El convenio sacramental

Junio de 1976
El convenio sacramental
por élder Melvin J. Ballard
miembro del Consejo de los Doce

Melvin J. Ballard“A asistir a la reunión sacramental progresamos espiritualmente.” El Señor mismo reveló a los Santos de los Últimos Días el sagrado convenio del sacramento con sus concomitantes bendiciones, el que renovamos cada vez que consagramos los emblemas del cuerpo herido y la sangre derramada de Jesucristo por nosotros. Por mi parte, aprecio hasta donde me es posible entenderlo, la naturaleza sagrada del convenio que nosotros, como miembros de la Iglesia, renovamos al participar de estos santos emblemas. Al participar de la Santa Cena, tengo presente que al hacerlo, manifestamos ante el Padre que recordamos a su Hijo y que hacemos el convenio de guardar sus mandamientos.

Nuestro Padre Celestial ha dispuesto que nos reunamos, no sólo de vez en cuando sino frecuentemente, con el objeto de renovar nuestro convenio, de guardar sus mandamientos y volver a tomar el nombre de Jesucristo sobre nosotros; siempre he considerado este bendito privilegio como un medio de progreso espiritual, pues pienso que no hay nada tan fructífero para alcanzar este fin como participar dignamente de la Santa Cena del Señor.

Ingerimos alimentos para vigorizar nuestro cuerpo físico, y si no lo hiciéramos nos debilitaríamos hasta llegar a enfermarnos; es igualmente necesario para nuestro cuerpo espiritual que obtengamos del sacramento el alimento espiritual necesario para nuestra alma.

Si se nos diera el alimento físico únicamente en ciertas y determinadas ocasiones y en lugares específicos, todos acudiríamos allí puntualmente. Hemos oído que durante 1as grandes guerras, en muchos sitios hubo que alimentar a la gente mediante el sistema de distribución de tarjetas de racionamiento para obtener los artículos de primera necesidad, las que se otorgaban por previa solicitud en determinados lugares; en esas ocasiones, la gente debía esperar en largas filas para llegar a obtener los alimentos necesarios, y todos acudían sin falta a la hora y el lugar señalados. Si nos diésemos cuenta en forma cabal de la necesidad del alimento espiritual para el alma y llegásemos a experimentarla, acudiríamos sin falta a buscarlo.

No obstante, debemos llegar hasta la mesa sacramental con verdadera hambre. SÍ fuésemos sin ningún apetito a un banquete donde se sirvieran los más exquisitos manjares de la tierra, los mismos no tendrían ningún atractivo para nosotros; por lo tanto, al acudir a la mesa de la Santa Cena, debemos ir con verdadera hambre y sed de justicia y de progreso espiritual.

Ahora bien, ¿cómo podemos llegar a experimentar hambre espiritual? ¿Quién de nosotros no lesiona en alguna forma su espíritu por medio de la palabra, el pensamiento o la acción, de domingo a domingo? Cierto es que hacemos cosas que lamentamos y por las cuales deseamos ser perdonados, tal como ofender a otras personas. Si sentimos pesar en el corazón por el error cometido, si sentimos en el alma que deseamos ser perdonados, entonces, el medio para obtener el perdón no es repetir el convenio del bautismo ni la confesión al hombre, sino arrepentimos de nuestros pecados e ir a aquellos a quienes hayamos ofendido y obtener su perdón; después, debemos acudir a la mesa sacramental donde, si hemos seguido con toda sinceridad los pasos del arrepentimiento, seremos perdonados y la cura espiritual se verificará en nuestra alma. Es un sentimiento que invade todo nuestro ser. Yo doy testimonio de que hay un espíritu que acompaña el servicio de la Santa Cena y que infunde un sentimiento de calidez al alma toda, de la cabeza a los pies; se experimenta entonces el alivio de las cargas al sentirse que se sanan las heridas del alma. El consuelo y la felicidad empapan el alma digna y deseosa de participar de este alimento espiritual. ¿Por qué razón no vamos tocios hasta la mesa sacramental? ¿Por qué no vamos regularmente al servicio de la Santa Cena a participar de sus emblemas y adorar en esta forma a nuestro Padre, en el nombre de su Hijo amado? Sencillamente porque no sabemos apreciarlo, porque no sentimos la necesidad de esta bendición o quizá, porque no nos sentimos dignos de participar de estos emblemas.

Hay un aspecto del sacramento que me gustaría traer a colación. Os citaré algunas Escrituras, puesto que no deseamos que nuestros muchachos y jovencitos, así como nuestros hermanos adultos, se limiten simplemente a participar de estos emblemas, sino que deseamos que lo hagan dignamente, pues habéis oído la Escritura que dice que si comemos y bebemos indignamente, comemos y bebemos condenación para nuestras almas. He aquí lo que ha dicho el Señor al respecto:

“. . . antes que. . . participen de la Santa Cena. . . los miembros, andando en santidad delante del Señor, deben manifestar ante la Iglesia, y también ante los élderes, por su comportamiento y conversación piadosos, que son dignos de ello, a fin de que pueda haber fe y obras de acuerdo con las santas escrituras.” (D. y C. 20:68-69.)

Y de las enseñanzas de Pablo: “No podéis beber la copa del Señor, y la copa de los demonios; no podéis participar de la mesa del Señor, y de la mesa de los demonios” (1 Corintios 10:21).

Otra sagrada escritura nos dice: “No permitiréis que ninguno a sabiendas participe indignamente de mi carne y de mi sangre, cuando los administréis. Porque quienes comen mi carne y beben mi sangre indignamente, comen y beben condenación para sus almas; por tanto, si sabéis que una persona no es digna de comer y beber de mi carne y de mi sangre, se lo prohibiréis” (3 Nefi 18:28, 29).

Y ésta, que recibió el Profeta de estos últimos días: “. . . si alguien ha transgredido, no le permitáis participar hasta que se haya reconciliado” (D. y C. 46:4).

Tal vez algunos nos sintamos avergonzados de llegar hasta la mesa sacramental, porque pensamos que somos indignos y tenemos temor de comer y beber de estos sagrados emblemas para nuestra propia condenación. Mas deseamos que todo Santo de los Últimos Días vaya al servicio de la Santa Cena porque es el lugar indicado para hacer una investigación del propio proceder, el sitio apropiado para la introspección, donde podemos aprender a rectificar nuestros errores y enderezar nuestra vida, poniéndonos en armonía con las enseñanzas de la Iglesia, como asimismo con nuestros hermanos. Es el lugar donde nos convertimos en nuestros propios jueces.

Habrá ocasiones en que los élderes de la Iglesia podrán decir con toda propiedad a aquel que, estando en transgresión, extienda la mano con el fin de participar de los emblemas del sacramento: “No debes hacerlo hasta que te hayas reconciliado”; pero por lo general, nosotros Seremos nuestros propios jueces. Si se nos ha enseñado correctamente, sabremos que no gozamos del privilegio de participar de los emblemas de la carne y la sangre del Señor hallándonos en pecado, vale decir, habiendo cometido faltas, habiendo ofendido o herido los sentimientos de algún hermano, o albergando algún rencor en contra de alguien.

Nadie se aleja de esta Iglesia para apostatar en una semana ni en un mes, pues se trata de un proceso lento. Bien convendría a todo hombre y mujer llegar hasta la mesa sacramental todos los domingos, pues de esa manera, no sería mucho lo que podríamos alejarnos en el curso de una semana; no nos alejaríamos tanto como para que, mediante la introspección, no pudiéramos rectificar los errores que hubiésemos cometido. Si nos reprimiésemos de participar del sacramento sancionándonos nosotros mismos por ser indignos de recibirlo, estoy seguro de que no pasaría mucho tiempo antes de que obtuviéramos el espíritu de arrepentimiento. El camino hacia la mesa sacramental es el de la salvación para los Santos de los Últimos Días.

He dicho que creo que otra de las razones por las que nos mantenemos alejados, tal vez sea el hecho de que no apreciamos la bendición que constituye el sacramento. Me pregunto si alguna vez en esta vida mortal podremos llegar a comprender en su totalidad el valor de las cosas sagradas y benditas, que el Señor ha instituido en esta Iglesia para el progreso espiritual y el bienestar de la misma, y particularmente esta ordenanza a la que acompaña la promesa de ciertas bendiciones que ningún hombre puede otorgar sino que sólo el Señor puede manifestar a sus hijos.

Las escrituras dicen que Dios amó de tal manera al mundo, que dio a su Hijo Unigénito para que muriera por los hombres, a fin de que todo aquel que en El crea y guarde sus mandamientos, sea salvo. No es mucho lo que nos cuesta recibir la Santa Cena; todos sus gloriosos privilegios se dan libremente. Con respecto a esto recuerdo a modo de contraste, las palabras de un gran escritor, que decían algo así: “En la tienda del diablo todo se vende y aun un gramo de escoria cuesta su gramo de oro” («Vision of Str Launfal, por J. R. Lowell”). Unicamente las cosas de Dios pueden obtenerse con tan sólo pedirse. Si bien tal vez nosotros no demos nada de nuestra parte por la expiación y el sacrificio de Jesucristo, alguien pagó por ello. A menudo me pongo a meditar sobre lo que le habrá costado a nuestro Padre Celestial darnos a su Hijo Amado, aquel digno Hijo que amó de tal forma al mundo que dio su vida para redimirlo, para salvarnos y alimentarnos espiritualmente mientras durase nuestro paso por esta tierra, y prepararnos para ir a morar con Él en los mundos eternos.

Al leer la historia de cuando Dios ordenó a Abraham que sacrificara a su hijo Isaac, pienso que con aquella experiencia nuestro Padre nos dio a conocer en cierta medida, lo que le costó a El dar a su Hijo como holocausto al mundo. Recordaréis que Isaac nació al cabo de largos años de espera por parte de sus padres y que su digno progenitor lo consideraba la más preciosa de todas sus posesiones; no obstante, en medio de su regocijo, se le dijo a Abraham que lo lomara y lo ofreciera en sacrificio al Señor. ¿Podéis imaginar la angustia de Abraham en aquella ocasión? ¿Podéis imaginar su aflicción, cuando se despidió de Sara y emprendió el camino con el fin de obedecer lo que se le había mandado? ¿Os imagináis su inmenso sufrimiento al ver que su hijo se despedía de la madre al salir en aquel viaje de tres días, hacia el lugar señalado donde había de efectuarse el sacrificio? Me imagino qué gran acopio de valor debió de haber hecho el padre en aquellos momentos para disimular su profundo dolor; y emprendió la marcha con su hijo hacia el sitio indicado, viajando tres días. Al llegar, Abraham les dijo a sus siervos que los acompañaban que esperasen mientras él y el muchacho subían al monte. Entonces el hijo que cargaba la leña, le dijo al padre: “Padre mío. . . he aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto?” A aquel pobre padre debió de habérsele hecho trizas el corazón al escuchar la inocente y confiada voz de su hijo preguntarle “¿Dónde está el cordero para el holocausto?” Contemplando al joven, su hijo de la promesa, el angustiado padre sólo pudo decir: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto”.

Cuando llegaron al lugar que Dios le había dicho, Abraham dispuso la leña y entonces tomó a Isaac, lo ató y lo colocó sobre la leña en el altar. Me imagino que como todo buen padre, seguramente besaría a su hijo en despedida, dándole su bendición y expresándole su amor, mientras el alma se le desgarraba en aquella hora de agonía por el muchacho que iba a morir a manos de su propio padre. Entonces, cuando extendió la mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo, un ángel del Señor lo detuvo diciéndole: “No lo hagas”.

Nuestro Padre Celestial pasó por todo eso y aún más, porque en su caso la mano no fue detenida. Él amaba a su Hijo Jesucristo mucho más de lo que Abraham hubiera podido amar a Isaac, porque a su lado tenía a su Hijo, nuestro Redentor, en los mundos eternos y en el mismo infinito, siempre fiel, en un sitio de confianza y honor; y no obstante, permitió que este bienhadado Hijo descendiera, a la tierra desde su sitio, donde millares de espíritus le rendían homenaje, en una condescendencia que escapa al poder de comprensión del hombre; vino a recibir maltratos e insultos y una corona de espinas. Dios ciertamente oyó el clamor de su Hijo cuando en aquel momento de inmenso dolor y agonía en el jardín, siendo su sudor, como dicen las Escrituras, como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra, le dijo: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa”.

Os pregunto, ¿qué padres podrían escuchar el clamor angustiado de sus hijos en este mundo y no prestarles ayuda? He oído de madres que sin saber nada se han arrojado a aguas turbulentas para salvar a un hijo que se ahogaba; de otras que se han abalanzado en medio de las llamas para rescatar a sus vástagos. No, no nos es posible permanecer inconmovibles en casos de esta naturaleza. Dios no nos ha dado poder para salvar a los nuestros; nos ha dado la fe, y tenemos que someternos a lo inevitable; pero El poseía el poder para salvar a su Hijo, lo amaba y podía haberlo librado; podía haberlo rescatado de los insultos de las multitudes, haber impedido que le pusieran en la cabeza la corona de espinas, haber acudido en su ayuda cuando, colgado entre los dos malhechores, se burlaban de Él, diciéndole: “A oíros salvó; sálvese a sí mismo, si éste es el Cristo, el escogido de Dios”, El Padre escuchó todo aquello, vio cuando condenaron a su Hijo, lo vio arrastrar la cruz por las calles de Jerusalén hasta desmayar bajo su peso y llegar finalmente al Gólgota; vio cuando lo pusieron sobre la cruz y le clavaron cruelmente los pies y las manos, sintió los golpes que le desgarraban la piel y la carne y derramaban su sangre. Sí. El vio todo eso,

Pero en el caso del Padre, el golpe de muerte que iba a caer sobre su Hijo no fue detenido y cayó, dejando escapar la sangre de la vida; El presenció la agonía de su Amado Hijo hasta cuando éste clamó en su desesperación: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”

Me parece ver a nuestro Padre en aquella hora, detrás del velo, contemplando la agonía de su Hijo hasta no poder resistirlo más; y quizás, como en el caso de la madre que al dar el adiós a su hijo agonizante es sacada de la habitación poco antes del desenlace. El inclinara la cabeza y se retirara a un rincón de su Universo, su Espíritu perfecto desgarrado por el dolor. Alabo al Padre y le agradezco que en aquel momento en que pudo haber salvado a su Hijo, no lo hiciera porque se acordó de nosotros, pues no sólo tenía El su amor hacia su Hijo, sino también hacia nosotros, sus hijos espirituales, ese amor por el género humano que hizo que resistiera contemplar los sufrimientos de Cristo y dárnoslo finalmente como nuestro Salvador y Redentor. Sin su sacrificio nunca habríamos tenido la puerta abierta para llegar a glorificarnos en su presencia. Eso fue lo que le costó a nuestro Padre Celestial dar la dádiva de su Hijo a los hombres.

¿En qué forma lo apreciamos nosotros? Si yo tan sólo supiera lo que le costó a nuestro Padre dar a su Hijo al mundo, si tan sólo supiera cuán importante fue el sacrificio de Jesucristo, estoy seguro de que siempre me hallaría presente en el servicio sacramental para honrar la dádiva que se nos dio, pues me doy cuenta de que el Padre ha dicho que EL Señor, nuestro Dios, es un Dios celoso, celoso de que ignoremos, olvidemos y desairemos la más grandiosa de sus dádivas a nosotros.

Sé que ninguna persona llegará jamás a la presencia de nuestro Padre Celestial, ni a asociarse con Jesucristo, si no progresa espiritual mente. Sin progreso espiritual no estaremos preparados para entrar en la Divina Presencia. Yo necesito la Santa Cena, necesito renovar mi convenio cada semana; necesito la bendición que de ello se deriva. Sé que lo que digo es verdad y os doy testimonio de que el Señor vive, que hizo este sacrificio y esta expiación, pues me ha hecho saber de antemano estas cosas.

Recuerdo una experiencia que tuve hace dos años y que da testimonio a mi alma de la realidad de su muerte, de su crucifixión y de su resurrección, algo que no he de olvidar jamás. Os lo doy a conocer esta noche a vosotros, jóvenes y señoritas, no con el espíritu de glorificarme en ello, sino con un corazón agradecido y con acción de gracias en mí alma. Yo sé que vive, que mediante El los hombres deben encontrar su salvación, y que no podemos ignorar ésta bendita ofrenda que nos ha dado como medio de progreso espiritual para prepararnos a volver a su presencia y justificarnos ante El.

Lejos, en la reservación india de Fort Peck, donde realizaba yo la obra misional entre los indios con algunos de nuestros hermanos, recurriendo diligentemente al Señor en busca de luz por asuntos pertinentes a nuestro trabajo allí, y recibiendo de El testimonio de que estábamos haciendo las cosas de acuerdo con su voluntad, soñé una noche que me hallaba en ese sagrado edificio que es el templo. En ese sueño, después de un momento de oración y regocijo, se me dijo que iba a tener el privilegio de entrar en una de aquellas habitaciones para conocer a un glorioso Personaje, y, al atravesar el umbral de la puerta, vi, sentado en una plataforma elevada, al Ser más glorioso que mis ojos hayan contemplado o que hubiese podido concebir que existiera en todos los mundos eternos. Cuando me acercaba para ser presentado, Él se puso de pie, caminó hacia mí con los brazos extendidos, y sonrió al pronunciar dulcemente mi nombre. Si yo viviese hasta tener un millón de años, no olvidaría jamás aquella sonrisa. Me tomó en sus brazos y me besó, me apretó contra su pecho y me bendijo, ¡hasta que me pareció que se me derretía la médula de los huesos! Cuando hubo terminado, me arrodillé a sus pies, y cuando los bañaba con mis lágrimas y besos, vi las marcas de los clavos en los pies del Redentor del mundo. El sentimiento que experimenté en la presencia de Aquel que tiene todas las cosas en sus manos, el tener su amor, su afecto y su bendición, fue tal, que si alguna vez pudiese yo recibir aquello dé lo cual gocé por unos instantes, daría todo lo que soy y todo lo que he anhelado ser por sentir lo que entonces sentí.

Id al servicio sacramental que es un bendito privilegio en el cual me regocijo. Sé que me sentiría avergonzado en la presencia del Señor si intentara darle alguna excusa por no haber guardado sus mandamientos y no haberlo honrado, dando testimonio tanto ante el Padre como ante los hombres, de que creo en El, de que tomo sobre mí su bendito Nombre y que por Él y por medio de El vivo espiritual mente.

Si nuestros jóvenes sintieran la necesidad de acudir a la reunión sacramental, si todos estuviésemos allí. . . entonces no imaginaría a Jesús sobre la cruz, su frente herida por la corona de espinas, las manos destrozadas por los clavos, sino que lo vería sonriente, con los brazos extendidos, diciéndonos a todos: “Venid a mí”.

Vayamos a Él a la hora señalada y llevemos a nuestros hijos; mediante nuestra fidelidad, hallaremos todas las bendiciones concomitantes a la observancia de esta sagrada ordenanza, que serán nuestras en esta vida y en la eternidad.

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