicho que has amado al mundo, aun al grado de dar tu vida por el mundo. . . Ahora se», escribió, «que este amor que has tenido por los hijos de los hombres es la caridad» (Eter 12:33-34).

Después de haber visto desaparecer una dispensación y toda una civilización, Moroni, concluye, dirigiéndose a cualquiera que desee oírle en los últimos días: » . . . si no tenéis caridad, no sois nada» (Moroni 7:46). Sólo el amor puro de Cristo puede salvarnos. El amor de Cristo es sufrido y benigno; el amor de Cristo no se envanece ni se irrita fácilmente. Sólo Su amor le permite a Él, y a nosotros, sufrir todas las cosas, creer todas las cosas y soportar todas las cosas. (Moroni 7:45.)

«Oh amor refulgente, divino amor.
Grande es mi deuda de gratitud,
Que de su ofrenda parte soy
Y cabida me da en su corazón.
(Hymns, 1985, núm. 187.)

Yo testifico que Cristo nos ama hasta el fin a todos los que estamos en el mundo; su amor puro nunca deja de ser; ni ahora, ni nunca.

De ese voto de apoyo divino para todos nosotros yo testifico en esta su Iglesia verdadera y viviente, en el nombre de Jesucristo. Amen.

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