La única Iglesia verdadera y viviente

Conferencia General Octubre 1971

La única Iglesia verdadera y viviente

President Boyd K. Packer

por el élder Boyd K. Packer
del Consejo de los Doce


Durante los últimos treinta días he tenido el privilegio de reunirme con misioneros y miembros en Gran Bretaña, Sudamérica, África del Sur y aquí en Norteamérica, Siempre que nos reunimos nos topamos con una pregunta común. Los miembros de la Iglesia, especial­mente nuestros misioneros, a menudo escuchan esta queja: «Si con alguien me siento ofendido, es con los que dicen que ellos tienen razón y que todos los demás están errados.» Se oponen, por supuesto, a nuestra afirma­ción concerniente a la delegación exclusiva de autoridad en esta Iglesia.

Comprendo, desde luego, por qué se sienten así. No obstante, yo les diría: «Espere y piense un momento. Seguramente usted no puede creer que de entre la gran variedad confusa de creencias religiosas ninguna de ellas sea verdadera.»

Tal proposición engendra el ateísmo. Al pensar en los ateos me inclino a lo que la hermana Carol Lynn Pearson escribió en sus versos dedicados al ateo:

«Su rasgo de buen humor Dios ha de tener por cierto, ya que la tentación resiste de volverte las tornas cuando dices y aparentas que El no existe.» El otro concepto, más extensamente sostenido, es que todas las iglesias tienen razón, que todas son iguales. Si pudiéramos decir que hay una respuesta típica que se da a nuestros misioneros, tal vez sería ésta: «Yo tengo una iglesia. Una es igual que otra, y realmente no importa a cuál pertenezcamos, o si es necesario pertenecer a alguna. Al fin y al cabo todos llegaremos al mismo lugar.»

Seguramente nadie que verda­deramente piense sostendría esta posición. No obstante, muchísimas personas la aceptan cuando nunca pensarían aplicarla o relacionarla, ni por un momento, a cualquier otro aspecto de su vida. No sosten­drían la misma posición, por ejemplo, en cuanto a la educa­ción. Quien no sonreiría al escu­char a alguien afirmar que todas las escuelas son iguales, que una es tan buena como la otra, y que una persona se merece el mismo diploma, no importa a cuál escuela asista, qué curso estudie o por cuánto tiempo.

¿Estaríais vosotros de acuerdo en enviar a un grupo de alumnos a la universidad que sea, dejarlos que estudien cualquier variedad de cursos y entonces conferirles grados especializados —cualquier cosa que ellos pidan— en arqui­tectura, leyes o medicina? Semejante actitud daría a entender que un hombre puede llegar a ser tan buen cirujano, sin estudiar para serlo, como lo sería si se ciñera a los cursos prescritos. Ninguna persona que piense seriamente sostendría tal posición, y ni voso­tros ni yo nos someteríamos a una operación en la que fuera a intervenir un cirujano que hubiera adquirido su preparación, o tal vez sería mejor decir «falta de preparación», del modo descrito.

Es extraño, pues, ver cuántos pueden aplicar tal concepto a la religión. Esto es lo que proponen: Id a cualquier escuela; estudiad cualquier curso, y si no queréis ir a la escuela no vayáis; finalmente todos llegaremos al mismo lugar y recibiremos el mismo diploma celestial. Esto no es ni razonable ni verdadero.

La posición de que la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es la única iglesia verdadera sobre la faz de la tierra es fundamental. Tal vez sería más conveniente, aceptable y popular si la evitáramos; no obs­tante, estamos bajo la sagrada obligación y el sagrado cargo de sostenerla. No es meramente una admisión; es una declaración posi­tiva. Es tan fundamental que no podemos contemporizar sobre este punto.

Ahora a los que nos consideran egoístas, declaramos que no fue ideado por nosotros; fue el Señor quien lo afirmó porque dio man­damientos a los hermanos en los primeros días.

«… de poner los cimientos de esta iglesia y de sacarla de la obscuridad y de las tinieblas, la única iglesia verdadera y viviente sobre toda la faz de la tierra, con la cual yo, el Señor, estoy bien compla­cido, hablando a la iglesia colec­tiva y no individualmente» (D. y C. 1:30).

Ahora esto no es decir que las iglesias, todas ellas, estén comple­tamente desprovistas de toda verdad. Tienen algo de verdad, algunas de ellas una buena por­ción. Tienen una apariencia de piedad. En numerosos casos no hay falta de devoción en el clero ni en sus adherentes, y muchos de ellos practican notablemente bien las virtudes del cristianismo. No obstante, están incompletos, pues según la declaración misma del Señor: «… enseñan como doc­trinas mandamientos de hom­bres, teniendo apariencia de piedad, mas negando la eficacia de ella» (José Smith 2:19).

El evangelio podría compararse al teclado de un piano, un teclado completo con su selección de teclas sobre las cuales el que tiene destreza puede tocar una variedad ilimitada: una romanza para expresar amor, una marcha para animar, una melodía para calmar y un himno para inspirar; una variedad infinita que puede acomodarse a todo sentimiento y satisfacer toda necesidad.

Cuán poca visión, pues, sería escoger una sola tecla e incesante­mente repetir con monotonía una sola nota, o aun dos o tres notas, cuando se puede utilizar el teclado completo de armonía ilimitada.

Qué frustración cuando la plenitud del evangelio, el teclado completo, está sobre la tierra, pero muchas iglesias no usan más que una sola tecla. La nota que recalcan podrá ser esencial dentro de una armonía completa de ex­periencia religiosa, pero no por eso deja de ser una sola nota. No es la plenitud.

Por ejemplo, una toca la nota de sanar por la fe y hace caso omiso de muchos principios que producirían mayor fuerza que la propia sanidad por la fe. Otra toca la nota poco usada relacionada con la observancia del sábado, una nota que ciertamente sonaría diferente al tocarse armoniosa­mente con las notas esenciales del teclado. La nota que se usa en tal forma puede llegar a desafinarse por completo. Otra repite in­cesantemente la nota que se refiere al modo de bautizar, y toca una o dos teclas más, como si no supiera que tiene a su dis­posición el teclado completo. Y además, la nota misma que se toca, por esencial que sea, no suena completa cuando se toca sola y se abandonan las demás.

Hay otros ejemplos, muchos de ellos en los que interminablemente se ponen de relieve ciertas partes del evangelio, en las cuales las iglesias se fundan, al grado de que por sí solas su sonido no es nada en comparación con lo que podría ser si se combinaran con la medida cabal del evangelio de Jesucristo. No decimos que la tecla de sanar por la fe, por ejemplo, no sea esencial. Nosotros no sólo la reconocemos, sino con­fiamos en ella y la experimenta­mos; pero no es el propio evan­gelio mismo, ni su plenitud.

Nunca afirmaríamos que el bautismo no es esencial, absolu­tamente esencial, porque consti­tuye la inscripción oficial en la iglesia y reino de Dios. Sin em­bargo, si se toca solamente esa tecla, sin la nota correspondiente de la autoridad, desaparecen la plenitud y armonía, y se con­vierte en disonancia; y sin la tecla de la fe y del arrepenti­miento, ningún significado tiene, y peor todavía, es una falsificación. Esto sucede cuando falta la autori­dad de que estamos hablando.

Ahora bien, no decimos que están en error; más bien están incompletas. La plenitud del evan­gelio se ha restaurado; el poder y la autoridad para obrar por el Señor están con nosotros. El poder y la autoridad del sacer­docio descansan sobre esta Iglesia. El Señor reveló que:

«. . . este sacerdocio mayor administra el evangelio, y posee la llave de los misterios del reino, aun la llave del conocimiento de Dios.
«Así que, en sus ordenanzas, el poder de Dios se manifiesta.
«Y sin sus ordenanzas y la autoridad del sacerdocio, el poder de Dios no se manifiesta a los hombres en la carne» (D. y C. 84:19-21).

En estos postreros días en que el poder íntegro de la maldad se dispone contra nosotros, la gran apostasía de que se habla en las Escrituras sigue adelante hacia su conclusión inevitable. Las iglesias cristianas, que debían servir de baluarte y protección, parecen estar proporcionando poca sus­tancia a sus miembros o a su clero; y vemos el espantoso fantasma de iglesias vacías y de un clero que fomenta causas que ellos, más que todos, deberían resistir.

En el viaje reciente que he mencionado, me ha impresio­nado ver iglesias cerradas, con tablas clavadas sobre las puertas, los alrededores llenos de hierbas, o abiertas pero vacías. Tenemos frente a nosotros la tenebrosa visión de una generación que va criándose sin contacto con las Es­crituras.

No es fuera de lo común encon­trar a personas que se interesan en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, pero es poca la atención que prestan al ideal de que en ella se encuen­tra la plenitud del evangelio.

Los atrae una sola tecla, una doctrina, frecuentemente una a la que en el acto se oponen y resisten. Es lo único que investi­gan; quieren saber todo lo con­cerniente a ese tema sin hacer referencia a ningún otro asunto, de hecho, con particular obje­ción y reparo a cualquier otra cosa.

Quieren oír que se toque esa sola nota una y otra vez. Poco es el conocimiento que les comuni­cará, a menos que vean que existe una plenitud, otros ideales y doctrinas complementarios que presentan un calor y una armo­nía y plenitud, que en el momen­to preciso utilizan cada tecla, la cual si fuera la única que se tocara, podría producir un sonido disonante.

Ahora bien, este peligro no se limita a los investigadores. Al­gunos miembros de la Iglesia que deberían tener mayor prudencia, seleccionan su tecla o dos teclas favoritas y las tocan incesante­mente hasta enfadar a los que los rodean. Con esto pueden empeñar su propia sensibilidad espiritual; se les olvida que hay una pleni­tud del evangelio y llega a sucederles lo que a muchos indi­viduos y muchas iglesias. Bien pueden llegar a rechazar la pleni­tud prefiriendo una nota favorita; y esto por fin se convierte en exageración y los lleva a la apos­tasía.

Os aconsejo que penséis en este asunto. Más aún, quisiera instaros a orar al respecto. El pensar puede ser la base de la sabiduría del hombre; pero hay otra manera más perfecta de comunicación por medio del Espíritu, «porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios» (1 Corintios 2:10).

Hablando a los Corintios, dijo el apóstol Pablo: «Lo cual también hablamos, no con palabras en­señadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíri­tu, acomodando lo espiritual a lo espiritual.

«Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede enten­der, porque se han de discernir espiritualmente» (1 Corintios 2:13,14).

Cualquier alma tiene el dere­cho, por cierto, tiene la obliga­ción de pedir mediante la oración la respuesta a la pregunta: ¿Hay una iglesia verdadera? Así es como todo empezó, si recor­dáis, cuando un joven de catorce años salió al bosque con dos preguntas: ¿Cuál de todas las iglesias era la verdadera? y ¿a cuál se había de unir? Allí reci­bió una visión maravillosa del Padre y del Hijo, y se inició la dispensación del cumplimiento de los tiempos. Subsiguientemente fue restaurada la autoridad para obrar por Dios, la cual sigue aún con esta Iglesia. En esta reu­nión escuchamos a un Profeta de Dios, José Fielding Smith.

Doy testimonio de que es Profeta de Dios. Tengo un testimonio de que Jesús es el Cristo. Él vive. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es la única Iglesia verdadera y viviente sobre la faz de la tierra, de lo cual doy testimonio en el nombre de Jesu­cristo. Amén.

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