Amor incondicional

Conferencia General Octubre 1971

Amor incondicional

Marion D. Hanks

por el élder Marion D. Hanks
Ayudante del Consejo de los Doce


Desde el principio, Dios ha estado muy interesado en sus hi­jos, los que se encuentran Seguros en el redil, algunos que se han descarriado y los que todavía no se encuentran dentro del mismo.

Esta noche hablaremos princi­palmente de los que están adentro, o aquellos que no se encuentran tan adentro como quisieran estarlo y como nosotros quisiéramos que estuvieran. Nuevamente leo con gozo lo que Alma el Profeta escri­bió acerca de algunas personas que se encontraban alejadas del redil, y que una vez habían estado dentro del mismo. Con tres de los hijos de Mosíah, dos de sus pro­pios hijos y otros dos conversos, fueron a enseñar a los zoramitas, de quienes se dijo. que habían caído en gran error, «pues no se esforzaban en guardar los manda­mientos de Dios, ni sus estatutos … Ni tampoco observaban los ritos de la Iglesia, de perseverar en orar y suplicar a Dios diaria­mente, para no caer en tentación. En fin, habían pervertido las vías del Señor en muchos casos; por lo que Alma y sus hermanos fueron al país para predicarles la palabra» (Alma 31:9-11).

Cuando eso sucedió, Alma le ofreció al Señor la clase de ora­ción que se encuentra en nuestros corazones al escuchar a estos ilus­tres siervos de la juventud que nos dirijen la palabra esta noche. «¡Oh Señor, concédenos el éxito en traerlos nuevamente a ti en Cristo! ¡He aquí, sus almas son preciosas, oh Señor, y muchos de ellos son nuestros hermanos (en­tre paréntesis, podríamos suponer que estuviera pensando en muchos de ellos como las esposas e hijos de nuestros hermanos en la actuali­dad y en lo futuro); por tanto, danos, Señor, poder y sabiduría para que nuevamente podamos llevarlos a ti!» (Alma 31:34-35).

Recientemente, el hermano Joe Christensen me mostró un extracto de la Historia de la Iglesia que me gustaría compartir brevemente con vosotros. En Documentary Hisíory of the Church (volumen 5, pág. 320- 21) se encuentra «Un breve bos­quejo del nacimiento de la ‘Socie­dad de Socorro de Jóvenes y Señoritas’ del Times and Seasons». Como afirma el anotador, obser­varéis que esto se relaciona más con la juventud que con la Socie­dad de Socorro, pero así se lla­maba.

«A fines de enero de 1843, un número de jóvenes se reunió en la casa del élder Heber C. Kimball (el profeta José Smith escribió esto), quien los amonestó en con­tra de las diversas tentaciones a las que está expuesta la juventud, y fijó otra reunión expresamente para los jóvenes en la casa del élder Billings; a la semana siguien­te se efectuó otra reunión, en el salón de clase del hermano Farr, el cual estaba repleto de gente. El élder Kimball pronunció dis­cursos, exhortando a los jóvenes a estudiar las escrituras, y habili­tarse y estar listos para salir al estrado de la acción, cuando sus actuales instructores y líderes se encuentren entre bastidores; asi­mismo, andar en buena compañía y conservarse puros y limpios de las manchas del mundo.»

El Profeta luego señala que la siguiente reunión se efectuó en su casa, y a pesar de la incle­mencia del tiempo, hubo muchos presentes, aun hasta el límite de la capacidad.

«El élder Kimball,» escribe, «como de costumbre, pronunció un discurso, amonestando a los oyentes en contra de dar rienda suelta a las pasiones de su juven­tud, y exhortándolos a ser obe­dientes y prestar estricta atención al consejo de sus padres. . .»

Después, el Profeta dice algo que me ha conmovido y que creo que os conmoverá a los que tra­bajáis con los jóvenes: «Experi­menté más aprietos al estar en­frente de ellos que al estar ante los reyes y los nobles de la tierra; ya que conocía los crímenes por los cuales los últimos eran cul­pables, y sabía precisamente cómo dirigirme a ellos; pero mis jóvenes amigos no eran culpables de nada, y por tanto, casi no sabía qué decirles. Los exhorté a organizarse en una sociedad para el socorro de los pobres, y les recomendé a un pobre hermano inglés. . . que deseaba una casa, a fin de poder tener un hogar entre los santos; que había reunido unos cuantos materiales para dicho propósito, pero no le fue posible utilizarlos, y había solicitado ayuda. Los aconsejé para que escogieran un comité que reca­bara fondos para este propósito, y efectuara este acto de caridad tan pronto como el tiempo lo permitiese. Les impartí los con­sejos que pensé eran necesarios para guiar su conducta a través de la vida y prepararlos para una gloriosa eternidad.»

Como veis, nuestros esfuerzos actuales para alcanzar a la juventud no son originales. Son casi los mismos, motivados con aproxima­damente el mismo sentimiento de su necesidad, y ciertamente por el mismo espíritu que dirigió a aquellos de antaño. Estas pala­bras del Profeta me conmovieron porque yo he experimentado ese mismo sentimiento al haber estado frente a ellos. Habiendo sido maestro por años, he meditado sobre su futuro mientras los he instruido; y he vivido el tiempo suficiente para ver el cumpli­miento de mis más añoradas es­peranzas, o el comienzo del cum­plimiento de las mismas para muchos de ellos, y lamento decir­lo, la realización de algunas de mis inquietudes. Ellos son, en ver­dad, una generación grandiosa y extraordinaria; sin embargo, como muchos de vosotros, soy plena­mente consciente de los grandes problemas que afrontan todos nuestros jóvenes, y que muchos necesitan ayuda desesperada­mente.

Sería una experiencia intere­sante para algunos de vosotros pasar a través de algunas experiencias en nuestras comunicacio­nes con los jóvenes, al conversar con ellos en persona, por teléfono, en entrevistas o por correo. Hace apenas unos días que llegué a un conocido aeropuerto, me reuní con algunos jóvenes líderes y una bella jovencita que me estaba esperando. Esta se había escapado de su casa rebelándose a los deseos de sus padres y otras personas, y se las había arreglado para que diferentes automovilistas la llevaran de favor hasta un festival de música «rock». Al intentar regresar a su casa después de esta aventura, estaba tratando de conseguir transporte al lado de la carretera junto con un amigo, cuando fue detenida por los ofi­ciales de la ley, arrestada con el cargo de posesión de drogas, y sentenciada a cinco años de pri­sión. A través de la intervención de nuestros hermanos locales, que recibieron la noticia de su turbada madre a través del obispo, le fue concedida la libertad condicional; pero el registro ha quedado per­manente, y su vida se encuentra en la balanza; tiene algunas deci­siones que hacer.

Sobre mi escritorio se encuentra una carta; una de tantas, prove­niente de una jovencita angustiada que pide ayuda. Tres veces repite las palabras: «Por favor, ayúdeme.» Hace algunas horas he recibido una llamada, otra de tantas, de un joven confuso que busca ayuda para un amigo que duda de una opinión de la Iglesia, la cual piensa que no puede aceptar porque cree que coloca su posición en la Iglesia en un punto delicado o insostenible.

Tengo en mis manos una carta que recibí hace dos días de un padre fiel y afligido cuyo hijo, aproximadamente de la misma edad que los otros, se quitó la vida, pese a los esfuerzos de sus padres amorosos y de una familia buena y sana. Quisiera tener el tiempo de leer una descripción de cuán afanosamente se han esfor­zado estos padres maravillosos. Esta es una familia misionera, una familia dedicada, una familia unida; sin embargo, este joven, convencido de que no valía nada, de que era un fracasado y de que los errores que había cometido eran imperdonables, se quitó la vida. Su padre me envió una copia de la nota que él dejó, y me pidió que hiciera uso de su carta y de la de su hijo como mi criterio y sentimientos me lo indicaran.

¿Qué podemos hacer? ¿Cómo podemos ayudar a esta gran gene­ración de jóvenes a afrontar los desafíos de su época? Estoy seguro de que debemos examinar plena­mente no sólo sus necesidades y problemas, y lo que tengamos para darles, sino cómo emprendamos la tarea para brindárselo, y lo que para ellos parecemos ser, según su criterio. He estado pensando en mi propia experiencia y rápida­mente os mencionaré un ejemplo o dos. Quisiera hacerlo en el es­píritu de unas palabras que por mucho tiempo han sido muy especiales para mí: «No rías ni llo­res, ni te desanimes. Comprende.»

¿Cuáles son algunos de sus problemas? Estas observaciones básicas provienen de la experiencia con los jóvenes y de sus propios labios y su vida. Puedo resumirlas en cuatro o cinco necesidades.

Primero, necesitan fe; necesitan creer. Necesitan conocer las doc­trinas, los mandamientos, los principios del evangelio. Necesitan crecer en entendimiento y convic­ción; necesitan adorar y orar, pero viven en una época en que todo esto se ve expuesto a la sospecha cuando se fomenta la duda.

Segundo, necesitan ser acepta­dos como son, y ser incluidos. Necesitan una familia, la unidad social más importante en este mun­do; y aunque tengan una buena familia, fuera de sus hogares necesitan la influencia de apoyo de otros, de vecinos, amigos, obispos, hermanos, de los demás seres humanos.

Tercero, necesitan estar activa­mente involucrados, participar, rendir servicio, dar de sí mismos.

Cuarto, de alguna manera tienen que aprender que ellos son más importantes que sus errores; que valen la pena, son de valor y útiles; que se les ama incondicionalmente.

Después de concluir esta gran noche familiar, me arrodillé con mi propia familia el día antes de que nuestra querida hija contra­jera matrimonio en el templo. Creo que a ella no le importará que os diga que después que habíamos pasado un buen rato divirtién­donos, llorando y recordando, se le pidió que dijera la oración. No recuerdo mucho de lo que dijo en dicha oración, las lágrimas, el gozo y la dulzura, pero recuerdo un pensamiento: le dio las gracias a Dios por el amor incondicional que había recibido. Esta vida no le brinda a una persona muchas oportunidades de sentirse alegre y un poco triunfante, pero esa noche experimenté un sentimiento extraordinario, y doy gracias a Dios porque ella realmente cree y comprende lo que dijo. Mis queridos hermanos, no podemos ponerle condición a nuestro amor por causa de una barba, pelo largo, hábitos o puntos de vista extraños. Deben haber normas y deben ponerse en vigor, pero nuestro amor debe ser incondicional.

Os leeré solamente un párrafo de la carta que dejó el joven que se quitó la vida: «No tengo esperanza, solamente sueños que han muerto. Nunca me fue posible obtener relaciones personales satisfactorias; le temía al futuro y a muchas otras cosas; me sentía inferior. Casi no tengo voluntad de lograr perseverar ni tengo un sentimiento de valer, por eso me despido. Debí haberlos escuchado, pero no lo hice. El verano pasado empecé a usar ácido. Es el purgatorio.» ¡Qué relato tan trágico!

Necesitamos comprender sus necesidades. Necesitan aprender el evangelio; necesitan ser aceptados, participar, ser amados; y necesitan, mis hermanos—mi último y quinto punto—el ejemplo, de buenos hombres, buenos padres, buena gente, que realmente se preocupen.

Hace una semana asistí al fu­neral de mi primo, y quisiera rela­taros algo que realmente me con­movió. Quizás sea el mensaje que pueda compartir con aquellos de nosotros que podemos hacer algo, si queremos, por nuestra genera­ción de jóvenes. Un hombre que sirvió como su consejero, y que ahora es obispo, dijo acerca de mi primo: «Todo joven tiene el dere­cho de conocer durante su vida a un hombre como Iván Frame.»

Dios nos bendiga para que los amemos, para que los aceptemos, para que les demos lo que necesi­tan a fin de que puedan ser lo que quieren ser y den lo que quie­ren dar, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.

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