“CONOCERÁ SI LA DOCTRINA ES DE DIOS”
por el élder Kenneth Johnson
de los Setenta
Sólo al hacer la voluntad del Señor llegamos a saber con toda certeza del valor eterno de los principios del Evangelio.
Hace algunos años, un cliente que había solicitado mi consejo profesional me describió la naturaleza de sus negocios, relacionados con la venta de mobiliario de segunda mano y otros artículos del hogar, en asociación con su padre. Adquirían las existencias asistiendo a subastas, ventas públicas y comprando los artículos ya no deseados de las casas. Ponían siempre mucho cuidado en asegurarse de que podrían conseguir más dinero con la venta del que habían gastado en la compra.
En una ocasión, el hijo había acordado comprar el mobiliario de una casa cuyo anciano propietario había fallecido. En uno de los cuartos había un cuadro. Tras examinarlo, consideró la posibilidad de poder un día descubrir una antigüedad o una obra de mucho más valor del que su antiguo dueño había imaginado. Pero tras concluir que el cuadro no encajaba en esa categoría, lo retiró de donde estaba, lo llevó hasta el coche y lo depositó entre los demás objetos.
Más tarde, cuando su padre y él estaban descargando el vehículo, el padre tomó el cuadro, lo examinó con cuidado y dijo: “Me gustaría saber más de cuadros y poder decir si son de valor”, a lo que el hijo respondió que estaba seguro de que dicho cuadro no entraba en esa categoría. Sin embargo, el padre pensó que merecería la pena hacer que lo examinase un amigo suyo, propietario de una galería de arte.
Varios días más tarde, el amigo del padre le informó que el cuadro podría valer cerca de unas 12.000 libras esterlinas (casi 29.000 dólares de los Estados Unidos de principios del decenio de 1970). Animado por la noticia, el padre y el hijo se dirigieron a la galería de arte a recoger la pintura, pero esta vez llevaron una manta en la que envolvieron la obra de arte con cuidado. El hijo la aseguró entre sus brazos de regreso a la tienda. El cuadro alcanzó las 12.500 libras esterlinas en una subasta.
Al relatarme esta historia, mi cliente finalizó diciendo: “No puedo imaginar cómo alguien querría pagar tal cantidad por un cuadro tan común y corriente”.
A menudo he pensado y reflexionado en esa experiencia y en la respuesta del joven. Él no tenía interés en el cuadro y para él carecía de valor.
¿Cómo valoramos el Evangelio en nuestra vida? ¿Apreciamos realmente nuestra deuda con el Salvador? Al explorar mis propios sentimientos, suelo meditar en las Escrituras. Me siento igual de motivado que las personas de las que leemos en Juan, y que acudieron en busca de Jesús tras el milagro de la alimentación de los 5.000 con cinco panes y dos peces:
“Cuando vio, pues, la gente que Jesús no estaba allí, ni sus discípulos, entraron en las barcas y fueron a Capernaum, buscando a Jesús.
“Y hallándole al otro lado del mar, le dijeron: Rabí, ¿cuándo llegaste acá?” (Juan 6:24-25).
La Traducción de José Smith de Juan 6:26 indica que Jesús les respondió con la observación de que le buscaban no con el deseo de seguir Su consejo ni porque habían visto el milagro, sino porque habían comido los panes y habían satisfecho el hambre.
Cuán parecido a la experiencia del joven y el cuadro. Muchos de los que vieron al Salvador durante Su ministerio mortal tuvieron sólo un entendimiento superficial de lo que hizo y de quién era. Este dato está justificado por otro incidente posterior a la alimentación de los 5.000.
“Y venido a su tierra, les enseñaba en la sinagoga de ellos, de tal manera que se maravillaban, y decían: ¿De dónde tiene éste esta sabiduría y estos milagros?
“¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos, Jacobo, José, Simón y Judas?
“¿No están todas sus hermanas con nosotros? ¿De dónde, pues, tiene éste todas estas cosas?” (Mateo 13:54-56).
Parece que muchos de los que se relacionaron con Jesús lo veían como un gran obrador de milagros o un maestro, pero no como el Hijo de Dios.
Entonces, ¿cómo progresamos hacia un verdadero entendimiento? Creo que la respuesta se nos revela en las palabras del Salvador a los judíos: “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios…” (Juan 7:17).
Me siento agradecido por haber sido criado en un hogar en el que se enseñaban y observaban valores cristianos, aunque no disfrutamos del beneficio del conocimiento de la restauración del Evangelio. Más adelante, cuando se me invitó a investigar el mensaje de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, cada nueva doctrina requería una profunda consideración, que a menudo exigía un cambio en mi forma de vivir. Pero esos cambios no ocurrieron como resultado de una creencia pasiva ni de una mera aprobación intelectual. La clave estaba en el hacer, en el ejercicio de mi fe. A medida que aprendía y ponía a prueba los que para mí eran nuevos principios del Evangelio, descubría de forma invariable que eran verdaderos.
Un ejemplo de este proceso se relaciona con la ley del ayuno. Mis padres me apoyaban mucho a medida que compartía con ellos los detalles de mi nueva fe. Sin embargo, mi madre mostró su reticencia por mi deseo de participar en un ayuno de veinticuatro horas. Estaba consternada; era incapaz de aceptar que semejante propuesta fuera apropiada. Se mantenía firme en su decisión de no permitirme ayunar mientras viviera en su casa, ante el temor de que el ayuno perjudicara mi salud.
Sentí gran alivio cuando comenté las objeciones de mi madre con la hermana miembro de la Iglesia que había compartido el Evangelio conmigo, Pamela, y le informé de que, lamentablemente, no podría participar en el ayuno. Sin dudarlo, ella me respondió: “Podemos encargamos fácilmente de eso. Hablaré con mis padres para que te quedes en nuestra casa durante el fin de semana y puedas ayunar con nosotros”.
Esa fue mi introducción a la ley del ayuno. A medida que continuaba obedeciéndola cada día de ayuno, crecía gradualmente mi testimonio de este principio.
El presidente Heber J. Grant solía citar el dicho: “Aquello que persistimos en hacer se vuelve más fácil de realizar, no porque la naturaleza de la tarea en sí haya cambiado sino porque ha aumentado nuestro potencial para realizarla” (La historia de la Iglesia en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, pág. 562).
Cada nuevo principio de verdad que ponemos en práctica en nuestra vida encierra en sí el testimonio cumbre de la fuente divina de esa verdad. El presidente Brigham Young expresó su creencia de que “cada uno de los principios que Dios ha revelado comunica a la mente humana el testimonio de su verdad” (Enseñanzas de los presidentes de la Iglesia: Brigham Young, 1997, pág. 78). Las experiencias que tuve al crecer en el Evangelio corroboraron esas declaraciones acerca del aprender verdades eternas mediante el hacer y el saber.
Recuerdo claramente una soleada tarde de domingo de julio de 1959, cuando Pamela y yo caminábamos juntos y charlábamos. Yo consideraba la posibilidad de hacerme miembro de la Iglesia mediante la ordenanza del bautismo y Pamela me dijo: “No recuerdo que los misioneros te hayan enseñado sobre el diezmo”.
“¿Qué es el diezmo?”, le pregunté.
Pamela me contestó que los miembros dan el diez por ciento de sus ingresos en señal de obediencia a la ley de Dios y como expresión de gratitud por todo lo que nuestro Padre Celestial les da.
Ha habido pocos momentos en mi vida en los que he sentido que me iba a desmayar a consecuencia de una impresión fuerte, y ése fue uno de ellos. “¡El diez por ciento!”, exclamé. “Es imposible. No hay manera de que pueda pagar el diezmo”.
Pamela contestó con calma: “Mi padre lo hace. Tiene esposa y cuatro hijos, y sus ingresos son más pequeños que los tuyos”. A continuación mencionó a otra familia a la que yo había conocido en la rama, y me informó de que vivían con menos dinero que yo, y que tenían seis hijos. Este hecho demostró ser un gran desafío para mí. Si ellos pueden pagar el diezmo, pensé, también puedo yo.
Once años más tarde me enfrenté a una prueba de mi compromiso hacia esta ley, y me di cuenta de que mediante el pago de mis diezmos había desarrollado mucha fe. Nunca más volvió a tratarse simplemente de un asunto de dinero, y como respuesta a la prueba, seguí mi fe y fui bendecido por ello (véase Malaquías 3:10).
Antes de conocer el Evangelio restaurado, dediqué mucho tiempo jugando al fútbol y participando en partidos que se celebraban en el día de reposo. Aun cuando se me había educado para mostrar respeto por el día del Señor, fue al obedecer este principio, tras entrar en contacto con la Iglesia, que obtuve mayor comprensión de esta doctrina y de sus bendiciones. Abandonar los partidos de los domingos fue uno de los sacrificios importantes que llevó a mi conversión y me ayudó a apreciar el valor del Evangelio en mi vida.
Tres años más tarde, cuando comenzaron las tareas de construcción del centro de reuniones de Norwich, Inglaterra, abandoné también los partidos de fútbol que se celebraban los sábados, para poder dar mi aportación al proyecto de construcción. La neblina del interés propio, que anteriormente me había nublado la visión, estaba comenzando a disiparse, para surgir en su lugar una nueva panorámica que traía consigo un aprecio y un amor mayores y más profundos por la vida.
Esta transición personal se expresa en las palabras del Salvador a los judíos registradas en Juan 8:31-32.
“…Si vosotros permaneciereis en mi palabra [a mi entender esto podría interpretarse como: ‘Si vivís en armonía con mi doctrina’], seréis verdaderamente mis discípulos;
“Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.
Estas palabras refuerzan la relación que existe entre el hacer y el saber.
Para mí existe una analogía entre el apuntarse a un programa de buena forma física y el aplicar y conocer los principios del Evangelio en nuestra vida. Cuando hacemos ejercicio físico con regularidad, puede que sus beneficios no sean claramente evidentes. Sin embargo, cuando la enfermedad, una lesión, o la falta de deseo interrumpen nuestros entrenamientos durante un período prolongado de tiempo, experimentamos una gran dificultad a la hora de retomar el nivel de forma física del que habíamos disfrutado con anterioridad. Algunas personas se desaniman tanto que no perseveran, sino que se amoldan a un nivel menor de forma física.
Esto también puede ser cierto a la hora de vivir en armonía con los principios del Evangelio. Los beneficios pueden no ser evidentes siempre, y ésta puede ser la causa por la que algunas personas se cuestionen la realidad de la doctrina, y así pierden la fe e interrumpen su actividad en la Iglesia. Los que están trabajando por volver a recuperar su forma espiritual generalmente descubren un mayor aprecio por el Evangelio. Otros se alejan y dejan de caminar con el Señor.
La promesa para los que viven en armonía con la Palabra de Sabiduría y que “[rindan] obediencia a los mandamientos” es que “recibirán salud en el ombligo y médula en los huesos”. La admonición “rindiendo obediencia a los mandamientos” es significativa (D. y C. 89:18).
El versículo 19 añade una nueva dimensión que se aplica a mucho más que a la Palabra de Sabiduría, ya que contiene una gran llave y enlace entre el hacer y el saber: “y hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos”.
Puede que haya doctrinas difíciles de comprobar en términos prácticos; no obstante, creo que la llave que abre el camino a nuestra comprensión personal del plan de salvación, junto con la certeza personal de las bendiciones de la expiación del Salvador en nuestra propia vida, se halla en una fiel observancia de los principios del Evangelio.
Existe otra verdad vinculada a la relación entre el hacer (ser obedientes o guardar los mandamientos) y el saber (llegar a conocer la verdad del Evangelio mediante su puesta en práctica). Esta verdad adicional se relaciona con la práctica del Señor de poner a prueba nuestra mente y nuestro corazón en relación a todo nuevo conocimiento que recibamos. Lo hace así para que, mediante el triunfo sobre una prueba, tengamos, en cierto modo, la verdad del Evangelio estampada de forma indeleble en nuestra alma. Nuestro entendimiento y corazón son purificados, casi como el oro, y nuestra certeza interior se ve enriquecida tras superar la prueba. Por ejemplo, el Señor instruye a Mormón en cuanto a no poner cierta información en las planchas que nosotros íbamos a recibir en los últimos días porque “conviene… probar su fe, y si sucede que creen estas cosas, entonces les serán manifestadas las cosas mayores” (3 Nefi 26:9).
El relato de Job es el relato de una persona que aprendió en su propia vida mediante este proceso, ya que se vio despojado de todo lo que parecía ser de valor. Pero mediante una vida recta durante ese período de prueba, descubrió algo todavía más preciado: Dios “conoce mi camino; me probará y saldré como oro” (Job 23:10).
Un testimonio del Evangelio restaurado es como una tela con doctrina divina y principios eternos entretejidos para crear un estampado de belleza tan exquisita que sólo los que siguen la norma prescrita de hacerlo, es decir, de vivir el Evangelio, pueden descubrir sus verdades. No hay ningún otro medio que pueda desarrollar plenamente el potencial del alma humana.
Al hacer la voluntad del Señor, podemos llegar a conocer realmente la verdad de la doctrina, y después de que nuestra fe y confianza hayan sido probadas, nuestro conocimiento personal, y nosotros mismos, “saldr[emos] como oro”.

























HERMOSA ENSEÑANZA,GRACIAS POR COMPARTIRLA.
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GRACIAS A TODAS LAS PERSONAS QUE SE TOMAN EL TIEMPO DE COMPARTIR TAN BONITOS MENSAJES QUE NOS PERMITEN REFLEXIONAR EN LO QUE HACEMOS.
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