Los senderos que Jesús recorrió

Los senderos que Jesús recorrió

Thomas S. Monsonpor el presidente Thomas S. Monson
Segundo Consejero de la Primero Presidencia
Liahona, Febrero 1993

En cierto sentido, todos podemos andar por donde Jesús caminó, cuando, al recorrer el camino de la vida terrenal, conservamos Sus palabras en nuestros labios. Su Espíritu en nuestro corazón y Sus enseñanzas en nuestra vida.

En un frío día de diciembre, nos reunimos en el Tabernáculo de Sale Lake para rendir honor y tributo en los servicios funerarios de un hombre al que amábamos, honrábamos y obedecíamos: el presidente Harold B. Lee. Profético en sus declaraciones, poderoso en su liderazgo, devoto en su servicio, el presidente Lee inspiró en todos nosotros el deseo de alcanzar la perfección. Él nos aconsejó: “Guardad los mandamientos de Dios. Andad por los caminos del Señor”.

Al siguiente día, en un cuarto muy sagrado, en uno de los pisos superiores del Templo de Salt Lake City, se eligió a su sucesor, se le sostuvo y se le apartó para su santo llamamiento. Infatigable en su obra, humilde en su forma de ser y con un inspirado testimonio, el presidente Spencer W. Kimball nos instó a continuar el curso que había trazado el presidente Lee, pronunciando las mismas profundas palabras: “Guardad los mandamientos de Dios. Andad por los caminos del Señor. Seguid Sus pasos”. En la actualidad, el presidente Ezra Taft Benson da el mismo poderoso consejo.

Una noche, mientras me encontraba en mi casa, me puse a hojear un folleto de propaganda de viajes que habíamos recibido unos días antes. Estaba impreso con un colorido magnífico y escrito con verdadero talento persuasivo. Se invitaba al lector a visitar los fiordos noruegos y los Alpes suizos en un viaje de excursión turística. Otra oferta tentaba al lector a viajar a Belén, a la Tierra Santa, cuna del cristianismo. Las palabras finales del folleto encerraban un simple pero poderoso incentivo: “Venga y camine por donde Jesús caminó”.

En cierto sentido, todos podemos andar por donde Jesús caminó, cuando, al recorrer el camino de la vida terrenal, lo hagamos con Sus palabras en nuestros labios, Su Espíritu en nuestro corazón y Sus enseñanzas en nuestra vida. Ojalá todos pudiéramos caminar como Él lo hizo: con confianza en el futuro, con fe inquebrantable en Su Padre y con verdadero amor hacia los demás.

Jesús anduvo por el sendero de la desilusión.

¿Podemos comprender Su lamento por la santa ciudad? “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!” (Lucas 13:34).

Jesús anduvo por el sendero de la tentación.

Aquel maligno, empleando su mayor poder, su sofistería más seductora, trató de tentarlo a Él, que había ayunado cuarenta días y cuarenta noches y “tuvo hambre”. Lo provocó: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan». Y Él le respondió: “No sólo de pan vivirá el hombre”.

Nuevamente lo provocó: “Si eres Hijo de Dios, échate abajo; porque escrito está: A sus ángeles mandará acerca de ti”. Pero El respondió: “No tentarás al Señor tu Dios”.

Insistió nuevamente: “…los reinos del mundo y la gloria de ellos… re daré, si postrado me adorares”. El Maestro le contestó: “Vete, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás”. (Véase Mateo 4:2-10.)

Jesús anduvo por el sendero del dolor.

Reflexionemos sobre la agonía que padeció en Getsemaní. “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya… Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:42, 44).

¿Y quién de nosotros puede olvidar la crueldad de la cruz? Sus palabras: “Tengo sed… Consumado es” (Juan 19:28,30).

Sí, todos nosotros habremos de andar por el sendero de la desilusión, quizás debido a una oportunidad que se haya perdido, un poder del que se haya abusado o un ser querido a quien no se haya enseñado. El sendero de la tentación también será un sendero que todos recorreremos. “Y es menester que el diablo tiente a los hijos de los hombres, o éstos no podrían ser sus propios agentes” (D. y C. 29:39).

De la misma forma hemos de andar por el sendero del dolor. No podemos ir al cielo en un colchón de plumas; el Salvador del mundo lo hizo luego de padecer mucho dolor y sufrimiento. Nosotros, como siervos, no podemos esperar que nos vaya mejor que al Maestro; antes de la Pascua debe haber una cruz.

Mientras andamos por estos senderos que traen consigo un amargo dolor, podemos también andar por esos senderos que producen gozo eterno.

Nosotros, con Jesús, podemos andar por el sendero de la obediencia.

No será fácil, porque aun El “que era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia” (Hebreos 5:8). Dejemos que nuestra consigna sea el patrimonio que nos legó Samuel: “Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1Samuel 15:22). Recordemos que el resultado de la desobediencia es la cautividad y la muerte, mientras que la recompensa por la obediencia es la libertad y la vida eterna.

Nosotros, al igual que Jesús, podemos andar por el sendero del servicio.

La vida de Jesús mientras ministró entre los hombres fue como un brillante faro de bondad. Él le dio fortaleza a los miembros de los minusválidos, vista a los ojos de los ciegos, restauró el oído de los sordos y dio vida a los cuerpos de los muertos.

Predicaba sus parábolas con poder. Con la parábola del buen samaritano enseñó: “Amarás… a tu prójimo” (Lucas 10:27). Por medio de Su bondad hacia la mujer que había cometido adulterio, enseñó a comprender con misericordia. En Su parábola de los talentos, nos enseñó a superarnos y a luchar por obtener la perfección. Bien podría haber estado preparándonos para seguir Sus pasos por el sendero que recorrió.

Finalmente, el Señor anduvo por el sendero de la oración.

Nos dejó tres grandes lecciones con tres oraciones de valor eterno. La primera, de su ministerio: “…Cuando oréis, decid: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre” (Lucas 11:2).

La segunda, en Getsemaní: “…no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42).

La tercera, desde la cruz: “…Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

Sólo al andar por el sendero de la oración nos comunicamos con el Padre y nos convertimos en partícipes de Su poder.

¿Tenemos la fe, incluso el deseo, de andar por los senderos que Jesús recorrió? Los profetas, videntes y reveladores de Dios nos han instado a hacerlo; y nos será fácil si los seguimos a ellos, ya que ése es el sendero por el cual andan.

Recuerdo la primera vez que vi personalmente al presidente Spencer W. Kimball. En aquel entonces, él era miembro del Quórum de los Doce y yo era un joven obispo de un barrio de la ciudad de Salt Lake. Una mañana, al contestar el teléfono, alguien me dijo: “Le habla el élder Spencer W. Kimball. Tengo que pedirle un favor. Dentro de los límites de su barrio, medio escondida detrás de un gran edificio ubicado en la calle quinta, hay una humilde casita donde vive una india navajo viuda, llamada Margaret Bird. Ella se siente muy sola, inútil y despreciada. ¿Podría usted, junto con la presidencia de la Sociedad de Socorro, visitarla y extenderle una mano fraternal y darle una cálida bienvenida?” Lo hicimos.

Y ocurrió un milagro: Margaret Bird revivió en el nuevo ambiente que había encontrado y desapareció de su carácter todo rastro de desaliento. Se había visitado a la viuda afligida, se había encontrado a la oveja perdida; y todos los que vivimos esa experiencia nos convertimos en mejores personas.

En realidad, el verdadero pastor fue el Apóstol que se preocupó, el que, dejando a las noventa y nueve de su ministerio, fue en busca de aquella preciosa alma que se había perdido. Spencer W. Kimball recorrió los mismos senderos que Jesús recorrió.

A medida que caminemos por esos senderos, tratemos de oír el sonido de Sus pasos, extendamos nuestra mano y pongámosla en la del Carpintero. Entonces lo conoceremos. Puede llegar hasta nosotros como un desconocido, sin nombre, como llegó en días antiguos hasta aquellos que estaban a orillas del mar y no lo conocieron. Nos habla con las mismas palabras de entonces: “Sígueme”, y nos encomienda la misma tarea que Él tiene. Nos da mandamientos y a quienes le obedezcan, sean sabios o no, les hará sentir Su presencia en medio de los afanes, de los problemas y de los sufrimientos por los que tengan que pasar; y por sus propias experiencias aprenderán a conocerlo.

Entonces descubriremos que Él es más que el Niño de Belén, más aún que el hijo del carpintero, y aun mucho más que el más grandioso Maestro que haya existido. Lo reconoceremos como el Hijo de Dios. El nunca esculpió una estatua, ni pintó un cuadro, ni escribió un poema, ni comandó un ejército; nunca llevó una corona real, ni tuvo un cetro ni puso sobre Sus hombros una capa púrpura. Pero, sin embargo, Su misericordia era infinita, Su paciencia inagotable y Su valentía ilimitada.

Jesús cambió a los hombres. Cambió sus hábitos, sus opiniones, sus ambiciones; cambió su temperamento, su disposición y su naturaleza. Cambió el corazón del hombre.

Recordemos al pescador llamado Simón, más conocido por nosotros como Pedro, el líder de los Apóstoles. El vacilante, incrédulo e impulsivo Pedro tuvo motivos para recordar la noche en que llevaron a Jesús ante el sumo sacerdote. Aquélla fue la noche en que la multitud empezó “a escupirle [al Salvador] y a cubrirle el rostro y a darle de puñetazos… Y los alguaciles le daban de bofetadas» (Marcos 14:65).

¿Dónde estaba Pedro, quien había prometido morir con Él y no negarlo jamás? El registro sagrado nos dice que «Pedro le siguió de lejos hasta dentro del patio del sumo sacerdote; y estaba sentado con los alguaciles, calentándose al fuego” (Marcos 14:54). Esa fue la noche en que Pedro, en cumplimiento de la profecía del Maestro, en verdad lo negó tres veces. En medio de los empujones, el escarnio y los golpes, en la agonía de Su humillación, el Señor se volvió y miró a Pedro en majestuoso silencio.

Un cronólogo describe el cambio con las siguientes palabras: “Aquello fue suficiente… [Pedro] ya no vio el peligro, ya no temió a la muerte… [El] se hundió en la noche para recibir el amanecer de un nuevo día… Este contrito penitente se enfrentó al tribunal de su propia conciencia, y allí, su vida pasada, su vergüenza pasada, su anterior debilidad y su pasada personalidad se vieron condensadas a aquella muerte de divino pesar que le traería un nuevo y más noble nacimiento” (Frederic W. Farrar, The Life of Christ, Portland, Oregon: Fountain Publications, 1964, pág. 604).

Recordemos a Saulo de Tarso, el erudito familiarizado con los escritos rabínicos en los que algunos académicos modernos encuentran tesoros de conocimiento. Por alguna razón desconocida, estos escritos no llenaron las necesidades de Pablo, que se lamentaba diciendo: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24). Pero un día conoció a Jesús y, he aquí, todo cambió para él. Desde ese día hasta el día de su muerte, Pablo instó a los hombres: “…despojaos del viejo hombre… y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4:22, 24).

El paso del tiempo no ha alterado la capacidad del Redentor para cambiar la vida del ser humano. Tal como le dijo a Lázaro, que había ya muerto, nos dice a nosotros: “ven” (Juan 11:43). Ven, sal de la desesperación de la duda.

Ven, sal de la aflicción del pecado. Ven, sal de la muerte que trae la incredulidad, que es la muerte. Ven, al renacer de una nueva vida, ven.

A medida que nos encaminamos hacia Él, dirigiendo nuestros pasos por los mismos senderos que Jesús recorrió, recordemos el testimonio que nos dejó: “He aquí, yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo… soy la luz y la vida del mundo” (3 Nefi 11:10-11).

“Soy el primero y el último; soy el que vive, soy el que fue muerto; soy vuestro abogado ante el Padre” (D.yC. 110:4).

Y yo agrego mi testimonio al Suyo: Él vive. □

Satanás tentó a Jesús ofreciéndole los reinos del mundo «…si postrado me adorares». El Maestro le contestó: «Vete, Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás». (Véase Mateo 4:8-10.)

Al igual que Jesús, nosotros también podemos andar por el sendero de la oración. Al hacerlo, nos comunicamos con el Padre y participamos de Su poder.

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