Miremos hacia el cielo

Conferencia General Octubre 1971

Miremos hacia el cielo

John H. Vandenberg

por John H. Vandenberg
Obispo-Presidente


En el Libro de Job leemos las palabras que el Señor le habló, cuando le dijo:

«Ahora ciñe como varón tus lo­mos; yo te preguntaré, y tú me contestarás.

«¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo: saber, si tienes inteligencia.

«¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes? ¿O quién extendió sobre ella cordel?

«¿Sobre qué están fundadas sus basas? ¿O quién puso su piedra angular, ‘

«Cuando alababan todas las es­trellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios?» (Job 38:3-7)

Nosotros creemos que esta por­ción de escritura hace referencia a nuestra preexistencia con Dios, cuando nosotros, en su presencia, nos regocijamos con su anuncio del plan de la creación de la tierra en la cual moraría la raza humanar Creemos que cuando el plan fue presentado, lo aceptamos y reci­bimos el privilegio de progresar en nuestra existencia eterna.

William Wordsworth debió haber considerado seriamente el misterio de la vida cuando fue ins­pirado a escribir su bien conocida «Oda» en la cual dice:

«Un sueño y un olvido sólo es el nacimiento
«El alma nuestra, la estrella de la vida,
En otra esfera ha sido constituida
Y procede de un lejano firma­mento.
No viene el alma en completo ol­vido
Ni de todas las cosas despojada,
Pues al salir de Dios, que fue nues­tra morada,
Con destellos celestiales se ha ves­tido.
La madre tierra se esfuerza afanosa
Porque el hombre, su criatura, su inquilino,
Olvide que nació en hogar divino
Y ha venido de una esfera más gloriosa.»

Henry Ward Beecher ha dicho: «Dios no le pregunta al hombre si aceptará la vida, porque éste no tiene alternativa. Debe tomarla. La única alternativa es cómo.» Yo diría que nosotros hicimos la de­cisión de venir a la tierra; Dios no obliga a sus hijos.

La decisión que ahora nos pre­ocupa es la de cómo vamos a vivir nuestra vida. Tenemos el albe­drío de tomar esa decisión cuando reaccionamos a las condiciones en que nos encontramos durante’ nuestra existencia; debemos hacer­lo al encontrarnos rodeados por los elementos y recursos de la tierra, así como por las personas con quienes nos relacionamos. Desde las palabras de los profetas hasta las de los ateos, la pregunta es: ¿Cómo emergeremos en la vida? ¿Nos elevaremos o caeremos? ¿Cumpliremos nuestro propósito, o lo desecharemos?

Al aceptar la vida, debemos convivir en el mundo tal como es, en la lucha entre lo bueno y lo malo., Naturalmente,, hay algunos que nos harían creer que no existe tal cosa como bueno o malo, pero esta filosofía es contraria a las leyes naturales de oposición, tales como el calor y el frío, la luz y la obscuridad, la gravedad y el vacío, y muchas otras. Necesitamos utilizar nuestros ojos a fin de po­der ver, nuestros oídos para poder oír y nuestra mente para que podamos pensar y tomar nuestras propias decisiones, a medida que cernimos todo lo que vemos y oímos, para que podamos cono­cer la verdad de lo que sentimos en nuestro corazón, y que es afirmado por el Espíritu Santo.

Le fe en Dios es un requisito para recibir la influencia del Es­píritu Santo. El fundamento de una vida plena y feliz es tener una creencia en Dios; sin ésta, la vida se puede desperdiciar. La evidencia de la existencia de Dios se extiende por todo el universo.

Abraham Lincoln dijo: «Puedo ver como sería posible que un hombre mirara la tierra y fuese ateo, pero no puedo concebir cómo podría contemplar los cielos y decir que Dios no existe.» Creo que sé lo que Lincoln quiso decir con estas palabras.

Hace algunos años, acepté una invitación para un paseo de pa­dres e hijos, donde los participantes pasamos un día arduo pero intere­sante, montados a caballo en un viaje a un lago ubicado en las mon­tañas en el estado de Idaho. Esa noche, después que las hogueras se habían consumido y todos se ha­bían acostado, me recosté de es­paldas y observé los cielos; era una noche sin luna, y nunca había visto un paisaje tan hermoso. Los cielos estaban llenos de vida con la luminosidad de estrellas y plane­tas. ¡Cuán pequeño me sentí en comparación a ese vasto universo! Un sentimiento de gratitud se apoderó de mí, al pensar en la gloria de Dios, de su obra, la tierra, los cielos, todos creados para un propósito: sus hijos, la humanidad. El recuerdo de esta experiencia ha permanecido conmigo; me, sentí maravillado por su gran magnitud.

Acude a mi memoria un in­cidente qué leí, el cual habla del naturalista William Beebe, que le hizo Una visita a otro naturalista cuyo nombre era Theodore Roosevelt. Al describir la visita, William Beebe dijo que cada noche, después de mantener una conversación, los dos hombres salían al patio y miraban al cielo para ver quien podía detectar primero la leve mancha de luz más allá de la es­quina inferior izquierda de la Gran Constelación de Pegaso. Entonces uno o el otro decía. «Esa es la Ga­laxia Espiral de Andrómeda; es tan grande como nuestra Vía Láctea. Es una de los cientos de millones de galaxias, ubicada a 750.000 años luz de distancia. La forman cien millones de soles, todos ellos más grandes que el nuestro.» Después de un intervalo, el señor Roosevelt le sonreía a su amigo y le decía: «Ahora pienso que somos suficientemente pequeños. Vamos a acostarnos.»

¿Podéis imaginaros cómo se sentiría Moisés cuando dijo: «Por esta causa, ahora sé que el hombre no es nada, cosa que nunca me había imaginado» después que «fue arrebatado a una montaña ex­cesivamente alta, y vio a Dios cara a cara, y habló con El»? (Moisés. 1:10, 1-2). En el primer capítulo de Moisés leemos que «Moisés miró y vio el inundo sobre el que fue creado, y vio el mundo y sus con­fines, y todos los hijos de los hom­bres que son y que fueron creados, de lo cual grandemente se mara­villó y se asombró» (Moisés 1:8),

Y aconteció que Satanás le apareció y lo tentó mandándole en voz alta; «Yo soy el Unigénito, adórame a mí.

«Y . . . Moisés empezó a llenarse de gran temor; y . . . vio la amar­gura del infierno. No obstante, clamando a Dios se fortaleció, y mandó, diciendo: Retírate de mí, Satanás, porque a este único Dios adoraré, el cual es él Dios dé gloria.

«Y entonces Satanás comenzó a temblar-, y se estremeció la tierra; y Moisés . . . invóco a Dios, dicien­do: En el nombre del Unigénito, retírate de aquí, Satanás.

«Y . . . Satanás gritó en alta voz . . . y se retiró de allí, aun de la presencia de Moisés . . .

«Y cuando Satanás se hubo retirado de la presencia de Moisés . . . éste levantó los ojos al cielo, estando lleno del Espíritu Santo, el cual da testimonio del Padre y del Hijo,

«E invocando el nombre de .Dios, de nuevo vio su gloria por­que lo cubrió . . .»

Y Moisés miró toda la tierra y los habitantes de ella; y vio muchas tierras, y «Moisés imploró a Dios, diciendo: Te ruego que me digas por qué son estas cosas así, y por qué medio las has hecho.

«Y he aquí, la gloria del Señor cubrió a Moisés, de modo que estuvo en la presencia de Dios y habló cara a cara con él. Y Dios el Señor le dijo a Moisés: Para mi propio objeto he hecho yo estas cosas . . .

«Y las he creado por la palabra de mi poder . . .

«Y he creado mundos sin nú­mero, y también los he creado para mi propio fin; y por medio del Hijo, quien es mi Unigénito, los he creado . . .

«Pero sólo te doy un relato de, esta tierra y sus habitantes. Por­que, he aquí, hay muchos mundos que por la palabra de mi poder han dejado de ser. Y hay muchos qué hoy existen, y son incontables para el hombre; pero para mí todas las

cosas están contadas, porque son mías y yo las conozco.

«Y . . . Moisés habló al Señor, diciendo: Sé misericordioso para : con tu siervo, oh Dios, y dime acerca de esta tierra y sus habi­tantes, y los cielos también; en­tonces quedará conforme tu siervo.

«Y Dios el Señor habló a Moisés, y dijo: Los cielos son muchos, y son incontables para el hombre; pero para: mí están contados, porque son míos.

«Y así como; dejará de existir una tierra con sus cielos, aun así aparecerá otra; y no tienen fin mis obras, ni tampoco mis palabras.

«Porque, he aquí, ésta es mi obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre» (Moisés 1:19-22, 24-25, 30-33, 35-39).

Pensad en el impacto de dicha declaración. Todas las creaciones de Dios fueron hechas con este propósito: llevar a cabo la inmor­talidad y la vida eterna de sus hijos.

Moisés llegó a darse cuenta de la magnitud de la creación y su propósito al hablar cara a cara con Dios y contemplar sus obras. Hay muy pocos que hayan tenido esa experiencia, pero otros han admirado la majestad de Dios mediante sus obras. Abraham Lincoln afirmó su condición cuando dijo que no podía concebir que nadie mirara los cielos y dijera que no había Dios. Tuve un testimonio inolvida­ble de la obra de Dios mientras estaba acostado en las montañas del Condado de Bear Lake, en Idaho. Indudablemente, muchos podrían concordar con tal ex­periencia, porque se ha dicho: «Debemos, pese a nosotros mismos, dirigir nuestra mirada a los cielos.»

Mientras el Señor le hablaba a Moisés, le dijo acerca de la crea­ción de la tierra y cómo formó al hombre, y lo instruyó para que enseñara a sus hijos a distinguir entre lo bueno y lo malo y «que todos los hombres, en todas partes, deben arrepentirse, o de ninguna manera heredarán el reino de Dios, porque allí no puede morar nin­guna cosa inmunda . . .

«. . . te doy al mandamiento de enseñar estas cosas sin reserva a tus hijos, diciendo:

«Que por causa de la transgre­sión viene la caída, la cual trae la muerte; y como habéis nacido en el mundo del agua, de la sangre y del espíritu que yo he hecho, y así del polvo habéis llegado a ser alma viviente, aun así tendréis que nacer otra vez en el reino de los cielos, del agua y del Espíritu, y ser purificados por sangre, aún la sangre de mi Unigénito, para que seáis santificados de todo pecado y gocéis de las palabras de vida eterna en este mundo, y de vida eterna en el mundo venidero, aún gloria inmortal;

«Porque con el agua guardáis el mandamiento, por el Espíritu sois justificados, y por la sangre sois santificados;

«Por consiguiente, se da para que permanezca en vosotros; el testimonio del cielo; el Consola­dor; las cosas pacíficas de la gloria inmortal; la verdad de todas las cosas; lo que vivifica todas las cosas; lo que dá vida a todas las co­sas; lo que conoce todas las cosas y tiene todo poder, de acuerdo con la sabiduría, la misericordia, la verdad, la justicia y el juicio.

«Y, he aquí, ahora te digo: Este es el plan de salvación para todos los hombres, mediante la sangre de mi Unigénito, quien vendrá en el meridiano de los tiempos» (Moisés ; 6:57-62).

De modo que la creación del mundo, el plan de salvación, todo esto es para nosotros. Es impor­tante que todos los padres lo; conozcan, a fin de que puedan res­ponder a los deseos de sus hijos, los cuales quedan tan claramente expresados en el poema de Mamie Gene Cole «La súplica del niño»:

«Yo soy el niño.
El mundo entero espera mi venida.
Toda la tierra con interés observa para ver lo que llegaré a ser.
La civilización está en la balanza,
Pues lo que yo sea, el mundo de y mañana será.

«Yo soy el niño.
He venido al mundo del cual nada sé.
No sé porqué vine;
Ni cómo llegué;
Tengo curiosidad; interesado estoy.

Yo soy el niño.
En tu mano mi destino está.
Eres; tú quien principalmente determina
si lograré el éxito o fracasaré.
Dame, te ruego, las cosas que traen la dicha.
Prepárame, te pido, para que sea una bendición al mundo.»

Qué gran responsabilidad para los padres, responder a la súplica de su hijo: «Dame, te ruego, las co­sas que traen la dicha.» Lo primero que acude a nuestra mente es que no podemos dar aquello que no tenemos. ¿Tenemos, como padres, las cosas que traen la dicha, la base de la cual es la comprensión del plan de Dios, como le fue reve­lado a Moisés? ¿Tratamos de vivir nuestra vida de acuerdo con ese plan?

¿Os consideráis personas fe­lices? En una ocasión, un j oven hizo una lista de todas las cosas que pensó le darían felicidad en la vida; incluía cosas tales como la riqueza, la fama, el honor, el éxito y el amor. Era una lista bastante larga, y pensó que había incluido todo en ella; pero al mostrársela orgullosamente a un amigo ancia­no, éste le dijo: «Has omitido lo más importante de todo: una conciencia tranquila.» El joven con­fesó que en ese momento, no ha­bía podido comprender cuanta razón tenía su amigo.

El presidente David O. McKay declaró que una conciencia tran­quila es la primera condición de la felicidad. Dijo: «Es una cosa glorio­sa cuando uno puede acostarse por la noche teniendo una con­ciencia tranquila al haber procurado no ofender ni herir a nadie . . . Estas y otras innumerables vir­tudes y condiciones se encuen­tran incluidas en el evangelio de Jesucristo.» (Man May Know for Hitnself, página 458).

Otras condiciones que contribuyen a la felicidad son la habili­dad de Seguir aquello que sabéis que es verdadero, controlar vues­tros apetitos y pasiones, ser ca­paces de tomar vuestras propias decisiones, no sentir envidia de los demás, poder comunicaros con Dios en oración, sentiros libres del cautiverio y poder dominaros a vosotros mismos.

La segunda súplica del niño a sus padres: «Prepárame te pido, para que sea una bendición al mundo», va acompañada de la feli­cidad, ya que motiva al individuo a actuar en una expresión de servicio desinteresado a sus semejantes.

Habéis escuchado la declaración de que cada uno de nosotros es, parte del problema o parte de la respuesta, con el conocimiento de que este mundo está lleno de pro­blemas. Si sois una parte de la solu­ción, entonces sois una bendición al mundo y podéis instruir a vues­tros hijos para que sigan vuestros pasos. Las personas que son una bendición para el mundo, tratarán de hacer estas cosas: (1) prestar ayuda, (2) refrenarse de violar los derechos de otros, (3) obedecer las leyes de Dios y las de la tierra, (4) defender lo recto y luchar contra la iniquidad y (5) compartir la verdad con otros, recordando, y recordando bien, que el don más grandioso de Dios es su plan de salvación.

Que podamos guiar nuestra vida y la de nuestros hijos hacia esta dirección, lo ruego humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén.

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