Permanezcan firmes en la fe

Conferencia General Octubre 1994logo 4
Permanezcan firmes en la fe
Presidente Howard W. Hunter

Howard W. Hunter 1«Les suplicamos que contribuyan con su poderosa influencia para el fortalecimiento de nuestras familias, de nuestra Iglesia y de la comunidad en que vivamos.»

Mis queridas hermanas, les recomiendo que sigan el consejo que han recibido esta noche de la Presidencia General de la Sociedad de Socorro. Las saludo con amor y respeto; sé que son hijas de nuestro Padre Celestial y sé lo que cada una de ustedes tiene el potencial de llegar a ser.

En nombre de los oficiales generales de la Iglesia les doy las gracias por el servicio que prestan a la Iglesia, a sus respectivas familias, así como a los vecindarios y a las comunidades en que viven. Reconozco que muchos de los actos desinteresados y caritativos que ustedes realizan no reciben reconocimiento, aclamación ni agradecimiento, pero el Señor las tiene presente.

Oramos por el bienestar de ustedes, y agradecemos a Dios la influencia purificadora que tienen sobre nuestro mundo por medio del servicio que prestan, del sacrificio que hacen, de la piedad que demuestran y por el esfuerzo que hacen para preservar lo que es hermoso y ennoblecedor.

Gracias por hacer que nuestras vidas sean mucho mejores por ser quienes son. Su ejemplo constante de rectitud contrasta con las costumbres del mundo.

Muchas personas en la actualidad enfrentan graves problemas de la vida. Dada la incertidumbre, la confusión y la maldad que nos rodean, es natural que procuremos encontrar a alguien que nos ayude. Algunas mujeres anhelan esa inspiración que da consuelo al corazón, que cura las heridas y que brinda el conocimiento necesario para que nos señale el camino a seguir cuando nos parece que no hay otra salida.

Sin embargo, no estamos desamparados. Tenemos las Escrituras que contienen palabras de aliento de un amoroso Padre Celestial, que nos dice que para El somos lo más importante. Él declaró: «Porque, he aquí, ésta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre» (Moisés 1:39).

Además de esas palabras de un amoroso Padre Celestial, tenemos al Salvador, de quien Alma registró: «Y él saldrá, sufriendo dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases…,

«…y sus enfermedades tomará él sobre sí, para que sus entrañas sean llenas de misericordia, según la carne, a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las enfermedades de ellos» (Alma 7:11-12).

Les debe infundir gran consuelo, queridas hermanas de Su Iglesia, recordar que este mismo Jesús, nuestro Salvador por medio de la Expiación, demostró Su amor y preocupación por las mujeres de Su época. El rindió honores a la viuda pobre que dio dos blancas; enseñó a la mujer de Samaría y le reveló que Él era el Mesías; a María Magdalena la despojó de siete demonios y perdonó a la mujer adúltera; curó a la hija de la mujer griega, a la mujer enferma y jorobada durante dieciocho años y a la suegra de Pedro, cuando estaba postrada con fiebre.

Devolvió a una madre el hijo que se le había muerto, la hija de Jairo a sus padres y a Lázaro a sus desconsoladas hermanas, a quienes contaba entre sus mejores amistades. Cuando estaba sobre la cruz, sintió una gran compasión por Su madre y le pidió a Juan, Su discípulo amado, que cuidara de ella. Fueron mujeres las que prepararon Su cuerpo para enterrarlo; fue a María a quien primeramente se le apareció como el Señor resucitado, y fue a ella a quien le encargó que llevara el glorioso mensaje a Sus discípulos de que había resucitado.

¿Hay alguna razón para pensar que Él se preocupa menos por las mujeres de hoy día? Antes de Su ascensión, prometió a Sus discípulos: «Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador… No os dejaré huérfanos» (Juan 14:16, 18). Como hijas de nuestro Padre Celestial, a ustedes también se les ha dado el privilegio de tener ese otro Consolador, el don del Espíritu Santo.

Al igual que nuestro Señor y Salvador acudió a las mujeres de Su época en busca de una mano de consuelo, de alguien que lo escuchara, de un corazón creyente, de una mirada bondadosa, de una palabra de aliento, de lealtad —aún en Su hora de humillación, afonía y muerte, del mismo modo creo que existe una gran necesidad de reunir a las mujeres de la Iglesia de la actualidad para que permanezcan firmes y den su apoyo a las Autoridades Generales, para hacer frente a la corriente de maldad que nos rodea y para sacar adelante la obra de nuestro Señor. Debemos permanecer firmes en la fe en contra de un gran número de personas que piensan de otro modo. Nefi dijo: «Por tanto, debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres» (2 Nefi 31:20). Cuando obedecemos a Dios, somos una mayoría; pero únicamente juntos podemos llevar a cabo la obra que Él nos ha dado para hacer y estar preparados para el día en que lo veremos.

A medida que nos esforzamos diligentemente para ministrar a los necesitados con la misma solicitud que el Señor lo hizo entre las mujeres de su época, les suplicamos que contribuyan con su poderosa influencia para el fortalecimiento de nuestras familias, nuestra Iglesia y de la comunidad en que vivamos. Al encontrarse participando anhelosamente en buenas causas, demuestran a los demás que al tener a Cristo en sus vidas y al aceptar Su evangelio, con sus ordenanzas y convenios de salvación, a ellos también les es posible alcanzar su verdadero potencial en esta vida y en la venidera.

Los que buscan a Cristo tratan de seguir Su ejemplo. Su sacrificio que redime nuestros pecados, faltas, dolores y enfermedades debe motivarnos a tener una actitud similar a la de Él al demostrar caridad y compasión hacia aquellos que nos rodean. El lema de la Sociedad d Socorro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, la organización más grande de mujeres del mundo, es realmente apropiado: «La caridad nunca deja de ser».

En una reunión general de las mujeres de la Iglesia, el presidente Spencer W. Kimball aconsejó:

«Recordad siempre, queridas hermanas, que las bendiciones eternas que podéis obtener por ser miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, son muchísimo mayores que cualquier otra que podáis recibir en el mundo.  No podéis aspirar a un honor más alto que el de ser reconocidas como dignas hijas de Dios» («Vuestro papel como mujeres justas», Liahona, enero de 1980, págs. 168-169).

Ustedes han sido elegidas para ser fieles hijas de Dios en nuestros días, para mantenerse por encima de todo lo trivial, del chisme, del egoísmo, de la lascivia y de toda forma de vileza y maldad.

Reconozcan su patrimonio divino como hijas de nuestro Padre Celestial. Curen, no solamente con las manos, sino también por medio de las palabras. Traten de saber cuál es la voluntad del Señor para con ustedes y luego digan, como lo hizo la ejemplar y maravillosa María, madre de Jesús: «He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra» (Lucas 1:38).

Mis queridas hermanas, yo sé que Dios vive, que Jesús es Su Hijo Unigénito, el Salvador del mundo. Yo sé que ésta es la Iglesia de Jesucristo, que Él está a la cabeza, y que revela Su voluntad a Sus profetas. Testifico también de la naturaleza verdadera y eterna del lugar de honor que ustedes ocupan como mujeres.

Que el Señor las bendiga mientras se mantienen firmes en la fe, lo ruego humildemente, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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