Una noche de hogar para la familia

27 de agosto de 1971
Una noche de hogar para la familia
por Belle S. Spafford

Adaptado de un discurso pronunciado en la Conferencia General de Area en Manchester, Inglaterra, el 27 de agosto de 1971

Belle S. SpaffordGeneralmente hablando, creo que los padres Santos de los Últimos Días siempre se han preocu­pado por el bienestar de sus hogares y sus hijos. También creo que, por regla general, los hijos Santos de los Últimos Días res­petan las enseñanzas de sus pa­dres, así como las normas estable­cidas en sus hogares. De otro modo, no creo que tuviéramos en el campo misional año tras año a cientos de jóvenes maravi­llosos representando las enseñan­zas de la Iglesia y reflejando las enseñanzas en sus hogares.

Hoy día, sin embargo, las cir­cunstancias de la vida agudizan la preocupación paternal, y en la mayoría de los casos parecen incidir en las relaciones deseables de padre-hijo e hijo-hogar.

Esto ha ocasionado que se in­tensifique el esfuerzo por parte de la Iglesia para ayudar a recal­car las enseñanzas de la misma en cuanto al hogar, la familia y su destino divino. Se nos han dado nuevas normas en forma de programas; entre ellos, creo que el más importante es el pro­grama de la noche de hogar.

Quisiera contar una historia que para mí simboliza la belleza y el significado de una bien diri­gida noche de hogar y que clara­mente representa el papel de la madre. El relato es históricamente verídico.

Era una familia de agricultores; habían tropezado con vicisitudes debido al terreno seco e impro­ductivo y se habían visto obliga­dos a mudarse a un estado vecino: Sin embargo, el padre, un hombre trabajador y justo que amaba a su familia, no se sentía desalen­tado. Había solicitado el consejo de la madre y los hijos en la importante decisión de mudarse y todos habían tomado parte de la decisión. La madre era de naturaleza profundamente espiri­tual, de corazón sabio y compren­sivo; su amor por sus hijos la llevó a perseverar sin quejas pese a las amargas tribulaciones y aun los sufrimientos físicos.

Esta familia estaba compuesta de ocho hijos que trabajaban jun­tos para el bienestar de todos en un espíritu de lealtad y afecto mutuo; tan profundo era el afecto del hermano mayor hacia el menor que soportó persecuciones inter­minables, sufrimientos terribles y hasta el martirio. El compañe­rismo de estos dos hermanos ha sido comparado con el de David y Jonatán.

Un día, este hermano menor, el tercer hijo en la familia, un joven de catorce años, tuvo una tremenda experiencia espiritual que de acuerdo con las palabras de su madre, lo dejó «abrumado y pasmado.» Esta fue seguida de otras experiencias espirituales en las cuales un ángel le habló al muchacho. Después de la segunda visita del ángel, el joven recibió instrucciones de decirle a su padre todo lo que había visto y oído. Como es común en los jóvenes, el muchacho tenía miedo de hacerlo por temor a que su padre no le creyera; tan raras habían sido sus experiencias. Sin embargo, el ángel, conociendo el corazón y la mente del padre, le aseguró al muchacho que aquél creería sus palabras.

En efecto, el padre escuchó crédulamente el relato del joven y más tarde lo discutió con la madre. Posteriormente, ambos con­gregaron a la familia al caer la noche, cuando el trabajo del día había terminado, a fin de que to­dos pudieran escuchar mientras el joven José relataba los detalles de la visita de Dios el Padre y su Hijo Jesucristo, de las visitas subsiguientes del ángel Moroni y de la obra que el Señor le había indicado a José Smith que debía llevar a cabo. Con el transcurso del tiempo, y a medida que el joven recibía nuevas experiencias, se efectuaron muchas reuniones familiares como éstas. Cito a con­tinuación el relato de la madre en cuanto a esas noches familiares, que aparecen en su libro sobre la vida del Profeta:

«Me imagino,» comentaba, «que la familia presentaba un aspecto tan singular como cualquiera que haya vivido sobre la faz de la tierra: todos sentados formando un círculo, padre, madre e hijos, prestando la más profunda aten­ción a un joven de dieciocho años de edad, que nunca en su vida había leído toda la Biblia; parecía estar mucho menos inclinado a la lectura de libros que cualquiera del resto de nuestros hijos, pero mucho más entregado a la medi­tación y el estudio profundo.

«Ahora teníamos la seguridad de que Dios estaba por sacar a luz algo a lo cual podríamos dedi­car nuestros pensamientos, o que nos brindaría un conocimiento más perfecto del plan de salva­ción y la redención de la familia humana.»

Y luego concluye diciendo: «. . . la unión y felicidad más perfecta prevalecieron en nuestro hogar, y la tranquilidad reinaba a nuestro alrededor» (History of Joseph Smith, por su madre, Lucy Mack Smith, páginas 82-83). Para mí, este es un relato único de una impresionante noche familiar.

¿Cuántos haríamos un esfuerzo más determinado si se nos ase­gurara que la unión y felicidad más dulces prevalecerían en nues­tros hogares y que la tranquilidad reinaría a nuestro alrededor?

Ahora quisiera haceros una o dos preguntas para vuestra con­sideración:

¿Ayudaron las reuniones fami­liares en gran manera a José Smith para aceptar su llama­miento divino y dedicarse a él?

¿Tuvieron algún efecto directo en la gran obra de Hyrum en su apoyo para el Profeta y en su convicción de la veracidad del evangelio restaurado y su dedica­ción a la obra?

¿Podría la lealtad familiar a la causa del evangelio restaurado haber sido fortalecida a un punto mayor en cualquier otra manera que uniendo a los miembros de la familia?

¿Por qué razón habría el ángel dirigido al joven a que le dijera a su padre? ¿Por qué no a la madre, al hermano por quien sen­tía tanto afecto, a un amigo ín­timo, o incluso, a alguien de una iglesia? ¿En quién pone el Señor la responsabilidad principal por un hijo en esta vida?

¿Cuál fue el papel de la madre en congregar a toda la familia? ¿Tuvo ella algo de influencia en la actitud receptiva de los hijos hacia la historia milagrosa de su her­mano?

Por otra parte, supongamos que el padre, ocupado y cansado con las labores de la granja, hubiese despreciado a su hijo o aun desa­creditado su relato.

Supongamos que la madre hu­biera pensado que los intereses y actividades externos no permitirían que la familia se reuniera. Su­pongamos que le hubiera dicho al padre: «Oh, arreglemos este asunto entre nosotros. Trabajamos ardua­mente todo el día; los hijos más grandes tienen sus propios asun­tos, y los más pequeños deben estar acostados.» Supongamos aunque la madre no hubiera estado en casa para ayudar en hacer los arreglos y participar en estas noches familiares.

Supongamos que los padres no hubieran creado la atmósfera ade­cuada para escuchar y creer, y hubiesen permitido que los hi­jos estuvieran desordenados, se hubieran reído y hasta dudado o ridiculizado el relato del joven. ¿Hubiera esto agregado una carga a un joven que ya estaba «abru­mado y pasmado»?

Muy a menudo los padres no saben lo que existe en las mentes y los corazones de sus hijos. Muy a menudo permiten que lo insigni­ficante se sobreponga a lo impor­tante. Muy frecuentemente están demasiado ocupados para juntar a la familia y sentarse a escuchar.

Más aún, solamente en las ocasiones más raras se ha permi­tido que los padres conozcan la misión divina de un hijo; pero se nos da a saber que los hombres grandes en el consejo presidente de la Iglesia son escogidos por el Señor para juzgar y dirigir a este pueblo. Se nos hace saber que lo efectúan por medio de la revelación y la inspiración. Se nos informa que ellos comprenden la doctrina de la unidad familiar en la eternidad; ellos saben cómo llevar a nuestra gente las normas que unirán a las familias y ase­gurarán su bienestar eterno. En­tonces, ¿cuál es nuestro papel como padres? Es muy sencillo: escuchar y obedecer.

El Señor ha dicho: «Porque si queréis que os dé un lugar en el mundo celestial, tenéis que prepa­raros, haciendo las cosas que os he mandado y requerido.»

Recordemos siempre que el Señor nos habla a través de la voz y los escritos del Sacerdocio Presidente de su Iglesia. Que siga­mos el consejo de estos hermanos, no solamente en lo que concierne a efectuar las noches de hogar, si deseamos realmente el bienestar de nuestras familias, sino en todos los asuntos relacionados con nuestra vida, a fin de que poda­mos gozar las bendiciones eter­nas. Esta es mi oración para las familias de Santos de los Últimos Días.

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