Las escrituras: mi barra y mi fortaleza

Diciembre de 1985
Las escrituras: mi barra y mi fortaleza
por Lenet Hadley Read

Lenet Hadley ReadSe nos dice que nadie puede crear una cosa de la nada. Con qué segu­ridad comprendí esa verdad el día que recibí la visita de uno de los miembros de nuestra presidencia de estaca. Su llamado telefónico para decirme que vendría me dejó preocupada por saber de qué se trataría. Pero ninguna de mis conjeturas se acercó en magnitud a lo que vino a solicitarme. Me pidió que escribiera el libreto para una produc­ción teatral que presentaríamos en nuestra región. Me señaló que desea­ban calidad —una producción teatral que alcanzara el nivel profesional re­querido por los centros de espectáculos más grandes de nuestra ciudad— a la cual pudieran asistir personas que no fueran miembros de la Iglesia. Des­pués de indicarme lo que deseaba, se marchó.

Fue tan grande el peso que puso so­bre mis hombros. Las expectativas de los líderes del sacerdocio eran dema­siadas, y mi experiencia como escrito­ra era tan limitada, que me sobrevino mucha ansiedad. Estaba segura de que el malestar que sentía en el estómago y las piernas no se retiraría hasta después de que la obra se pusiera en escena, y eso me asustaba.

¿Cómo podría cumplir con las ex­pectativas de la presidencia de estaca? Jamás en mi vida había realizado tarea similar. Me sentí agobiada por un sen­timiento de dudas e impotencia. Por más que intentaba no me venía ningu­na idea a la mente. No era por falta de experiencia como escritora. Siempre había tenido ideas para compartir o elaborar, más ahora no se me ocurría nada. Cuando me fui a dormir esa no­che, tenía todavía la mente en blanco. No se me ocurría ninguna idea que pu­diera servirme como base para un argumento.

Pero al despertar a la mañana si­guiente, supe qué era lo que quería ex­presar. Desde lo profundo de mi mente me asaltaron pensamientos, los ladri­llos que utilizaría para construir mi obra.

¿De dónde emergieron las ideas? Provinieron de una fuente profunda y preciada—las Escrituras.

Precisamente antes de que comenza­ra el programa de estudio de las Escri­turas, yo había efectuado en la Iglesia en forma independiente lo que suponía que era un estudio intenso, acabado y altamente gratificante de todos los li­bros canónicos de la Iglesia—una investigación que había gastado las pági­nas de mi Biblia. Como resultado, las Escrituras me proporcionaban ahora los elementos básicos que me ayuda­rían a cumplir con mi asignación. Pero más importante aún, no pude menos que comprender cuánto más vitales re­sultan las Escrituras cuando las em­pleamos como ladrillos para edificar los muros de nuestros testimonios, ca­rácter y vida eterna.

Una semana después de haber reci­bido la asignación, les presenté a los líderes de la estaca un borrador de la primera mitad de la obra, la cual, una vez terminada, sobrepasó nuestras es­peranzas y fue una influencia positiva para muchos investigadores.

Desde el comienzo, esta experiencia reafirmó con mayor fuerza mí testimo­nio ya creciente en cuanto al valor de las Escrituras.

Son muchos los consejos que se im­parten en cuanto al valor del estudio de las Escrituras. No obstante, parecería que a menudo las mujeres piensan que ese consejo va dirigido básicamente a sus esposos —poseedores del sacerdo­cio. Por cierto que no todas las mujeres tienen esa opinión. Sé de muchas mujeres que conocen las Escrituras a fondo. Pero también sé de muchísimas otras que actúan como maestras, que no efectúan un estudio profundo de las Escrituras. Han sido muchas las muje­res a las que he escuchado declarar que la fuente de esta o aquella información ha sido su esposo, en vez de las Escrituras. Y a pesar de que conozco a otras que imparten buenas clases doctrina­les, también he participado en clases de la Escuela Dominical donde las mu­jeres no hacían ningún comentario cuando se analizaba el contenido de las Escrituras.

Recuerdo en un barrio, por ejemplo, haber participado de una clase de Doc­trina del Evangelio cuando se encon­traban estudiando el libro del Apoca­lipsis. Yo fui la única mujer que hizo algún comentario durante la lección. A la semana siguiente asistí a la clase de Relaciones Familiares en el mismo ba­rrio. El contraste fue enorme. En esta última las hermanas manifestaban sus opiniones libre y frecuentemente.

¿Por qué sucede así? ¿Requiere aca­so el Señor que el conocimiento que tenga la mujer acerca de las Escrituras sea inferior al del hombre? ¿O es tal vez nuestra propia falta de interés o entendimiento acerca de nuestras res­ponsabilidades lo que tiende a colocar a la mujer en un plano secundario cuando se trata de poseer un conoci­miento firme de las Escrituras?

Conozco a varias mujeres, viudas, cuyas opiniones inspiradas nos dan a entender que lo que el Señor espera de ellas antes de abandonar esta vida es que lean las Escrituras — ¡libros que jamás habían leído! Tal vez en parte se deba a que la pérdida de sus maridos, en quienes se habían respaldado para obtener conocimiento, les haya ayuda­do a comprender que el conocimiento y el testimonio debemos obtenerlos por medio de nuestros propios esfuer­zos. Por cierto que los mismos profe­tas nos han advertido que no podemos sobrellevar esta vida con luz prestada; si no contamos con nuestra propia luz, no permaneceremos. (Véase Enseñan­zas del Profeta José Smith, págs. 6—7.)

En su visión del árbol de la vida, Lehi describe a aquellos que se sujetan a la barra de hierro (la “palabra de Dios”; véase 1 Nefi 15:23-24) en contraste con aquellos que son atraídos por el edificio grande y espacioso al otro lado del río. ¿Por qué se relaciona esta visión a la mujer? ¿En qué consis­ten las tentaciones que el edificio gran­de y espacioso ofrece a la mujer de la actualidad? ¿Son acaso únicamente los poseedores del sacerdocio los que de­ben aferrarse a la barra de hierro? ¿Cómo puede una mujer sujetarse a aquello que no conoce? ¿Cómo puede ella diferenciar la barra y la bruma a menos que conozca cabalmente el ta­maño y la textura de la barra?

Si el estudio de las Escrituras no me ha ayudado a lograr ninguna otra cosa, por lo menos me ha hecho plenamente consciente de que el pueblo de Dios a menudo cae en un letargo de seguridad (el vapor de tinieblas) —considerando que su condición actual es la debida, poseyendo el nombre de Cristo y sus enseñanzas— pero al mismo tiempo dejándose arrastrar por las tendencias del mundo. ¡El sueño de Lehi es de gran valor para nuestra vida actual!

¡Su poderoso mensaje que nos habla de la necesidad de asirnos a la barra de hierro (una barra firme y bien conoci­da) es verdadero —en la actualidad! Esa barra de hierro es para el hombre y también para la mujer.

Las mujeres en la Iglesia estamos constantemente recibiendo consejo en cuanto a las cosas que debemos hacer para mejorar en diferentes aspectos. Se nos insta a incrementar nuestra cultu­ra, nuestras habilidades para adminis­trar nuestros hogares, nuestra aptitud física, etc. Todos estos consejos son valiosos. Sin embargo, no debemos ol­vidar que hay consejos mayores y me­nores. Las Escrituras mismas nos lo enseñan. El ejemplo más vivido lo en­contramos en el caso de María y Marta.

Marta, en la función tradicional de la mujer, ocupó todo su tiempo para atender a sus invitados. María, por su parte, prefirió sentarse a los pies del Salvador, ansiosa de escuchar las ver­dades que El poseía. Sabemos lo que el Salvador dijo al respecto: “Marta, Marta, afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero sólo una cosa es necesaria; y María ha escogido la bue­na parte, la cual no le será quitada” (Lucas 10:41-42).

Ninguna de nosotras puede sentarse físicamente a los pies del Salvador, pe­ro sí podemos desear recibir sus verda­des, de la misma manera en que lo deseó María. Pese a ello, muchas ve­ces también nosotras estamos afanadas y turbadas con muchas cosas y les damos prioridad dejando de lado la bue­na parte.

Repetidamente he sido y sigo siendo testigo de la-necesidad que tenemos como mujeres de contar con un cono­cimiento firme que nos sirva de base para nuestros testimonios, y me siento muy apenada de haber carecido de ciertos conocimientos en determinados momentos,

Por ejemplo, una vez tuve varías oportunidades de charlar sobre religión con la esposa de un ministro luterano. El tema de nuestras charlas mayor­mente giró alrededor de la relación que hay entre la fe y las obras para lograr la salvación. Yo tenía un firme testimonio en cuanto a la necesidad de las obras, y podía respaldarlo con escritu­ras; sin embargo, no pude enfrentarme a la inamovible convicción que ella te­nía en cuanto a aquellos pasajes que hablan sobre la necesidad de tener fe únicamente. Ahora, después de haber estudiado las Escrituras a fondo, com­prendo que los pasajes que habían sido para ella una piedra de tropiezo, los habían escrito los apóstoles, que trata­ron de hacer ver a los judíos que las prácticas religiosas elaboradas que sus antepasados les habían impuesto no les traerían la salvación. Tales ceremonias se habían dado únicamente para sim­bolizar la expiación de Cristo y no con el fin de brindar vida eterna; en tal sen­tido, eran “obras muertas”. Pero ya que mi testimonio carecía entonces de tal conocimiento, me fue imposible quebrantar la barrera que le impedía aceptar el evangelio.

El camino que me llevó a entender mejor las Escrituras comenzó con una prueba de obediencia. La organización de la Iglesia en la cual trabajaba había recibido la asignación de dar un curso sobre las Escrituras. Eso me recordó que todavía no había leído el libro que nos había sido asignado el año ante­rior. Tanto lo lamenté que tomé la de­terminación de leer ambos —el Libro de Mormón y el Nuevo Testamento— el mismo año, uno después del otro.

No llegué a comprender en ese mo­mento que esa decisión me llevaría a estudiar detenidamente cada página de todos los libros canónicos, porque lle­gó el momento en que la obediencia se transformó en sed y hambre. Ese mo­mento llegó cuando leí esta declaración de Nefi a comienzos del Libro de Mormón: “He aquí, mi alma se deleita en comprobar a mi pueblo la verdad de la venida de Cristo; porque. . . las co­sas que Dios ha dado al hombre, desde el principio del mundo, son la repre­sentación de Él” (2 Nefi 11:4).

Ya había leído ese mismo pasaje en otras ocasiones, pero nunca había teni­do tanto significado para mí. Desde entonces he llegado a comprender con mayor claridad lo que significa la pala­bra “símbolo”. ¿Estaba diciendo acaso Nefi que todas las cosas dadas por Dios al hombre son, en cierta forma, un testimonio de Cristo? Esto fue lo que despertó dentro de mí un enorme interés por el estudio de las Escrituras. Al continuar con la lectura del Libro de Mormón, descubrí muchos de estos testimonios especiales con el nombre de “símbolos” o “figuras”. Entre ellas se encuentra la declaración que hizo el rey Benjamín; “Y [el Señor] les mostró [a Israel] muchas señales, y maravi­llas, y símbolos y figuras, concernien­tes a su venida” (Mosíah 3:15; cursiva agregada).

La culminación de la lectura del Li­bro de Mormón me llevó a leer el Nue­vo Testamento. En él encontré pruebas de que había habido muchos testimo­nios simbólicos de Cristo. El Salvador mismo me recordó que el maná había sido a semejanza de su venida como el verdadero “pan de vida” enviado de los cielos (véase Juan 6:35). Pablo me enseñó que la roca que Moisés golpeó para que de ella saliera agua de vida es un testimonio de Cristo, la roca de Is­rael que sería quebrantada, para que por medio de su sangre pudiéramos te­ner vida (véase Éxodo 17:3-6; 1 Co­rintios 10:4).

Muchas otras evidencias extraídas de las Escrituras engrosaron mis creen­cias de que los testimonios dados del Salvador fueron muchos más de los que jamás me había imaginado—y que todo lo que tenemos que hacer pa­ra verlos es buscar.

Al continuar leyendo todos estos pa­sajes, creció intensamente mi deseo de ver por mí misma cómo “todas las co­sas que han sido dadas de Dios al hom­bre, son la representación de él”, Y he sido recompensada. El Antiguo, Testamento, que antes había sido tanto un tropiezo como un peldaño para mi fe, se transformó en un testimonio tan po­deroso del Salvador como cualquier otro volumen de Escritura. Lo que es más, al continuar escudriñando Doctri­na y Convenios y la Perla de Gran Pre­cio, encontré referencias adicionales en cuanto a estas mismas cosas. Por cierto, todos los libros canónicos veri­fican el uso de distintos símbolos, si­militudes, o anuncios como testimo­nios de Cristo.

Si bien el impulso de mi búsqueda me llevó por todos los libros canóni­cos, no terminó allí. Ha sido en releer y comparar referencias en donde he encontrado la mayor de las recompen­sas. El Antiguo Testamento aclara mu­chas cosas del Nuevo y éste último aclara mucho del anterior, y lo mismo acontece con todas las Escrituras.

Las experiencias que he tenido con las Escrituras me han enseñado mu­chas cosas en cuanto al estudio en sí de los libros canónicos, Entre otras cosas, renové la confianza en la capacidad que un miembro tiene de comprender las Escrituras. No existe la más míni­ma duda de que los eruditos del mundo nos han dado muchos buenos enfoques de las Escrituras, pero por cierto que el Señor tuvo como fin que la gente co­mún y corriente también entendiera su palabra, pues la dio a ellos. También se vio incrementada mi fe de que el Espíritu sigue siendo la mejor de las guías en el estudio de las Escrituras. También comprendí que otro elemento importante es lo que los diferentes li­bros dicen el uno del otro; su unidad y armonía y la repetición de conceptos. Todas estas cosas están al alcance de cualquier miembro que tenga una intención sincera y que posea la voluntad de ver por sí mismo y de ganar conoci­miento.

Comprendí que los métodos que ha­bía empleado antes para estudiar las Escrituras tenían grandes limitaciones. Por ejemplo, había tratado de estudiar las Escrituras, di ariamente durante un período de tiempo preestablecido, por ejemplo quince minutos al día. Aun cuando ese método ofrece buenos re­sultados para muchas personas, com­prendí que solía darme una idea un tanto fragmentada de la palabra del Se­ñor.

Para la mayoría de nosotros, la ex­periencia que hemos tenido con las Es­crituras ha sido en casi todos los casos fragmentada. Escuchamos repetidamente muchas partes hermosas, hasta que inconscientemente llegamos a considerar que se tratan de pensamien­tos desconectados. Bastante a menu­do, al entregarme a este tipo de estu­dio, me forzaba a mí misma a leer una y otra vez tratando de hacerlo dentro del contexto en el que esos pasajes fue­ron escritos —ideas con una lógica y una conclusión—, lo cual siempre me dio buen resultado.

El mejor ejemplo fue lo que sentí al leer la parábola del mayordomo infiel. A pesar de haber escuchado y leído muchas veces en cuanto a esta parábo­la, nunca había podido responder a to­das las preguntas que tenía sobre ella. Al obligarme a retroceder varios capítulos, tratar de entender la lógica que utiliza el Salvador en sus enseñanzas, y poner la parábola en perspectiva con todas sus otras enseñanzas, finalmente logré resolver los problemas.

El Salvador había dado una serie de ejemplos de fiel mayordomía. Enton­ces relató la historia del mayordomo infiel que malgastó todos sus bienes, por lo que le fue quitada su mayordo­mía, “. . .ya no podrás más ser mayor­domo” (Lucas 16:2). Se me ocurrió que tal vez ésta, conjuntamente con otras interpretaciones, era uno de los puntos claves del relato. El mayordo­mo perdió su mayordomía, y sin hacer caso de la pérdida, astutamente procu­ró amigos por otro lado, perdió su ma­yordomía y nunca le fue devuelta. Por consiguiente, el mensaje de Cristo me parece a mí una advertencia a los líde­res judíos de aquella época (a quienes hablaba) en el sentido de que su ma­yordomía en el reino del Señor se les había quitado, y que por consiguiente deberían tomar otras medidas.

Me doy cuenta de que cuanto más estudio las Escrituras en procura de ar­monía en lo que ellas enseñan, tanto más llego a disipar mi confusión.

Mis estudios personales me han convencido en cuanto al valor de escu­driñar las Escrituras con un fin bien definido. Resulta interesante notar que en otros aspectos del evangelio se pue­den hacer las cosas en forma desidiosa o con propósito. Sabemos que debe­mos orar con propósito y no descuida­damente, que debemos ayunar con propósito y no sin él. Lo mismo suce­de con el estudio de las Escrituras. Si leemos las Escrituras sin un propósito, nuestra experiencia no resultará tan recompensadora como podría haber si­do. Mas si leemos con un propósito firme, nuestro deseo de continuar será también mayor y las recompensas es­pirituales serán más abundantes.

El tratar de obtener un testimonio más grande de Cristo debe constituirse en el mayor de los propósitos de cual­quier estudio de las Escrituras. Pero hay además otros buenos fines. En una conferencia de estaca, una Autoridad General relató en una ocasión cómo un problema en particular le había llevado a escudriñar las Escrituras para apren­der cómo incrementar el poder de la oración. Otros propósitos pueden ser: buscar un entendimiento de la natura­leza de la fe y cómo aumentarla; bus­car crecer en humildad; buscar el desarrollo de una mayor disposición hacia el sacrificio personal. El mejor lugar en el que una mujer puede comenzar a buscar es en su propio corazón y en su propia mente a fin de determinar, ante todo, sus necesidades más urgentes, para después buscar en las Escrituras las respuestas a esas necesidades.

La experiencia que he tenido con las Escrituras me ha ayudado a satisfacer muchas de mis necesidades.

El vivir lejos de la cabecera de la Iglesia me ha brindado la oportunidad de relacionarme con todo tipo de gen­te. En cierta manera me siento identifi­cada con José y Daniel (dos personajes del Antiguo Testamento), a quienes les tocó vivir experiencias muy difíciles en el mundo. Al igual que ellos, siento la constante necesidad de recurrir a una fuente de fortaleza interior. Parte de esa fuente de fortaleza ha sido las Escrituras. De ellas extraigo el poder del testimonio. El Espíritu indica vez tras vez que las vías de Cristo son vías verdaderas. De ellas emerge el testi­monio de que soy una hija de Dios.

Ese silencioso conocimiento brinda una dignidad y un autorrespeto, que aplacan cualquier impulso de imitar a aquellas personas que demasiado a menudo buscan la “dignidad” en mo­dernos peinados o maquillaje, ropa ca­ra o inmodesta, pieles, boquillas para cigarrillos o cocteles.

Creo que lo que estoy tratando de describir es el valor de procurar per­manecer asida a la barra de hierro en mi propia vida. ¡Realmente surte su efecto!

Las Escrituras tienen un poder que nos permite hacer frente a cualquier situación. Es interesante observar cuán populares han llegado a ser, principal­mente en los Estados Unidos, los li­bros que tratan sobre el almacenamien­to de alimentos. Yo tengo un testimonio en cuanto a este tipo de pre­paración, pero ¿terminan acaso allí nuestras responsabilidades y nuestra sabiduría? ¿Es la preparación física la única que cuenta? ¿O debemos tam­bién atender la de carácter espiritual? En nuestras reservas debemos tener al­go más que alimento físico; debemos también contar con preciadas Escritu­ras que nos habían de la fe probada, de la perseverancia, de la necesidad de perder esta vida [véase Mat. 10:39] por una mayor. En momentos de nece­sidad también podemos recurrir a este tipo de aprovisionamiento.

Mi testimonio del estudio de las Es­crituras no estaría completo si no in­tentara expresar la dicha que he encon­trado en su lectura. La historia de Adán, que ofreció sacrificios de animales sabiendo únicamente que el Se­ñor le había mandado que lo hiciera, se comenta a menudo como un gran ejemplo de obediencia simple. Pero por cierto que no era el deseo del Se­ñor que Adán continuara por siempre sin saber su significado, por lo que un ángel le fue enviado para ayudarlo a “ver” —a explicarle que el sacrificio que él estaba haciendo era un símbolo de la ofrenda del cuerpo de Cristo, un testimonio de su vida y de su muerte y del derramamiento de su sangre para lavar los pecados del hombre. ¡Cuánto más significativa debe haber resultado desde entonces esa ordenanza para Adán! Y cuanto más espiritualmente edificante y gozosa, y por ende más agradable para el Señor.

La diferencia está en que al “ver” se hace posible el ejercicio de una fe ma­yor; puede ocurrir un cambio significa­tivo en el corazón humano al efectuar ofrendas. ¿Llegamos acaso a compren­der el poderoso sentimiento de humil­dad, de gratitud, de amor, de gozo, de más abundante fe que debe haber sen­tido Adán al llevar a cabo sacrificios con entendimiento?

También nosotros podemos experi­mentar mayor entendimiento si así lo deseamos, y considero que yo lo he experimentado al leer las Escrituras.

He conocido el gozo de ver caer las escamas de mis ojos, de haber sido ciega y después ver. Al igual que el caso de Adán, cuanto más veo, tanto más espiritualmente edificantes y más dichosas han llegado a ser mis ofren­das, tanto de servicio como de orde­nanzas. Y, por lo tanto, mi fe me ase­gura que tanto más agradables resultan esas ofrendas para el Señor.

La hermana Read es madre de cinco hijos y enseña la clase de Doctrina del Evangelio del Barrio 1ro. de la Estaca Gainesville en Florida, en los Estados Unidos de Norteamérica.

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