Todo hombre debe aspirar a cumplir una misión

Mayo de 1972
Todo hombre debe aspirar a cumplir una misión
por el élder LeGrand Richards
del Conseio de los Doce

LeGrand RichardsUna experiencia que tuve cuando era niño en el barrio del pueblito donde pasé mi niñez, ha tenido gran influencia sobre mi vida.

Dos jóvenes que habían regresado de sus misiones en los Estados del Sur, dieron su in­forme de las mismas en nuestra reunión sacra­mental. En aquellos días, los misioneros viajaban sin bolsa ni alforja y de esta manera se veían obligados a dormir afuera algunas veces, cuando no les era posible encontrar alguna familia que estuviese dispuesta a darles albergue por una noche.

En aquellos días los misioneros estaban sujetos a cierta persecución; bajo tales condiciones eran humillados y experimentaban muchas evidencias de cómo el Señor les proveía amigos que cui­daran de sus necesidades.

El espíritu de estos dos ex misioneros me impresionó de tal manera que fui a casa, me arrodillé y le pedí al Señor que me ayudara a vivir dignamente para ir a una misión cuando tu­viera la edad suficiente. Continué orando por este privilegio hasta que el tren se alejó de la estación de ferrocarril en Salt Lake City, y me encontraba en camino a Holanda. Mis últimas palabras a mis seres queridos fueron: «Este es el día más feliz de mi vida.»

Antes de salir a la misión, el presidente Anthon H. Lun, en aquel entonces consejero en la Primera Presidencia, nos habló a los misioneros, y dijo que la gente nos amaría. Luego agregó: “No os envanezcáis en el orgullo de vuestros corazones y penséis que es porque sois mejores que otras personas. Será por aquello que les llevéis.” Cuando pronunció estas palabras, casi no pude comprender lo que quería decir, pero antes de terminar la misión, lo supe.

Cuando visité a los hermanos en Amsterdam para despedirme de ellos, dándome cuenta de que quizás no volvería a ver a muchos de ellos en esta vida, vertí muchas lágrimas, más que cuando dejé a mis seres queridos para ir a Holan­da. Por ejemplo, fui a la casa de una familia donde mi compañero y yo habíamos sido los primeros misioneros en visitarlos, y la madre, una mujer pequeña, dijo con lágrimas que le

rodaban por las mejillas y le caían sobre el delan­tal: “Hermano Richards, fue muy difícil ver a mi hija irse a Sión hace algunos meses (en aque­llos días la Iglesia exhortaba a los Santos a que emigrasen a los Estados Unidos; ahora no lo hace más), pero es mucho más difícil verlo irse a usted.’’ Entonces sentí que podía comprender lo que el presidente Lund había querido decir con sus palabras: “La gente os amará a causa de lo que les llevéis.’’

Visité a un hermano que permaneció erguido en el uniforme de su país, y que tenía edad sufi­ciente como para ser mi padre. Se puso de rodillas, tomó mi mano entre las suyas, la acarició, la besó y la bañó con sus lágrimas. Nuevamente sentí que podía comprender las palabras del presidente Lund: “La gente os amará a causa de lo que les llevéis.”

Esa misión fue una experiencia tan mara­villosa que al regresar a mi barrio y dar un dis­curso, les comuniqué a los hermanos que había tenido una experiencia tan maravillosa en mi misión, que en ocasiones pensaba que casi había caminado y hablado con el Señor, y que esperaba que El me enviase a otra misión lo suficientemente seguido a fin de poder retener el espíritu que tanto había gozado en esa, mi primera misión.

El Señor pareció tomarme la palabra, ya que he tenido el privilegio de cumplir cuatro misiones para  la Iglesia, presidir dos de ellas y visitar muchas otras más, Como resultado de mi expe­riencia misional y mi contacto y relación con los misioneros, he llegado a la conclusión de que no desearía tener un hijo que no fuera a una misión; pienso que eso le debemos al mundo, y somos llamados a compartir con él las maravillo­sas verdades del evangelio.

Si nos remontamos lo suficientemente atrás, encontraremos que cada uno de nosotros está en deuda con algún misionero, por el hecho de pertenecer a la Iglesia, Descubrí que Brigham Young le enseñó el evangelio a mi abuelo, y si algún día voy donde el presidente Young está, seguramente le daré las gracias. Pensad en la pérdida que hubiera sido para mí y mi familia, así como para mis seres queridos, si el evangelio no hubiese llegado a nosotros.

Creo que todo joven debe aspirar a cumplir una misión. Cuando efectuamos reuniones con los misioneros en el campo de la misión, donde se vierten muchas lágrimas de gozo, muy a menudo ellos se expresan con palabras como éstas: “Cuando estábamos en casa, oíamos a los ex misioneros rendir el informe de sus misiones, diciendo que ése había sido el período más feliz de su vida, y no creíamos ni una palabra; pero ahora comprendemos.”

Un joven se detuvo en mi oficina al regresar de su misión en Argentina, donde había pasado otros seis meses ayudando a los misioneros a aprender el idioma. Nombrándolo, ya que lo cono­cía y también a sus padres, desde antes de que saliera a su misión, le dije: “¿Crees que fue una pérdida de tiempo haber ido a esa misión, que deberías haber estado terminando tu educación y preparándote para casarte?”

A lo que me contestó: “Si las Autoridades Ge­nerales quisieran hacerme feliz, que me pongan mañana mismo en un avión y me envíen de nuevo a Argentina.” Y aún no había visto a los seres queridos a quienes había dejado.

En el noroeste de Estados Unidos conocí a un joven misionero que había estado en e! ser­vicio militar antes de su llamamiento. Sabiendo que esto significaría postergar su educación y empleo, le pregunté al respecto, y dijo: “No existe ninguna corporación ni organización en el mundo que pudiera pagarme lo suficiente para que yo dejara mi misión.”

Un misionero en Holanda, después de efec­tuar un servicio bautismal para cinco adultos, me dijo: “Mientras estuve en casa, tenía un buen trabajo y podía ir al cine o a un baile cada vez que se me antojara; pero no cambiaría una experiencia como ésta por todos los espectáculos ni bailes en el mundo.”

Hace poco tiempo, junto con el Presidente, visité la Misión Alaska-Columbia Británica. La hija, que estaba en la escuela secundaria, había tenido éxito en convertir a una de sus compañeras, de modo que le dijo a su padre que quería pasar las vacaciones veraniegas en el campo misional. El la envió a Anchorage, para trabajar con una misionera, y ambos fuimos ahí para asistir a un servicio bautismal en donde once personas iban a ser bautizadas. Nueve de éstas eran conversos de esta jovencita y su compañera. La joven corrió hacia mí, con lágrimas en los ojos, y me dijo: «Oh, hermano Richards, nunca he sido tan feliz en toda mi vida,»

Mientras me encontraba en Oregón, oí a un misionero rendir el informe de su misión. Siendo un converso, dijo: “No aceptaría un cheque por un millón de dólares por la experiencia de mi misión.» Me senté detrás de él y me dije: «¿Tomarías un millón ‘de dólares a cambio de tu misión, allá en el pequeño país de Holanda?»

Empecé a contar a las familias que, con la ayuda del Señor, me fue posible traer a la Iglesia, y descubrí que no los privaría de la Iglesia por todo el dinero en este mundo.

Hace años, mientras servía como Presidente de la Misión de los Estados del Sur, en una de nuestras reuniones públicas, uno de los misio­neros, un joven que medía aproximadamente 1.90 m., y había jugado en un equipo de campeonato de basquetbol, dijo que cuando su equipo ganó el campeonato, sus compañeros lo cargaron literalmente sobre los hombros. Luego agregó: «Esa fue la experiencia más grandiosa de mi vida, hasta que llegué al campo de la misión. No cambiaría una noche como ésta, testificando de la restauración del evangelio, por todos los juegos de básquetbol que haya jugado.”

Uno de mis nietos cumplió una misión en Aus­tralia. Copié un párrafo de una de sus cartas: «Las cosas por acá son verdaderamente tre­mendas; honradamente puedo decir que nunca he estado tan emocionado y feliz en toda mi vida. El Señor realmente me está bendiciendo,” Este testimonio es más significativo cuando uno se da cuenta de que antes de salir a su misión, este joven había sido elegido el «muchacho del mes” en su escuela; presidente del alumnado de la misma, fue seleccionado como el mejor atleta en su clase en la escuela secundaria, fue capitán del equipo de fútbol y básquetbol y miembro de un equipo campeón de básquetbol de la Iglesia.

Unicamente el Señor pone estos sentimientos de los que he hablado en los corazones de los misioneros.

Después de su crucifixión, cuando Jesús envió a sus apóstoles al mundo a predicar el evangelio a toda criatura, dijo: «. . . y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20). Y todo fiel misionero puede testifi­car que el Señor está cumpliendo esta promesa.

Los que hemos experimentado el cumplimiento de la promesa del Salvador, comprendemos el sig­nificado de las palabras de Alma, cuando dijo: «¡Ojalá fuese yo un ángel y pudiera realizar el deseo de mi corazón, para salir y hablar con la trompeta de Dios, con una voz que estremeciera la tierra, y proclamar el arrepentimiento a todo pueblo!” (Alma 29:1).

Durante mi juventud, me sentí sumamente im­presionado e inspirado por una historia que el presidente Haber J. Grant acostumbraba a contar acerca de una familia escandinava que había emigrado a Utah, y a quienes no se les había enseñado mucho acerca del evangelio; todo lo que sabían era que es verdadero. De manera que el obispo habló con este hombre, le enseñó la ley de los diezmos, y él pagó sus diezmos; luego el obispo le enseñó la ley de las ofrendas de ayuno, y el hombre pagó sus ofrendas. Entonces, un tiempo después, el obispo solicitó una dona­ción a fin de ayudar a construir la capilla. El hombre pensaba que eso debía sacarse de los diezmos, pero antes de que el obispo terminara, ya había hecho su contribución para la construc­ción de la capilla. Un tiempo después, el obispo fue a verlo para llamar a su hijo a que fuera a una misión. El hombre respondió: «¡Esto es el acabóse! No podemos dejarlo; él es el único que queda en casa.” Entonces el obispo respon­dió: «Hermano, ¿a quién quiere usted más en este mundo aparte de su familia inmediata?” Después de seria consideración, el hombre con­testó: «Creo que a ese joven misionero mormón que fue hasta la tierra del sol de la medianoche y me enseñó el evangelio del Señor Jesucristo.” Luego el obispo dijo: «Hermano, ¿le gustaría que alguien quisiera a su hijo de la misma ma­nera que usted quiere a ese misionero?” Su respuesta fue: “Obispo, tiene razón; llévelo; pagaré su misión.”

Sí uno realmente desea edificar tesoros en los cielos, no sé de ninguna manera mejor que a través del servicio misional. Sus conversos lo amarán durante esta vida y las eternidades venideras. El verdadero éxito en esta vida no se puede medir en términos monetarios ni en las riquezas de este mundo. Jesús dijo: «Porque ¿qué aprovechará el hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Marcos 8:36).

«Y dijo a otro: Sígueme. El le dijo: Señor, déjame que primero vaya y entierre a mi padre. Jesús le dijo: Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú vé, y anuncia el reino de Dios» (Lucas 9:59-60).

Entonces el Señor envió a otros setenta, de dos en dos, a todo lugar, adonde El mismo ven­dría, diciendo: «La mies a la verdad es mucha, mas los obreros pocos; por tanto, rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies” (Lucas 10:2).

Si la mies era grande en aquel tiempo, cuánto mayor no será ahora, y por tanto mayor la necesidad de muchos misioneros. Creo que todo joven debe aspirar a cumplir una misión, ya que le servirá de fundamento a fin de edificar una vida de servicio útil en el reino de nuestro Padre y en el mundo; fundamento que no se puede encontrar de ninguna otra manera.

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