La vispera de su muerte

Abril de 1976
La vispera de su muerte
por David H. Yara, Hijo

Era jueves, el quinto día de la semana de la Pasión, la semana del sufrimiento y del dolor de Jesús, la semana de su sacrificio expiatorio, el espantoso preludio de su gloriosa resurrección. Después de recibir sus instrucciones, Pedro y Juan fueron a Jerusalén y, luego de hablar con cierto hombre, hicieron los arreglos necesarios para utilizar un amplio cuarto ubicado en la planta alta de su casa, donde el Señor y sus discípulos pasarían el tiempo dedicado a la celebración de la Pascua.

Esa tarde, una vez que todos estuvieron reunidos, se produjo un pequeño altercado entre ellos, al igual que había sucedido en ocasiones anteriores, con respecto a cuál de ellos sería considerado mayor (Lucas 22:24), El Señor les dijo entonces a los apóstoles: “. . .sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el que dirige, como el que sirve” (Lucas 22:26). Cuando en otras oportunidades había surgido la misma disputa, Jesús utilizó el ejemplo de un niño para instruir a sus discípulos; en una de esas ocasiones puso a un pequeñito entre ellos y dijo:

“De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.

Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos.” (Mateo 18:3-4.)

Pero en aquella noche de la Pascua El brindó un ejemplo más dramático, a modo de magnífico prefacio de un ejemplo mucho mayor e incomparable que habría de dar pocas horas más tarde en su agonía en Getsemaní, cuando “. . . era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44), y su sufrimiento y humillación finalizaron con su crucifixión y muerte. El apóstol Juan relata:

“. . . se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido.” (Juan 13:4-5.)

“Así que, después que les hubo lavado los pies, tomó su manto, volvió a la mesa, y les dijo: ¿Sabéis lo que os he hecho?

Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy.

Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros.

Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis.” (Juan 13:12-15.)

Ese fue un ejemplo majestuoso y divino para contestar las querellas que tenían los discípulos acerca de la grandeza personal.

Poco más tarde fue cuando el Señor dijo: “De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar” (Juan 13:21). Pocos minutos después tomó el pan mojado y se lo dio a Judas Iscariote, diciéndole al mismo tiempo: “Lo que vas a hacer, hazlo más pronto” (Juan 13:27). Cuando Judas “hubo tomado el bocado, luego salió; y era ya de noche” (Juan 13:30).

Presintiendo la inminencia de los acontecimientos, el Señor se dirigió a los once Apóstoles que habían quedado con Él y les dijo: “Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él” (Juan 13:31, y, “Hijitos, aún estaré con vosotros un poco. . . adonde yo voy, vosotros no podéis ir” (Juan 13:33). Fue en el marco de estos acontecimientos que el Señor les declaró a sus Apóstoles:

“Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros.

En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.” (Juan 13:34-35.)

Cualquier persona familiarizada con las enseñanzas de Jesús, puede naturalmente preguntar: “¿Por qué llamó El a éste ‘un nuevo mandamiento’ cuando El mismo había estado enseñando el amor desde el comienzo de su ministerio? El fundamento de todas las bienaventuranzas del Sermón del Monte, es el amor; en el mismo, enseñó además que no solamente debemos amar a nuestro prójimo, sino que nos mandó también:

“Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen.” (Mateo 5:44.)

El demostró amor y misericordia limpiando al leproso y curando al paralítico, al sirviente del centurión, a la mujer con flujo de sangre, del mismo modo que a tantos otros; hizo que los mudos hablaran, los ciegos vieran y los sordos oyeran; echó a espíritus inmundos y levantó de la muerte al hijo de la viuda y a la hija de Jairo así como a Lázaro, restaurándolos a la mortalidad.

Se preocupó por los pobres, enseñó a la humanidad a ser caritativa, alimentó a las multitudes, perdonó pecados y enseñó a perdonar. Más aún, resumió todos los mandamientos en el primero y segundo grandes mandamientos, el de amar a Dios con todo el corazón, alma, mente y fuerza, y amar al prójimo como a sí mismo (Marcos 12:30-31).

Esa nueva declaración que Jesús les hizo a sus discípulos, no eliminaba los demás mandamientos, sino que el Señor trató de hacerles comprender que al obedecer los dos primeros, se establecería casi en forma automática la observancia de los otros. ¿Quién podría amar al Señor con todo su corazón, con toda su alma y mente, con toda su fuerza y aún violar las demás enseñanzas que El dejó?

En su primera epístola, el apóstol Juan dijo: “Hermanos, no os escribo mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo que habéis tenido desde el principio; este mandamiento antiguo es la palabra que habéis oído desde el principio” (1 Juan 2:7). Más adelante explica: “Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros” (1 Juan 3:11).

Y utilizando las palabras del Señor, dijo nuevamente: “Sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo, que es verdadero en él y en vosotros, porque las tinieblas van pasando, y la luz verdadera ya alumbra.

El que dice que está en la luz, y aborrece a su hermano, está todavía en tinieblas.

El que ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no hay tropiezo.” (1 Juan 2:8-10.)

En estos versículos, Juan el Amado presenta una significativa clave con respecto al significado de la declaración de Jesús durante la discusión con respecto al mandamiento del amor, en la que declaró que el mismo era tanto “viejo” como nuevo. Por lo menos desde los tiempos de Moisés, los registros de las escrituras decían: “Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6:5), y “. . . amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19:18).

Es indudable que el mandamiento del amor era “antiguo”, pero, del modo que lo expresó Juan cuando Jesús vino al mundo él era “la luz verdadera” y el “nuevo mandamiento”. . . “permanece en la luz, y en él no hay tropiezo” (1 Juan 2:8-10). El Señor era la luz verdadera, o la personificación de dicho mandamiento. Jesucristo continúa, siendo la divina personificación del amor. Cuando El vino a la tierra, el mandamiento del amor fue dado nuevamente a los hombres, pasando así a ser “nuevo.” Juan alude al mandamiento como que es tanto viejo como nuevo, lo que en nuestra dispensación es análogo tanto al evangelio como a algunas de sus partes, que se identifican como “nuevos” y como “eternos” (D. y C. 22: 1; 132:4).

Pero la escritura sugiere o insinúa un significado adicional en la declaración del Señor de que “un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros”, ya que cuando lo dijo brindó a sus discípulos un nuevo criterio.

Antes había enseñado que amaran al prójimo como a sí mismos, pero en ésta oportunidad sus palabras fueron: “…que os améis unos a otros; como yo os he amado.” En ese momento ya era insuficiente que el hombre utilizara su criterio mortal para la aplicación del sentimiento del amor, sino que debía comenzar a aplicarlo desde el divino punto de vista del Señor.

De modo similar instruyó a los doce discípulos nefitas cuando les preguntó: “Por lo tanto, ¿qué clase de hombres debéis ser? En verdad os digo, debéis ser así como yo soy” (3 Nefi 27:27). El Señor constituye el divino ejemplo a cuya semejanza debemos moldear nuestra vida.

Un gran Profeta del Libro de Mormón nos dio un punto de vista adicional con respecto al “mandamiento nuevo” y a Jesús como nuestro ejemplo de amor, cuando dijo:

“Pero la caridad es el amor puro de Cristo, y permanece para siempre; y a quien la posea en el postrer día, le irá bien.

Por consiguiente, mis amados hermanos, pedid al Padre con toda la energía de vuestros corazones, que os hincha este amor que él ha concedido a todos los que son discípulos verdaderos de su Hijo, Jesucristo; que lleguéis a ser hijos de Dios; que cuando él aparezca, seamos semejantes a él, porque lo veremos tal como es; que tengamos esta esperanza; que podamos ser puros así como él es puro. Amén.” (Moroni 7:47-48.)

En estas enseñanzas de Mormón, trasmitidas por su hijo Moroni, aprendemos que la caridad es el amor puro de Cristo y que el amor puro que El posee es el tipo de amor que desea para la humanidad.

Las escrituras nos brindan aún otra perspectiva del significado que le da el Señor, cuando dice: “Un mandamiento nuevo os doy,” ya que también les dijo a sus apóstoles: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos por los otros” (Juan 13:35).

En las anteriores enseñanzas que el Señor les brindó sobre el amor a sus discípulos, les encargó la responsabilidad de amar a la humanidad. Se trataba de un mandamiento generalizado y de un sentido muy amplio: amar a todos, amar al prójimo como a sí mismos. Pero cuando El entregó el “mandamiento nuevo”, habían tenido lugar algunas contenciones entre los discípulos con respecto a cuál de ellos habría de ser el más importante; aun cuando los demás no lo sabían en ese momento, uno de los mismos discípulos habría de traicionar al Señor y al resto de sus compañeros, y en el término de pocas horas Jesús habría de dar su vida cómo supremo ejemplo de amor. En medio de estas circunstancias, entonces, podemos ver al Señor dándonos un mandamiento de amor que no era generalizado ni tenía un sentido tan amplio como el anterior, sino que era detallado y muy específico; o sea, que les dijo a los discípulos que debían amarse los unos a los otros del mismo modo que Él los amaba a ellos.

Más aún, dijo que si cumplían con ese mandamiento, el mundo podría saber que ellos eran en verdad sus discípulos; amar a la humanidad en forma general no era suficiente, sino que los discípulos de Cristo debían amarse mutuamente en forma específica. En resumen, las escrituras nos brindan por lo menos estos tres siguientes conceptos básicos del “Mandamiento nuevo” del Señor:

 

Primero, el mandamiento de amar es tanto “nuevo” como “antiguo”, del mismo modo que el evangelio restaurado revela un convenio “nuevo” y “sempiterno”. Segundo, el “nuevo mandamiento” le provee a la humanidad un nuevo criterio, un criterio más elevado del amor, ya que en el mismo el Señor les encomendó a los discípulos amarse mutuamente del mismo modo que Él los había amado. Y, tercero, el Señor destacó claramente que la característica que destacaría a sus discípulos ante el mundo, sería que se amarían los unos a los otros.

No es suficiente amar sólo a “toda la humanidad”, conveniente concepto abstracto detrás del cual pueden esconderse aun los más grandes hipócritas, sino que un verdadero discípulo de Cristo amará en forma específica a los otros discípulos del Maestro, Es evidente que el cumplimiento de ese mandamiento fue un verdadero desafío para los primeros apóstoles; y las ramificaciones para nosotros, también discípulos, no son menos importantes si tomamos el amor del Señor como norma.

David H. Yarn, Hijo, es profesor de filosofía en la Universidad de Brigham Young y sirve como miembro del Comité de trabajos del Plan de Estudios del Sacerdocio de Melquisedec de la Iglesia.

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