La antigua práctica de la crucifixión

La antigua práctica de la crucifixión

por Richard Lloyd Anderson
profesor de Historia y Escritura Antigua en la Univerisdad de Brigham Young.

Recientes descubrimientos arqueológicos tuvieron como resultado el hallazgo del esqueleto de un hombre llamado Jehohanan, quien se cree fue crucificado durante el tiempo de Jesucristo. Los resultados deducidos como consecuencia de estas excavaciones, crean serias dudas con respecto a lo que realmente sabemos acerca de la crucifixión. Los cuatro evangelios relatan la ejecución de Jesús en forma evidentemente escueta, seguramente porque los lectores antiguos estaban bien familiarizados con los crueles procedimientos de la muerte en la cruz. Los lectores modernos por su parte, deben investigar la literatura antigua para formarse una idea con respecto a lo que se dio por entendido, y no fue escrito por los autores del Nuevo Testamento. Mediante una cuidadosa revisión de lo mencionado en los cuatro evangelios acerca de la crucifixión, podemos lograr una comprensión más profunda del Salvador, especialmente a la luz de la nueva evidencia física provista por la arqueología.

El Señor había vivido en territorio romano, donde la crucifixión era un sistema de ejecución bien conocido. Este castigo extremo era uno de los métodos utilizados por Roma para la sojuzgación, tal como lo demuestra en forma repetida el escritor Josefo en sus relatos históricos de la antigua Palestina. Cuando se produjo la rebelión en Jerusalén después de la muerte de Herodes el Grande, el gobernador de Siria marchó sobre Jerusalén con sus legiones a través de Galilea y ordenó la crucifixión de 2.000 rebeldes. (Antigüedades de los Judíos, 17:295.)

En una oportunidad posterior, en la que los judíos amenazaron con un levantamiento y guerra contra el imperio, en el año 66 D. de J., el procurador Gessius Floras tomó violenta represalia asesinando en forma indiscriminada al pueblo en las calles de Jerusalén, y arrestando a muchos ciudadanos que fueron primero azotados y luego crucificados. (Guerra de los Judíos, 2:306.) El momento culminante de esa guerra tuvo lugar durante el salvaje sitio acaecido en el año 70 D. de J., oportunidad en la cual Jerusalén fue aislada por las fuerzas del general romano Tito, que más tarde llegó a ser emperador; el hambre forzó a hordas de las clases más pobres, a salir de la fortificación en busca de alimentos; entonces, en el típico estilo romano de táctica del terror, cientos de esas personas fueron tomadas prisioneras y ejemplarmente torturadas y más tarde crucificadas, al alcance de la vista de los que habían quedado dentro de la ciudad y fueron testigos de lo que sucedió. (Guerra de los Judíos, 5:449.)

La severidad de la sentencia de la crucifixión tenía el fin de servir como lección, tanto a los delincuentes comunes como a los rebeldes. Por lo tanto, el Señor vino a la tierra y soportó lo peor que en ese entonces podían infligir los hombres. Los escritores antiguos hablaban con horror de la crucifixión; la historia escrita por Cicerón revela un común sentimiento de repugnancia hacia la muerte en la cruz; se trataba en verdad del castigo más severo que podía ser aplicado a los esclavos, la más cruel y repugnante de las penas. Josefo la llamó: “la más lastimosa de las muertes”. (Guerra de los Judíos, 7:203.) Jesús mismo antes de su muerte, comparó las dificultades que se pasan por el evangelio con sacrificios similares a “llevar una cruz”, (Véase Mateo 16:24.)

Referencias a la muerte por crucifixión halladas en los escritos antiguos, demuestran la exactitud de los detalles físicos explicados en los evangelios. Tal como lo explica el prefacio de Lucas, las narraciones del Nuevo Testamento sobre la vida y muerte de Cristo son consecuencia, ya sea de testigos presenciales o de quienes investigaron lo que tales testigos dijeron. Después de haber sido sentenciado por un gobernador romano que capituló ante las presiones del pueblo judío, Jesús fue compelido a llevar su cruz; esta práctica verificada y aún mejor definida en los escritos antiguos, sugiere el hecho de que mientras el poste vertical de la cruz se encontraba probablemente en el lugar de la ejecución, el condenado era obligado a llevar sobre sus hombros la viga horizontal. El autor griego Stauros, tradujo la palabra “cruz” también como “estaca”, e indudablemente podría utilizarse para describir las partes de la cruz del mismo modo que el aparato entero. Un título similar al colocado sobre Jesús, también solía aparecer en descripciones antiguas.

Los evangelios son bien explícitos con respecto al hecho de que Cristo fue crucificado. Después de resucitar, Jesús mostró las manos, los pies y el costado, destacando obviamente las partes de su cuerpo que habían sido heridas o lastimadas durante la ejecución. Como motivo del escepticismo de Tomás, éste tuvo el privilegio de ver y sentir la señal de los clavos en las manos de Jesús. (Véase Juan 20:25.) Numerosas referencias antiguas habían de “clavar” a los prisioneros a la cruz, incluyendo una experiencia registrada por Josefo después de su rendición a los romanos: observando a algunos de sus coterráneos que habían sido capturados y crucificados, quedó conmovido al ver que tres de sus propios amigos colgaban en agonía; dominado, por la emoción, le rogó al comandante general Tito por la vida de sus amigos, quien ordenó que les bajaran y les dispensaran el mejor tratamiento posible. Aun así, dos de los tres amigos de Josefo fallecieron mientras los médicos trataban de curarlos, lo cual demuestra claramente el trauma físico al que se veían sometidas las victimas durante los castigos preliminares, que culminaban clavando los clavos contra la cruz a través de las extremidades de las víctimas. El sólo hecho de atar a un hombre a la cruz, probablemente no produjera ese brutal resultado,

¿Fueron lastimados los pies de Jesús? Lucas registra la invitación de Jesús de examinar “mis manos y mis pies”, como evidente indicación de que se trataba de sus heridas de identificación. (Véase Lucas 24:29.) Algunos eruditos no consideran que este hecho sea evidente: un artículo aparecido en la revista “Harvard Theologicat Review” en el año 1932, argüía que era improbable que durante las crucifixiones romanas se clavaran clavos en los pies de las víctimas. Pero no podemos más que sentir escepticismo por los escépticos, cuando leemos lo escrito en el siglo tercero por Tertuliano, quien muy probablemente haya tenido la oportunidad de ser testigo de las crucifixiones. Después de citar la escritura de Salmos 22:16, “horadaron mis manos y mis pies”, declara simplemente que ésta era una crueldad especial de la ejecución en la cruz. El Señor resucitado hizo explícito en el Libro de Mormón lo que deja ver sólo en forma implícita en el Nuevo Testamento: “Levantaos y venid a mí, para que podáis meter vuestras manos en mi costado, y palpar las marcas de los clavos en mis manos y en mis pies, a fin de que sepáis que soy el Dios de Israel. . .” (3 Nefi 11:14). Las revelaciones modernas también hablan de ello: “. . . así como las señas de los clavos en mis manos y pies. . .” (D. y C. 6:37).

El primer ejemplo arqueológico de crucifixión nos brinda la evidencia de la práctica de clavar también los pies. Numerosas urnas de piedra para la reducción de cadáveres, encontradas en varias cuevas mortuorias cerca de la ciudad de Jerusalén durante el verano de 1968, fueron dadas a conocer en el año 1970 por la Gaceta Israelí de Exploraciones. V. Tzaferis, quien analizó las estructuras sepulcrales, fechó esas urnas alrededor de un siglo antes o después de la era cristiana, probablemente entre el año 1 y 70 después de Cristo. El profesor de anatomía, doctor N. Haas, compuso detalladamente el esqueleto correspondiente a Jehohanan, cuyos huesos llevan evidentes marcas de crucifixión. La evidencia más impresionante la brinda una estaca de diecisiete centímetros y medio de largo que atraviesa los restos de los dos talones de Jehohanan, con una pieza de madera de olivo en el extremo. En la actualidad, la mayoría de los eruditos han aceptado la creencia del doctor Haas de que la víctima fue traspasada y fijada a la cruz a la altura de los talones. Esta evidencia, contemporánea de Jesús, sugiere el hecho de que los pies eran atravesados en las crucifixiones realizadas en la tierra de Palestina.

Este reciente descubrimiento brinda dos nuevos e importantes aspectos, conteniendo el primero el interrogante de en qué lugar; de las manos eran colocados los clavos. El Nuevo Testamento habla de las marcas en las manos de Jesús. Aun cuando “mano” constituye un término inexacto en la literatura griega primitiva, es en general tan preciso como el término “mano” en inglés que aparece como referencia al período del Nuevo Testamento. En el Nuevo Testamento en particular, “mano” nunca se refiere a la parte inferior del brazo ni a la muñeca. ¿Podrían haber puesto clavos adicionales? El doctor Haas observó que el hueso del brazo de Jehohanan, al ser extendido, tiene un corte en la superficie y una evidente deterioración, que le llevaron a la conclusión de que era la herida: inicial del clavo y la posterior deterioración del hueso, producida como consecuencia de las convulsiones de la agonía de la víctima sobre la cruz. Esa marca en el hueso se encuentra entre los dos huesos del antebrazo y en una ubicación estructural más sólida para fijar un clavo; esta evidencia, unida con una estricta interpretación del Nuevo Testamento, brinda la clara indicación de que tanto la mano como la muñeca podrían haber sido atravesados por clavos.

Al leer estas observaciones, no debemos suponer que el peso total del cuerpo de la víctima era sostenido por los clavos ubicados en las muñecas y las manos. En los principios de la era cristiana, Justin habla acerca de la protuberancia existente en la parte central de la cruz, que sirve para depositar el peso del crucificado (Dialogue 91:2). Con respecto a ese tosco “asiento”, el escritor de la misma época llamado Ireneo, dice: “La persona atravesada con clavos contra la cruz, descansa sobre esa protuberancia” (Against heresies 2:23.4). O sea que los clavos no consistían en el soporte básico del cuerpo, sino que esa era la función de la referida protuberancia de la cruz. Tertuliano llamó a este pequeño aparato, “asiento proyectado” (Ad nationes 1:12). Aun cuando esta no sea una evidencia específica del Nuevo Testamento, aquellos antiguos eruditos tenían pleno conocimiento de las antiguas prácticas diseñadas para prolongar la tortura del condenado a muerte.

Un aspecto final del hallazgo de la tumba de Jehohanan, encaja perfectamente en el Nuevo Testamento. Allí encontramos el drama de tres crucifixiones, que finaliza con la solicitud judía de acabar con tan macabra obra antes de la puesta del sol, que daba comienzo a la celebración sabática. El pelotón de soldados romanos encontró a Jesús ya muerto, pero se vieron forzados a inducir la muerte en los dos ladrones que colgaban en sus cruces junto con Jesús, quebrándoles las piernas; este era un castigo característico de la crucifixión. Jehohanan también recibió dicho tratamiento, ya que los huesos de sus espinillas habían sido quebrados en forma diagonal, forma identificada por el doctor Haas como caraterística de fracturas realizadas en seres vivos.

Es interesante destacar el hecho de que todos los detalles que caracterizan a la crucifixión de Jesús, tal como aparece en el Nuevo Testamento, encuentran ratificación en las conocidas prácticas antiguas. Los arqueólogos se refieren ahora al tema, agregando una confirmación más exacta de la historia del Nuevo Testamento. Al resumir tal evidencia, es sabio no pensar que la crucifixión consistía en un molde rígido aplicado en cada caso, que es en realidad la impresión que erróneamente han dado muchos artículos que se han escrito al respecto. Aun desde el punto de vista humano, Jesús puede haber sido tratado en forma más severa que otros condenados, puesto que se sabe que El murió antes que sus compañeros de martirio. Pero una revisión de la antigua práctica de la crucifixión constituye más que un estudio histórico o arqueológico. Es también un profundo estudio de gratitud realizado por cualquiera que sea capaz de captar aunque sea una ínfima visión de lo que el Señor hizo por la raza humana.

Richard Lloyd Anderson es profesor de Historia y Escritura Antigua en la Univerisdad de Brigham Young.

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