Guardemos los convenios y honremos el sacerdocio

Conferencia General Octubre 1993
Guardemos los convenios y honremos el sacerdocio
Elder James E. Faust
Del Quórum de los Doce Apóstoles

James E. Faust«En las asambleas gubernamentales de algunos países, hoy grupos a los que en inglés llamamos ‘la oposición leal’, pero esa expresión no se aplica al Evangelio de Jesucristo.»

Hermanos, nunca he estado ante esta gran asamblea del sacerdocio con un sentimiento de humildad más profundo que el que tengo esta noche.  Oro fervientemente pidiendo no sólo que me comprendan, sino también que no me interpreten indebidamente.  Con verdadero anhelo procuro la guía del Espíritu Santo y la comprensión de mis hermanos, y expreso mi amor y mi profundo respeto por los hermanos del sacerdocio de esta Iglesia jovencitos y niños, pronto se les dará la responsabilidad de guiar espiritualmente a su familia y a la Iglesia, por lo que es esencial que entiendan la importancia de guardar los convenios y de honrar el sacerdocio que poseen.

Como preludio de lo que quiero analizar, creo que es importante que exponga algunos principios fundamentales tal como yo los entiendo.  La obra de Dios es «llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre» (Moisés 1:39).  En varias épocas, desde los días de Adán, Dios ha dado al hombre el sacerdocio con el fin de llevar a efecto el gran plan de salvación para toda la humanidad.  Por medio de la fidelidad, las bendiciones transcendentales de la vida eterna proceden de la autoridad de este sacerdocio.

Para que estas bendiciones del sacerdocio se manifiesten, es preciso que haya una  unidad constante entre los que poseemos esa autoridad.  Debemos ser leales a los líderes que han sido llamados a presidir sobre nosotros y a poseer las llaves del sacerdocio.  Las palabras del presidente J. Reuben Clark, hijo, todavía resuenan en nuestros oídos: «Hermanos, seamos unidos».

El también explicó: «Un aspecto esencial de la unidad es la lealtad, la cual es una cualidad muy difícil de poseer, y requiere la habilidad de poner a un lado el egoísmo, la codicia, la ambición y todas las características mezquinas de la mente humana.  No se puede ser leal a menos que se esté dispuesto a entregarse a sí mismo… Hay que dejar de lado las preferencias y los deseos personales y tener presente sólo la gran meta final» O. Reuben Clark, hijo, Inmortalidad y vida eterna, Curso de estudio del Sacerdocio de Melquisedec, 1968-1969, págs. 158-63).

¿Cuál es la naturaleza del sacerdocio?  El profeta José Smith dijo al respecto:

«Es la autoridad eterna de Dios por medio de la cual se creó y se gobernó el universo, y se crearon las estrellas del firmamento; es la autoridad por medio de la que obra el gran poder de la exaltación en todo el universo».

El profeta José Smith también enseñó:

«Quedó instituido desde antes de la fundación de esta tierra, antes que ‘las estrellas todas del alba alabaran, y se regocijaran todos los hijos de Dios’, y es el sacerdocio mayor y más santo, y es según el orden del Hijo de Dios…» (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 198).

No cabe la menor duda de que el poder del sacerdocio es mucho mayor de lo que podemos comprender.  El profeta José Smith dijo lo siguiente de ese gran poder:

«…todo aquel que fuese ordenado según este orden y llamamiento tendría poder, por medio de la fe, para derribar montañas, para dividir los mares, para secar las aguas, para desviarlas de su curso; para desafiar los ejércitos de naciones, para dividir la tierra, para romper toda ligadura, para estar en la presencia de Dios… y esto por la voluntad del Hijo de Dios que existió desde antes de la fundación del mundo» (Traducción de José Smith, Génesis 14:30-3l). El sacerdocio obra en base a un sistema de orden divino.  No obstante, no es algo vago, una esencia etérea, sino que debe conferirse por medio de la ordenación y tiene oficios específicos.  Los hombres que lo poseen tienen la responsabilidad sagrada de emplear su autoridad para llevar a cabo la obra de Dios con el fin de bendecir a hombres, mujeres y niños por igual.  Nadie puede decir que tiene la autoridad del sacerdocio a menos que éste les haya sido conferido por los que tengan la autoridad «y sepa la Iglesia que tiene autoridad y que ha sido debidamente ordenado por las autoridades de la iglesia» (D. y C. 42:11).

El ejercicio de la autoridad del sacerdocio está dirigido por medio de las llaves que le corresponden, y que están en poder de los líderes locales y de las Autoridades Generales de la Iglesia.  Los que poseen las llaves tienen la responsabilidad de dar impulso y de dirigir la obra del Señor sobre la tierra.  Es evidente que, tal como Alma lo dijo, los pastores de la Iglesia son los responsables de proteger al rebaño: «Pues, ¿qué pastor hay entre vosotros que, teniendo muchas ovejas, no las vigila para que no entren los lobos y devoren su rebaño?  Y he aquí, si un lobo entra en medio de su rebaño, ¿no lo echa fuera?…» (Alma 5:59).

Los que posean las llaves, las cuales comprenden la autoridad de dictaminar medidas disciplinarias, tienen la obligación de depurar la Iglesia de toda iniquidad (véase D. y C. 20:54, 43:1 l).  Los obispos, los presidentes de estaca y de misión y todos aquellos que tengan la responsabilidad de conservar limpia la Iglesia deben cumplir esa labor con un espíritu de amor y bondad.  No debe hacerse con la intención de castigar, sino más bien de ayudar.  No obstante, no se demuestra bondad hacia un hermano o hermana que haya cometido una transgresión si los oficiales del sacerdocio que presiden hacen caso omiso de la situación.  El presidente John Taylor dijo lo siguiente en cuanto a este asunto:

«Aún más, he oído que hay obispos que han estado tratando de ocultar las iniquidades de los hombres; a ellos les digo, en el nombre de Dios, que tendrán que llevar sobre sí… esas amenidades; si algunos de vosotros deseáis participar de los pecados de los hombres, 0 defenderlos, tendréis que ser responsables por los mismos. ¿Me escucháis, obispos y presidentes?  Dios os hará responsables.  Vosotros no tenéis derecho de falsificar ni de adulterar los principios de justicia, ni de encubrir las infamias y las corrupciones humanas» (Spencer W Kimball, «Sed dignos poseedores del sacerdocio», Liahona, octubre de 1975, pág. 21).

En cuanto a este asunto, insto a los hermanos que presiden a esforzarse por tener consigo el Espíritu de Dios, a estudiar y a dejarse guiar por las Escrituras y por el Manual General de Instrucciones.  La disciplina de la Iglesia no se limita al pecado sexual sino que se aplica en diversos actos como el homicidio, el aborto, el robo, el fraude y otras acciones deshonestas de desobediencia premeditada a las normas y reglas de la Iglesia; asimismo, a la defensa o práctica de la poligamia, la apostasía u otro tipo de conducta que no sea cristiana, incluso la de desafiar y ridiculizar a los hungidos del Señor, lo cual está totalmente en desacuerdo con la ley de Dios y con el orden de la Iglesia.

¿Cómo obra el sacerdocio?  Las decisiones que toman los líderes y los quórumes del sacerdocio deben seguir el patrón de los quórumes que presidan.

«Las decisiones de estos quórumes… se deben tomar con toda rectitud, con santidad y humildad de corazón, mansedumbre y longanimidad, y con fe, y virtud, y conocimiento, templanza, paciencia, piedad, cariño fraternal y caridad» (D. y C. 107:30).

En las asambleas gubernamentales de algunos países, hay grupos a los que en inglés Llamamos «la oposición leal», pero esa expresión no se aplica al Evangelio de Jesucristo.  El Salvador nos hizo la siguiente advertencia: «Sed lino; si no sois tino, no sois míos» (D. y C. 38:27).

El Señor ha puesto bien en claro que «toda decisión que tome cualquiera de estos quórumes se hará por la voz unánime del mismo; es decir, todos los miembros de cada uno de los quórumes tienen que llegar a un acuerdo en cuanto a sus decisiones…» (D. y C. 107:27).  Esto significa que, después de una conversación franca, el consejo toma una decisión bajo la dirección del oficial que preside, que es el que tiene la autoridad para tomar la decisión final.  Después, todos apoyan la decisión, puesto que nuestra unidad proviene del concordar plenamente con principios correctos y de seguir la inspiración del Espíritu de Dios.

En la Iglesia se promueve la discusión franca; sin duda, las libres opiniones que se dan en la reunión de ayuno y testimonios, y en las clases de la Escuela Dominical, de la Sociedad de Socorro y de las reuniones del sacerdocio dan fe de ello.  Sin embargo, el privilegio de la libre expresión en la Iglesia debe tener ciertos límites.

En 1869, George Q. Cannon lo explicó de la siguiente manera:

«Un amigo… deseaba saber si… una sincera diferencia de opinión entre un miembro y las Autoridades de la Iglesia se consideraba apostasía… Le contestamos que… podemos comprender que una persona discrepe sinceramente con las autoridades de la Iglesia sin ser necesariamente apóstata.  Pero, no podemos concebir que esa persona publique sus diferencias de opinión y trate de inculcar en la gente su manera de pensar por medio de discusiones, sofisterías y otros medios de persuasión con el fin de causar desunión y contiendas, y haga aparecer los hechos y los consejos de las autoridades de la Iglesia como equivocados, y no sea apóstata, porque ese modo de proceder es apostasía, de acuerdo con el sentido de la palabra» (Gospel Truth, sel. de Jerreld L. Newquist, 2 vol., Salt Lake City: Deseret Book Co., 1974, 2:276-277).

La Iglesia entiende por actos de apostasía el caso de miembros «(I) que en forma reiterada actúan en oposición clara, directa e intencional contra la Iglesia o sus líderes; (2) que persisten en enseñar como doctrina de la Iglesia elementos que no son tal cosa, aún después de haber sido reprendidos por su obispo o por una autoridad mayor; o (3) que continúan ciñéndose a las enseñanzas de cultos apóstatas (como aquellos que sostienen el matrimonio plural) aún después de haber sido reprendidos por su obispo o por una autoridad mayor» (Manual General de Instrucciones, 1989, 10-3).

Los miembros, tanto hombres como mujeres, que persisten en poner públicamente en tela de juicio las enseñanzas básicas, las prácticas y la institución de la Iglesia se privan de la inspiración del Espíritu del Señor y pierden el derecho de ocupar un lugar en la Iglesia y de tener influencia en ella.  Exhortamos a los miembros a estudiar los principios y la doctrina de la Iglesia a fin de poder entenderlos; entonces, si tienen dudas y surgen diferencias de opinión que sean sinceras, se les insta a que hablen de ello en privado con los líderes del sacerdocio.

El pensar que cualquiera de nosotros es más inteligente, desde el punto de vista espiritual, más instruido o más digno que los Consejos que han sido llamados a presidir sobre nosotros encierra cierto grado de arrogancia.  Esos Consejos están en más armonía con el Señor que cualquier persona sobre la que presidan, y generalmente cada uno de sus miembros en particular se guía por la decisión del Consejo.  En esta Iglesia, en la que no tenemos clérigos profesionales, es inevitable que se ponga en cargos de autoridad sobre nosotros a personas con una preparación muy diferente de la nuestra; pero esto no quiere decir que los que tengan un empleo o una profesión diferente tengan menos derecho que los demás de recibir el espíritu del oficio que posean.  Entre los mejores obispos que he tenido en mi vida, uno era albañil, otro tendero, otro granjero, otro lechero y otro tenía una heladería; sin embargo, el hecho de que no hubieran recibido tina educación académica formal carecía totalmente de importancia; eran hombres humildes y, gracias a ello, el Espíritu Santo les enseñó y los magnificó.  Sin excepción, recibieron gran fortaleza mientras se esforzaban por cumplir diligentemente con su llamamiento y por ministrar a los santos a los que habían sido llamados a presidir.  Y así sucede con todos los llamamientos de la Iglesia.  El presidente Thomas S. Monson nos enseñó que: «A quien el Señor llama, el Señor prepara» («Vosotros sois la clave», Liahona, julio de 1988, pág. 45).

¿Cómo deben los poseedores del sacerdocio tratar a las hermanas de la Iglesia?  Desde los comienzos de esta iglesia, las hermanas han hecho siempre una grande y maravillosa contribución a la obra del Señor; han hecho un gran aporte de inteligencia, de trabajo, de cultura y de refinamiento tanto a la Iglesia como a nuestras familias.  Al avanzar hacia el futuro, necesitamos más que nunca la contribución de las hermanas a fin de establecer los códigos morales y la fe, y definir el futuro de nuestras familias y el bienestar de nuestra sociedad.  Es necesario que sepan que las valoramos, honramos y apreciamos.  Es preciso hacer participar y escuchar a las hermanas que sirvan en calidad de líderes e incluirlas en nuestras reuniones de consejo de estaca y de barrio, especialmente en cuanto a asuntos relacionados con las hermanas en general, con los jóvenes y con los niños.

¿Cómo deben los poseedores del sacerdocio tratar a su esposa y a las demás mujeres de su familia?  Debemos venerar a nuestra esposa; ella necesita que su esposo la alabe y es preciso que los niños oigan al padre elogiar a la madre (véase Proverbios 3 1:28).  El Señor valora a Sus hijas tanto como a Sus hijos.  En el matrimonio, ninguno es superior al otro y cada uno de los cónyuges tiene una responsabilidad principal diferente y divina.  La más importante de todas las responsabilidades de una esposa es la maternidad.  Creo firmemente que nuestras queridas y fieles hermanas poseen una nobleza espiritual que es parte intrínseca de su naturaleza.

El presidente Spencer W Kimball dijo:

«El ser una mujer justa durante estas cruciales y finales etapas de la historia de la tierra, antes de la segunda venida del Salvador, es en verdad un llamamiento noble y especial… Otras instituciones sociales pueden flaquear y hasta fracasar; pero la mujer justa puede ayudar a salvar el hogar, que puede ser el único refugio que algunos mortales conozcan en medio de la tempestad y la contienda» («Privilegios y responsabilidades de la mujer de la Iglesia», Liahona, febrero de 1979, págs. 142, 143).

El sacerdocio es en sí una autoridad justa, y cualquier intento que se haga en el hogar de usarlo como un látigo para maltratar o ejercer injusto dominio está totalmente en desacuerdo con esa autoridad y trae como consecuencia la pérdida de ella.  Como poseedor del sacerdocio, la responsabilidad principal del padre es pedir al Señor bendiciones espirituales y temporales para sí, para su esposa y para sus hijos; pero sólo puede reclamar esas bendiciones en la rectitud, conforme honre su sacerdocio.  El Señor nos enseña que ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sacerdocio, sino por la persuasión, por longanimidad, benignidad, mansedumbre y por amor sincero» (D. y C. 121:4l).

En mi opinión, hay pocas expresiones en las Santas Escrituras que tengan un mayor significado que las hermosas palabras que se encuentran en la sección 121 de Doctrina y Convenios sobre la forma en que se debe ejercer el sacerdocio:

«Por bondad y por conocimiento puro, lo cual ennoblecerá grandemente el alma sin hipocresía y sin malicia;

«reprendiendo en la ocasión con severidad, cuando lo induzca el Espíritu Santo; y entonces demostrando mayor amor hacia el que has reprendido, no sea que te considere su enemigo;

«para que sepa que tu fidelidad es más fuerte que los lazos de la muerte.

«Deja también que tus entrañas se llenen de caridad para con todos los hombres, y para con los de la familia de la fe, y deja que la virtud engalane tus pensamientos incesantemente; entonces tu confianza se hará fuerte en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como rocío del cielo.

«El Espíritu Santo será ti¡ compañero constante, y tu cetro, ni cetro inmutable de justicia y de verdad; y ti¡ dominio será un dominio eterno, y sin ser compelido fluirá hacia ti para siempre jamás» (D. y C. 121:42-46).

El presidente Spencer W Kimball dijo lo siguiente con respecto a los convenios del sacerdocio:

«El poder del sacerdocio que poseemos no tiene límites.  Cualquier limitación proviene de nosotros si no estamos en armonía con el Espíritu del Señor y nos limitamos nosotros mismos en el poder que ejercemos.

«Se viola el convenio del sacerdocio quebrantando los mandamientos, pero también se hace eso al no cumplir con sus obligaciones. Por consiguiente, para quebrar este convenio basta con no hacer nada» (The Tcadúngs of Spencer W. Kimball, Salt Lake City: Bookcraft, 1982, págs. 498, 497).

Otro gran recordatorio de nuestras obligaciones y bendiciones es el juramento y el convenio del sacerdocio tal como figura en la sección 84 de Doctrina y Convenios.Allí se nos dice que las obligaciones transcendentales de los poseedores del sacerdocio son: «estar diligentemente atentos a las palabras de vida eterna… dar testimonio a todo el mundo» y enseñar al mundo del «juicio que ha de venir» (vers. 43, 61, 87). Y entonces se nos da la maravillosa promesa de que si somos fíeles en el cumplimiento de nuestras responsabilidades del sacerdocio, seremos «santificados por el Espíritu», nos convertiremos en «los elegidos de Dios», -y todo lo que nuestro Padre tiene nos «será dado» (vers. 33, 34, 38). Es mucho más importante aceptar todo lo que el Padre tiene para darnos que buscar y recibir cualquier otra cosa que ofrezca esta vida.

Las bendiciones supremas de esta vida se obtienen por medio de la obediencia a los convenios y honrando las ordenanzas recibidas en los santos templos, incluso el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio, el cual es la coronación de la santa investidura.

Guiados por el deseo de ser liberales, de ser aceptados, de que nos quieran y nos admiren, no juguemos con la doctrina ni con los convenios que se nos han dado, ni tampoco con lo que digan los que tienen las llaves del Reino de Dios sobre la tierra. Las palabras de Josué resuenan más que nunca para todos nosotros:

«Escogeos hoy a quién sirváis… pero yo y mi casa serviremos a Jehová» (Josué 24:15).

Ruego que el Espíritu del Señor esté con nosotros para ayudarnos a magnificar la gran autoridad del sacerdocio, y lo hago en el nombre de Jesucristo. Amén.

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