Conferencia General Abril 1972
Poniendo el ejemplo en el hogar
por el obispo H. Burke Peterson
del Obispado Presidente
Cómo pueden los padres fieles ayudar a un joven para el servicio a Dios
El jueves pasado cuando llegué a casa después del trabajo me esperaba una llamada de larga distancia. La voz del otro lado de la línea se presentó de la siguiente manera: »Habla la secretaria del presidente Lee. El y el presidente Tanner quieren hablar con usted, pero ellos no están ahora. ¿Podría decirme dónde podríamos comunicarnos con usted esta noche para que puedan llamarlo más tarde?»
De pronto, todo lo que tenía pensado hacer esa noche se volvió insignificante, y respondí: «Aquí estaré.» Después, durante los siguientes treinta minutos más largos de mi vida, hice muchas cosas sin importancia, solamente para mantenerme ocupado.
La llamada llegó, y el presidente Lee y el presidente Tanner me dijeron acerca de esta asignación del Señor. Debo pedirles disculpas por no hacer mi parte en seguir la conversación que continuó más tarde. Todo lo que podía decir era «gracias»; parecía que mi voz y mis lagrimales se habían dispuesto a entrar en acción al mismo tiempo.
Por fin el presidente Lee me dijo: «Hermano Peterson, queremos que sepa que hemos tenido una confirmación del Señor de que esto es lo que El quiere que haga.» Me pareció que cuando dijo esto yo también recibí esa misma confirmación. En ese momento me pareció que aunque no sabía cómo, y aún no lo sé, sabía que todo marcharía de acuerdo con los deseos del Señor.
Le agradezco por haber llamado a un Profeta en estos días; le estoy agradecido por haber llamado a hombres nobles para estar al lado del Profeta. Y agradezco su confianza.
Agradezco la confianza del obispo Brown; estoy agradecido porque el Señor lo dirigió en la selección de sus consejeros. Haré todo lo que esté de mi parte para hacer de ésta una experiencia gozosa y provechosa al trabajar con él.
Después de la llamada telefónica, le hablé a mi esposa y le relaté lo ocurrido. Por unos momentos nos sentamos a conversar de cómo afectaría esto nuestra vida, a nuestras cinco hijas, nuestro negocio, y nuestra casa, que apenas habíamos comprado. Y luego pareció que casi automáticamente nos arrodillamos juntos y le dimos gracias a nuestro Padre Celestial por su confianza, por su amor y por las cosas que ha hecho por nosotros; le dimos gracias por nuestros hijos y por su amor hacia El. Y yo le di las gracias por ella, esta eterna novia mía; le di gracias por permitirle permanecer en la tierra por otra temporada; le di las gracias por su fidelidad en todos los llamamientos que hemos recibido en nuestro hogar.
Desde que llegó ese llamamiento el pasado jueves por la noche, han acudido a mi memoria muchas cosas . . . cómo, por qué pasó todo esto. He tenido reminiscencias de los días de mi niñez, y le doy gracias a Dios por los padres que, por medios modestos y proyectos comunes, inculcaron en sus hijos el amor hacia ellos y hacia su Padre Celestial.
Recuerdo las muchas veces, y parecía que era cada semana, en que cuatro niños de pelo rubio se paraban frente a la ventana y aplastaban su rostro contra los cristales para decirles adiós a sus padres, mientras éstos subían al auto para ir al Templo de Mesa.
No sabíamos mucho acerca del templo, y tampoco sabíamos mucho de lo que pasaba dentro de él, pero se nos había enseñado sin ninguna reserva que mamá y papá nos querían y que harían cualquier cosa por nosotros. De manera que al estar ahí parados y verlos irse, sabíamos que algo importante debía efectuarse en ese edificio, para que estas dos personas, que nos amaban más que a nada, nos dejaran tan a menudo como lo hacían para asistir al templo. En esos tiernos años llegamos a comprender su importancia.
Nuestro padre fue secretario del barrio durante 15 años, y recuerdo que cada domingo por la noche llegaba a casa después de la reunión sacramental y se iba al comedor. Cerraba la cortina de la ventana, y sobre la mesa ponía todo el dinero que había reunido ese día para el obispo: los diezmos y las ofrendas.
Lo contaba y luego separaba los billetes de uno, cinco y diez dólares, en diferentes grupos; después sacaba la tabla de planchar, la plancha y un trapo mojado, y luego tomaba cada uno de estos billetes y los planchaba para alisarlos.
Quizás os preguntéis lo que cuatro niños pequeños aprenderían de esto. Lo que aprendieron fue que cualquier cosa que se haga para el Señor, se debe hacer de la mejor manera que uno sabe. No hay nada que sea demasiado bueno para el Señor.
Este humilde hombre y su esposa, que no disponían de muchos de los lujos del mundo, implantaron en sus hijos por medio de experiencias muy sencillas el amor por el Señor. Y es a causa de estas experiencias, y otras semejantes, que puedo pararme aquí esta mañana y deciros que sé que Dios vive; que sé que Jesús es el Cristo; y que sé que ésta es su Iglesia y que la organizó para la salvación de sus hijos.
Sé que estas cosas son verídicas, y testifico acerca de ellas en el nombre de Jesucristo. Amén.
























