Obedezcamos el Evangelio

Obedezcamos el Evangelio
por el presidente Henry D. Moyle
Conferencia General 132a

Henry D. MoyleEn su primera Epístola universal, S. Pedro nos dice lo siguiente:

“Porque es tiempo de que el juicio comience por la Casa de Dios; y si primero comienza por nosotros, ¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios?” (1 Pedro 4:17.)

El Apóstol caracteriza aquí a la Iglesia como la Casa de Dios y de hecho da a entender que sus habitantes son los que obedecen su evangelio. Esta profética declaración no es ambigua. “Obedecer el evangelio del Señor” debiera ser nuestra bandera, porque no existe otro sendero que nos lleve a la realización del propósito más alto de la vida. Es satisfactorio saber que no necesitamos deambular por la vida sin objeto, inseguros o inciertos, encontrando al final de nuestro viaje sólo* duda, temor o inquietudes. Un plan definido nos ha sido dado. Todo lo que tenemos que hacer es entenderlo, aceptarlo y obedecerlo. Ello nos traerá la paz y nos asegurará hospedaje en la Casa del Señor.

Sabemos que “el evangelio es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree,” como Pablo enfáticamente lo declaró a los Romanos. Y los primeros principios y ordenanzas de este evangelio son:

Primero, fe en el Señor Jesucristo.
Segundo, arrepentimiento.
Tercero, bautismo por inmersión para la remisión de pecados.
Y cuarto, imposición de manos para comunicar el don del Espíritu Santo.

El evangelio es simple, inequívoco y comprensible para todos aquellos que deseen conocerlo. Es un “poder” natural, razonable y armónico, conducente a la independencia, la paz, la felicidad y la seguridad de los hombres; pero sólo pueden apreciarlo los que lo aceptan y conforman sus propias vidas a sus enseñanzas. Sus recompensas son, para los fieles, obvias y numerosas. Tal como la adquisición de cualquier cosa valiosa, requiere deseo y esfuerzo consistentes. Por supuesto, difiere grandemente de la obtención de cosas terrenales. Estas cosas van y vienen; su disfrute es temporal y superficial. Los beneficios y las bendiciones de la fe y la obediencia, sin embargo, son sempiternas. Los productos del espíritu son de valor incalculable. En verdad, gracias a las bendiciones que la obediencia provee, podemos vivir más cerca de Dios y de nuestros semejantes, y apreciar mucho más nuestras posesiones terrenales en todo sentido.

Podemos decir que las recompensas consecuentes a nuestra obediencia a las ordenanzas y principios del evangelio, están a nuestra disposición aquí y ahora mismo. No es necesario que esperemos anticipadamente las eternas bendiciones que nos esperan en la inmortalidad, para justificar nuestra obediencia en esta vida a los principios del evangelio. Podemos llegar a ser partícipes de la naturaleza divina, eventual y progresivamente, desde el comienzo mismo de nuestra conversión, aun hasta el ocaso de nuestras vidas, si somos fieles. Si nos abrazamos a la fe y vivimos conforme a ella, jamás tendremos dudas en cuanto a la proximidad del Señor. El precio que pagamos por rendir obediencia a las leyes del evangelio, resulta insignificante cuando lo comparamos con sus valiosos resultados. Recordaremos que Jesús respondió al joven rico:

«. . . Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, y sígueme.” (Mateo 19:21.)

En otro favorito pasaje de las Escrituras, el Señor amplía este concepto del renunciamiento, con estas palabras:

“Y ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado.” (Juan 17:3.)

Al predicar entre los hombres el conocimiento verdadero de Dios, damos cumplimiento al propósito definido por las Escrituras modernas:

“Porque, he aquí, ésta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre.” (Moisés 1:39.)

Nuestra tarea, por consiguiente, es fomentar el conocimiento de Dios, de manera que todos los que escuchen puedan llegar a conocerle y entrar entonces en el camino de la inmortalidad y la vida eterna. Y una vez que hayamos entendido a Dios y a Sus propósitos, podremos decir como David en la antigüedad:

“Más yo en tu misericordia he confiado; mi corazón se alegrará en tu salvación.” (Salmos 13:5)

Habiendo aceptado el reino de Dios, pasando a ser miembros de Su Iglesia y obedeciendo Sus mandamientos, nuestro trabajo se facilita. Porque tendremos entonces conciencia de la real existencia de Dios, y) el Espíritu Santo se hace nuestro guía y consolador.

Nuestra conversión puede no ser necesariamente tan repentina como la del eunuco que Felipe se sintió inspirado bautizar, tal cual lo relata el libro de los Hechos:

«Y yendo por el camino, llegaron a cierta agua, y dijo el eunuco: Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado?

“Felipe dijo: Si crees de todo corazón, bien puedes. Y respondiendo, dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios.

“Y mandó parar el carro; y descendieron ambos al agua. Felipe y el eunuco, y le bautizó.” (Hechos 8: 36-38.)

Tampoco es preciso que nuestra conversión sea tan milagrosa como la de Pablo. Por el contrario, la conversión de una persona debe ser privativa y personal. Todo investigador que busque la verdad puede obtener, a su manera, el testimonio del Espíritu Santo de que Jesús es el Cristo. Porque toda real conversión, no importa cuán elemental haya sido, provee a todos los individuos del mismo testimonio en cuanto a la divina misión de nuestro Señor y Salvador. Y cuando recibimos este testimonio, podemos proclamar que Jesús es el Hijo de Dios.

En esto consiste la labor de todo misionero mormón, cualquiera sea la parte del mundo a donde haya sido enviado. Y es éste el testimonio que todo aquel que se convierte a la Iglesia obtiene. Pero hay aún algo más; cuando este conocimiento de que Jesús es el Cristo se hace nuestro, sentimos el deseo de posibilitar para otros la oportunidad que nosotros hemos recibido. Por consiguiente, no sólo es fácil sino natural para cada miembro de la Iglesia, bajo la inspiración del Espíritu Santo, ser un misionero. En 1829, el Señor declaró al profeta José Smith:

“Ahora, he aquí, una obra maravillosa está para aparecer entre los hijos de los hombres.

“Por lo tanto, oh vosotros que os embarcáis en el servicio de Dios, mirad que le sirváis con todo vuestro corazón, alma, mente y fuerza, para que aparezcáis sin culpa ante Dios en el último día.” (Doc. y Con. 4: 1-2.)

Todos podemos embarcarnos en el servicio de Dios mediante la fe, el arrepentimiento, el bautismo y la recepción del Espíritu Santo. Y de esta manera, como dijimos al principio, todo miembro de la Iglesia, mediante su fe y su fidelidad, pasa a ser un habitante de la Casa de Dios.

Por todas partes oímos decir que sólo basta confesar que “Jesús es el Cristo” para ser salvo. Sin embargo, es necesario que conozcamos a Cristo, a fin de que podamos llegar a ser parte de Su casa y prepararnos para el día del juicio, que habrá de comenzar en ella. Los moradores de una casa generalmente conocen al jefe del hogar. No podemos conocer a Dios o ser salvos sólo por la gracia. La gracia del Señor es, en verdad, enormemente importante para la redención de nuestros pecados. Su sacrificio expiatorio es la fundación misma de nuestra salvación, tanto de los efectos de la caída de Adán como de nuestras propias transgresiones. Es en virtud de Su vida, sufrimiento, crucifixión y resurrección que llegamos a ser beneficiarios de la expiación. El realizó por nosotros una tarea que no éramos capaces de realizar nosotros mismos. Y como consecuencia de ello, toda la humanidad será resucitada de la muerte.

Nuestra resurrección habrá de colocarnos ante el tribunal de Dios. Allí nos vio Juan el Revelador, quien así lo relata:

“Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fué abierto, el cual es el libro de la Vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras.” (Apocalipsis 20:12.)

Cuando es llevado a la práctica, el plan del evangelio nos trae la remisión de nuestros pecados en la vida mortal. Pero debemos actuar por nosotros mismos, puesto que no podemos depender o confiar en nadie para ser absueltos de nuestras propias transgresiones.

La respuesta dada por Pedro a la multitud en el día de Pentecostés, es de alcance universal aún en la actualidad:

“Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo.

“Al oír esto, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos?

“Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. (Hechos 2: 36-38.)

Cuán instructivo es también al respecto el siguiente pasaje de la Epístola a los Hebreos:

“Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6.)

Es necesario que sepamos cómo prepararnos para el día del juicio sobre el cual profetizó Pedro, Es a través del bautismo para la remisión de nuestros pecados, que podremos alcanzar nuestra exaltación en las mansiones del Padre Eterno. El Libro de Mormón nos dice:

. . . Así que esta vida llegó a ser un estado de probación; un tiempo de preparación para presentarse ante Dios; . . (Alma 12:24.)

No importa lo que sea, todo lo que hagamos debe estar efectivamente fundamentado en la fe, el arrepentimiento y las obras buenas. Aun nuestros mismos pecados no habrán de desalentarnos si tenemos dentro de nosotros la voluntad necesaria para sobreponernos a ellos. Isaías escribió:

“Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana,” (Isaías 1: 18)

Nada es imposible cuando tenemos el don del Espíritu Santo, nuestro consolador, y la inspiración divina. No en vano el don del Espíritu Santo llega a nosotros a través de un conducto claramente definido. Gracias a Él nuestro testimonio del Señor es confirmado. Aprendemos la verdad, y la fe se hace fuerza generadora en nuestras vidas. También por medio de Él, nuestra honestidad se ve reconfortada. El salmista nos hizo llegar estas inspiradas palabras;

“Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré nial alguno, porque Tú estarás conmigo; tu vara y tu callado me infundirán aliento.” (Salmos 23:4.)

“Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré? Jehová es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he dé atemorizarme?” (Ibid., 27:1.)

Sabido es que en nuestro viaje a través de la vida necesitamos ayuda, fuerza y seguridad. José Smith en su juventud aceptó seriamente la promesa de Santiago, tal cual la encontramos en la Biblia:

“Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada.” (Santiago 1:5.)

Como respuesta a su humilde oración el Padre y el Elijo le visitaron, encomendándole el restablecimiento de la Iglesia y el reino de Dios sobre la tierra en estos últimos días. Y en la actualidad Dios continúa escuchando y respondiendo las oraciones de Su pueblo.

Ahora bien, cuando nuestro arrepentimiento es sincero, tratamos de esquivar el mal y buscar las cosas mejores de la vida; oramos, leemos las Escrituras, nos guiamos conforme a los ejemplos y el ministerio de Jesucristo durante su vida terrenal, obtenemos el testimonio de que las Escrituras son verídicas, y aprendemos a aprovechar la luz esencial de la verdad en nuestra búsqueda por un cabal conocimiento de Dios y en cuanto a nuestra responsabilidad hacia Él y hacia nosotros mismos. Por medio de la oración y leyendo las Escrituras llegamos pronto a descubrir nuestra relación con el Señor. Y entonces aceptamos la invitación de Jesucristo:

“Venid a mí, todos que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.

“Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas:

“Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.” (Mateo 11: 28-30.)

En los comienzos de esta última dispensación, el Señor dijo al profeta José Smith:

“Y por vuestras manos haré una obra maravillosa entre los hijos de los hombres, para convencer a muchos de ellos de sus pecados, para que tengan el arrepentimiento y el reino de mi Padre.

“Así es que, las bendiciones que os doy son mayores que todas las cosas.” (Doc. y Con. 18: 44-45.)

Antes de que el día del juicio llegue—juicio que de acuerdo con las palabras que Pedro ha de comenzar con la casa de Dios—el Nuevo Testamento nos dice que muchos acontecimientos grandes y gloriosos habrán de llevarse a cabo en estos últimos días. Las revelaciones de Juan, por ejemplo, afirman que la restauración del evangelio sobre la tierra se efectuará antes del día del juicio final:

“Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo.

“Diciendo a gran voz: temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquél que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas.” (Apocalipsis 14: 6-7.)

Firme y honestamente declaramos que por medio del profeta José Smith, que fué un instrumento en las manos de Dios, el evangelio sempiterno de Jesucristo ha sido restaurado sobre la tierra, tal como lo profetizó Juan el Revelador. Invitamos a toda la humanidad a investigar nuestras declaraciones, y a comprobar nuestra afirmación de que los principios y ordenanzas del evangelio, en toda su pureza, nos han sido nuevamente dados a través de la ministración de ángeles.

No mucho después de la visitación angélica, Pedro, Santiago y Juan, como seres resucitados, aparecieron a José Smith y Oliverio Cowdery, a quienes impusieron las manos y les confirieron el sacerdocio de Dios,

Elabiendo sido expresamente comisionado para ello por Dios el Padre y Su Elijo Jesucristo, José Smith procedió a organizar, el 6 de abril de 1830, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, en el estado de Nueva York, (E.U.A.) Desde entonces, esta divina organización ha crecido firmemente, durante ciento treinta y dos años, de seis miembros con que originalmente contó, a dos millones de personas diseminadas por casi todas partes del mundo.

Nuestro mensaje da cumplimiento a las profecías antiguas. Todos los que han conformado sus vidas con los principios del evangelio, se unen con nosotros hoy para testificar que una vez más Dios ha conferido Su sacerdocio al hombre, a fin de que éste pueda predicar el plan del Señor y administrar sus ordenanzas. Y es en virtud de este sacerdocio que nosotros llamamos al arrepentimiento a toda la humanidad, testificando que mediante la fe en Dios, el arrepentimiento de nuestros pecados, el bautismo para la remisión de los mismos y la recepción del Espíritu Santo por medio de la imposición de manos, podremos volver a la presencia del Señor y allí disfrutar de la exaltación eterna.

Nuestros misioneros, a través de todo el mundo, son portadores de este sacerdocio divinamente restaurado, y están listos y preparados para ayudaros en la búsqueda de la verdad. Ellos os habrán de manifestar su testimonio de que Jesucristo vive y que Él es el Hijo de Dios. En verdad, todos nosotros, los miembros de la Iglesia, tenemos idéntica responsabilidad a la que el Señor dio a Sus apóstoles en el Meridiano de los Tiempos:

«Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;

«Enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta en fin del mundo. Amén” (Mateo 28: 19-20.)

A través de nuestro sincero empeño por dar cumplimiento hoy a la comisión que Cristo dio a Sus discípulos en la antigüedad, estamos tratando continuamente, mediante nuestras labores misioneras, de prepararnos nosotros mismos y ayudar a nuestros semejantes—todos aquellos que reciban nuestro mensaje—a prepararse para el día del juicio final. Quisiéramos que todos nuestros semejantes pudieran ser dichos, como Pablo dijo a los Efesios:

«. . . Ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios,

«Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo. . .” (Efesios 2: 19-20.)

En conclusión, quiero daros mi testimonio de que Jesucristo vive y que Su misión sobre la tierra fué divina. Que Él es el Unigénito del Padre y la cabeza de esta Iglesia restaurada. Y lo hago con humildad, en el nombre de Jesucristo. Amén.

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