Agosto de 1975
El propósito de la vida
por el presidente Spencer W. Kimball
«…cuanto más sirvamos a nuestro prójimo de la manera apropiada, mayor será el provecho y el resultado que logremos para nuestra alma.»
Una persona que tenga el conocimiento o la fe de que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es el reino de Dios sobre la tierra, se esforzará por lograr un mejor desempeño en su asignación, ya sea que se trate de cumplir con sus responsabilidades familiares, o que esté en el salón de clase de las Abejitas, en el quorum de diáconos, o en el concilio de Jóvenes Adultos o Miras Especiales. Pero cuando a alguien no le interesa Dios ni el hombre, no habrá suficiente entrenamiento ni técnicas que puedan ayudarle en manera alguna.
Es por medio del servicio que aprendemos a servir. Cuando nos encontramos involucrados en el servicio al prójimo, no sólo le asistimos con nuestros hechos, sino que también ponemos nuestros propios problemas en el marco de una nueva perspectiva. Cuanto más nos preocupamos por los demás, tanto menos tiempo hay para preocuparnos por nosotros mismos. En la misma médula del milagro del servicio, se encuentra la promesa hecha por Jesucristo de que «perdiéndonos» por la dedicación a los demás, sólo lograremos encontrar nuestro propio yo.
No sólo que nos encontramos en el hecho de que reconocemos una guía en nuestra vida, sino que cuanto más sirvamos a nuestro prójimo de la manera apropiada, mayor será el provecho y el resultado que logremos para nuestra alma. El servicio al prójimo le da más significado a nuestra personalidad. En realidad, nuestra importancia intrínseca aumenta cuando dedicamos nuestros esfuerzos al bien de nuestros semejantes.
George McDonald, novelista y poeta escocés del siglo pasado, destacó que: «es mediante el amor profesado hacia otra persona y, a su vez, por el amor de esa persona hacia uno, que podemos aproximarnos más a su alma.» Claro que todos necesitamos ser amados, pero debemos «dar» y no solamente «recibir», si es que deseamos tener plenitud en la vida y un reforzado sentimiento del propósito de nuestra existencia. A menudo la solución no es cambiar las circunstancias que nos rodean, sino cambiar nuestra actitud con respecto a esa circunstancia. Las dificultades que muchas veces tenemos que enfrentar, suelen ser verdaderas oportunidades de servicio.
Una de las Autoridades Generales destacó en una ocasión: «Si no tenemos cuidado, podemos llegar a ser heridos por la helada de la frustración; podemos congelarnos en un lugar, por el frío de las expectativas inalcanzadas. Para evitar esto, debemos hacer lo mismo que haríamos con el frío del ártico, debemos mantenernos en constante movimiento; servir al: prójimo constantemente, movernos para tratar de alcanzar a todos los que podamos, para que nuestra propia inmovilidad no se convierta en nuestro principal peligro.»
A aquellos a quienes tratamos de servir, debemos ayudarles a comprender por sí mismos que Dios no sólo les ama, sino que también les tiene presente en todo momento y conoce sus problemas y necesidades. Es seguro que nuestro Padre y su Hijo, Jesucristo, quienes se apersonaron a un joven en edad de Sacerdocio Aarónico, José Smith, para darle instrucciones relacionadas con toda la humanidad, no efectuaron una simple y esporádica visita a una sola persona en este planeta. Sino que, dice el Señor que esta aparición que había sido planea da con suma precisión, ocurrió porque: «Yo, el Señor, sabiendo de las calamidades que vendrían sobre los habitantes de la tierra, llamé a mi siervo José Smith, hijo, le hablé desde los cielos y le di mandamientos» (Doc. y Con. 1:17).
Dios nunca hace nada por casualidad sino por designio, como lo hace siempre un amoroso padre. Nosotros conocemos sus propósitos; también nosotros tenemos propósitos en la vida.
Tan amoroso Padre Celestial, que dio mandamientos a los hombres para prevenir la miseria humana, no puede olvidar las necesidades de cada uno de sus hijos. William Law dijo:
«Se ha dicho que hasta los mismos pelos de la cabeza se encuentran perfectamente numerados; ¿no es esto para enseñarnos que nada, ni siquiera lo más pequeño de las cosas imaginables, puede ocurrir por casualidad? Pero si se ha declarado que hasta lo más pequeño e insignificante se encuentra bajo la dirección divina, tenemos que pensar que los acontecimientos más grandes de la vida, tales como la forma y el momento de nuestra venida al mundo, nuestros padres y otras circunstancias relacionadas con nuestro nacimiento y condición general, están todos de acuerdo a los propósitos eternos, la dirección y la decisión de la Providencia Divina.»
Dios sabe que existimos, y Él se encarga de cuidarnos. Pero por lo general, es mediante otra persona que El llena nuestras necesidades. Es por lo tanto vital, que nos sirvamos el uno al otro en el reino. El pueblo de la Iglesia necesita fortaleza, apoyo y dirección mutuos, tanto en una comunidad de creyentes como en un cónclave de discípulos. En Doctrinas y Convenios podemos leer cuán importante es «socorrer a los débiles, sostener las manos caídas y fortalecer las rodillas desfallecidas» (Doc. y Con. 81:5), Muy a menudo nuestros actos de servicio al prójimo consisten simplemente en dar aliento, o ayuda mundana realizada mediante tareas mundanas; pero, ¡qué gloriosas consecuencias pueden originarse en hechos mundanos y actos pequeños, pero deliberados!
Al agudizarse los contrastes entre los sistemas del mundo y los de Dios, la fe de los miembros de la Iglesia será puesta a severa prueba. Una de las cosas de mayor importancia que podemos hacer, es expresar nuestro testimonio mediante el servicio, lo cual a su vez, tendrá como consecuencia el desarrollo espiritual, una dedicación más completa a la causa y Una mayor capacidad de cumplir con los mandamientos.
Hace casi veinticinco años, el presidente Stephen L. Richards dijo algo que presenta un verdadero desafío:
«A pesar del aspecto prosaico y común del tema, desde hace mucho tiempo he estado convencido, mis hermanos y hermanas, que lo más dramático, difícil y verdaderamente vital en la vida, es el hecho de guardar los mandamientos. Es lo que pone a prueba cada fibra de nuestro ser, y constituye una demostración simultánea de nuestra inteligencia, conocimiento, carácter y sabiduría.»
La espiritualidad encierra una gran fuente de seguridad, y no puede existir sin el servicio llevado a la práctica.
Muy a menudo, sin embargo, lo que necesitamos a manera de estímulo para guardar los mandamientos y para servir al prójimo, es simplemente que el Espíritu refresque nuestra memoria de cosas que ya sabemos, en lugar de recibir inspiración y revelación nuevas. Se ha dicho que «la memoria es el estómago del alma» estableciéndose la analogía en el hecho de que ésta recibe la verdad, la digiere y nos nutre. El Espíritu Santo estimula nuestra memoria así como nuestro entendimiento. Debemos hacer entonces, lo que ya sabemos que es bueno; las cosas simples, rectas y específicas. Este es uno de los motivos por los cuales nosotros, como Santos de los Últimos Días, debemos vivir en forma suficientemente digna como para estar en condiciones de disfrutar de la influencia del Espíritu Santo, y tener su constante compañía para guiarnos y dirigirnos. Su guía es mucho más importante que las técnicas de enseñanza, aun cuando éstas pueden ser de gran ayuda,
Si tanto vosotros como yo fuéramos buenos líderes, estaríamos reflejando periódicamente las cualidades de aquellos que nos han brindado algún servicio, que nos han dirigido y que nos han enseñado. Si fuéramos a elegir tan sólo dos o tres individuos que en nuestra vida hubieran tenido alguna influencia, ¿qué consideraríamos entre sus hechos que fuera de mayor ayuda para nosotros en momentos críticos o importantes de nuestra vida? Después de reflexionar por breves momentos, podríamos decir que tal persona se preocupó por nosotros, que nos dedicó tiempo, que nos enseñó algo que necesitábamos saber. Reflexionad ahora sobre vuestra propia actuación, del mismo modo que yo lo hago sobre la mía, para comprobar si representamos con nuestro ministerio aquellos mismos atributos. Es bastante improbable que al revolver entre nuestros recuerdos nos venga a la memoria alguien que recordamos como consecuencia de una técnica que utilizara y le caracterizara; sino que aquellos que más y mejor recordaremos serán los que nos han brindado algún servicio, los que nos amaron y nos comprendieron, ayudándonos y mostrándonos el camino a seguir mediante la luz de su propio ejemplo. No puedo destacar suficientemente por lo tanto, la importancia de que hagamos lo mismo ahora por aquellos que ahora dependen de nosotros, del mismo modo que nosotros dependimos del servicio de otros en el pasado.
Si enfocamos nuestra atención en simples principios y hechos de servicio, pronto nos daremos cuenta de que los aspectos correspondientes a la organización, pierden algo de su significado. A menudo en el pasado, esos aspectos de la Iglesia han constituido algo así como muros que nos han mantenido alejados de los individuos, impidiéndonos hacer la obra personal de la manera en que deberíamos. A medida que nos preocupemos menos de ganar crédito para la organización o el individuo, pasaremos a preocuparnos más por servir a aquel a quien debemos prestar nuestra atención humana y religiosa. De esa forma llegaremos también a encontrarnos a nosotros mismos, menos preocupados o ansiosos con nuestra identidad de organización y más determinados a conocer nuestra verdadera e intrínseca personalidad, aquella que nos lleve, como verdaderos hijos de Dios, a ayudarles a otros a lograr el mismo sentimiento espiritual de unidad e integración.
Al identificar este eslabón que nos unifica, nunca debemos perder de vista el ejemplo establecido por Jesucristo. Dijo El en las instrucciones impartidas a sus discípulos nefitas:
«Así pues, alzad vuestra luz para que brille ante el mundo. He aquí, yo soy la luz que debéis levantar en alto: aquello que me habéis visto hacer.» (3 Nefi 18:24.)
En el momento de impartir las mismas instrucciones, Jesús permitió que los hombres se le acercaran y que la multitud nefita «sintiera y viera» su cuerpo resucitado. En un sentido y de un modo por cierto mucho menos sagrado pero de la misma significativa manera, el líder dedicado, ya sea que se trate de un hombre como de una mujer, puede permitir que aquellos a quienes quiera servir, «sientan y vean» el gran poder y la autenticidad del evangelio de Jesucristo.
Es interesante destacar el hecho de que, siendo Jesucristo la luz que deseamos y debemos mantener en alto, existen cantidad de recordatorios de su persona ubicados apropiadamente delante de nosotros: el nombre de la Iglesia, La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; las bendiciones del sacramento; la oración bautismal; nuestra forma de orar que dice «en el nombre de Jesucristo.» Porque su nombre es tan sagrado, debemos ser sumamente prudentes y cuidadosos con respecto a la forma en que lo usamos y hacemos referencia a Él, pero debemos tener siempre a nuestro Hermano Mayor como el gran ejemplo que debemos seguir, porque ésta es su Iglesia y lleva su nombre, y se halla del mismo modo, edificada sobre su evangelio.
Por lo tanto, nos hemos juntado, provenientes de un mundo egoísta, para hablar del servicio al prójimo. Algunos observadores podrán preguntarse el motivo por el cual nos preocupamos con cosas tan simples cuando vivimos en un mundo completamente rodeado de dramáticos problemas. Aun así, una de las grandes ventajas del evangelio de Jesucristo es que nos brinda una perspectiva total de la gente de este planeta, incluyéndonos a nosotros mismos, por medio de la cual podemos apreciar aquellas cosas que tienen verdadero valor e importancia, evitando así vernos apresados en la multiplicidad de causas inferiores que compiten por la atención de la humanidad.
Se nos ha dicho que durante los últimos días, la sociedad habrá de presentar algunos de los síntomas sociales que existieron durante los tiempos de Noé. Muy pocos son los adjetivos apropiados para describir a los contemporáneos de Noé, pero aparentemente, sus vecinos eran muy desobedientes a los mandamientos de Dios, por lo cual la tierra estaba corrompida, y dice la escritura muy significativamente, que la sociedad estaba «llena de violencia» (Génesis 6:11). La violencia tanto como la corrupción, tienen lugar generalmente como consecuencia del egoísmo. En tiempos tan dramáticos como los que estamos viviendo en la actualidad, nada hay más apropiado y oportuno que centrar nuestra atención en el servicio que debemos prestarle a nuestro prójimo.
Quienes en la actualidad guarden los mandamientos, serán apartados del mundo, con la misma certeza con que sucedió con Noé por su aparentemente extraño acto de construir un arca mucho antes de que la inundación tuviera lugar. Al llevar adelante nuestros esfuerzos de servicio simple y mundano, y al esforzarnos en guardar los mandamientos de Dios en la actualidad, indudablemente tendremos que enfrentarnos con algunas de las mismas ridiculizaciones que recibiera Noé y su compañía de ocho personas, durante el período de tiempo que precedió al diluvio.
Los vecinos de Noé, simplemente no podían comprender la urgencia de la tarea que aquél había emprendido. Del mismo modo, tampoco nosotros debemos esperar que muchos otros en la actualidad comprendan nuestra urgencia por el perfeccionamiento de cosas simples, tales como la familia, la castidad y la realización de la obra misional.
En la Iglesia contamos con numerosos jóvenes que posponen el matrimonio. Así, un año sigue al otro. Muchos de ellos lo único que hacen es diferir innecesariamente algo que es sumamente importante. Otros en cambio, descubren que es más fácil vivir solos, sin la necesidad de echarse encima responsabilidades que les parecen demasiado grandes de soportar. Están también los que aceptaron el peso de esas responsabilidades, y oran por tener un matrimonio satisfactorio, cuando en realidad muy poco es lo que ellos mismos hacen para que su matrimonio sea un éxito. Y tenemos, además, a los hombres «del mundo», cuyo número va en aumento, que nunca piensan en casarse; aquellos que insisten en el hecho de que pueden lograr todas las satisfacciones de la vida sin estar casados, y que la vida de soltero es mucho más fácil con mucho menos responsabilidades.
Quisiera decirles a todos los hermanos que el matrimonio es honorable ante la vista de Dios. No fuimos puestos en esta tierra principalmente para divertirnos o para satisfacer nuestra vehemencia por las riquezas y las distinciones, ni para satisfacer nuestras pasiones rodeados de una vida egoísta.
El Señor, nuestro Creador, dice:
«En la gloria celestial hay tres cielos o grados; y para alcanzar el más alto, el hombre tiene que entrar en este orden del Sacerdocio (es decir, el nuevo y sempiterno convenio del matrimonio); y si no, no puede alcanzarlo.
Podrá entrar en el otro, pero ése es el límite de su reino; no puede tener progenie.» (Doc. y Con. 131:1-4.)
«… y si no cumples con él serás condenado, porque nadie puede rechazar este convenio y entrar en mi gloria.» (Doc. y Con. 132:4.)
Nos parece evidente que ninguna clase ni cantidad de excusas que tratemos de poner por adelante, lograrán anular estas grandes verdades.
AI matrimonio le sigue la familia; en este sentido, el Señor se expresa con perfecta claridad:
«Porque le son dadas a él para multiplicarse y henchir la tierra, conforme a mi mandamiento. . . para su exaltación en los mundos eternos y para engendrar las almas de los hombres. . . a fin de que él sea glorificado,» (Doc. y Con. 132:63.)
Por lo tanto, que ni un solo hombre trate de justificarse en manera alguna. Numerosas son las jóvenes dignas, atractivas, educadas, y de buena apariencia. A ellas les decimos que no podemos proveerles con esposos de acuerdo a su voluntad; si habéis tenido pocas oportunidades, necesitaréis evaluaros cuidadosamente; haced un cuidadoso inventario de vuestros hábitos, vuestra forma de hablar, vuestra apariencia, vuestro peso y vuestras excentricidades, si es que las tenéis. Tomad cada uno de estos aspectos y analizadlos cuidadosamente. ¿Podríais hacer algunos sacrificios para aparecer más aceptables ante los ojos y el criterio de los jóvenes? Vosotras mismas debéis ser las que hagáis el juicio.
¿Sois acaso demasiado expresivas? ¿Demasiado introvertidas? ¿Demasiado calladas tal vez? Si así fuera, deberíais disciplinar vuestros pensamientos y expresiones.
¿Os encontráis acaso en la localidad o vecindario equivocados? ¿Podríais mudaros a una nueva localidad, donde pudierais encontrar un nuevo mundo de oportunidades?
¿Es vuestro vestido demasiado anticuado o demasiado atrevido? ¿Sois demasiado exigentes? ¿Tenéis excentricidades en la forma de hablar, en el tono de la voz, en los temas de conversación? ¿Os reís estrepitosamente? ¿Sois demasiado demostrativas, o tal vez poco demostrativas? ¿Sois egoístas? ¿Sois honorables en todas las cosas, queréis tener una familia, os consideraríais felices de preparar el desayuno, el almuerzo y la cena para un buen marido todos los días? ¿Conservaríais cerca a vuestros antiguos amigos a expensas de vuestro marido?
El filósofo norteamericano William James declaró que la revolución más grande que tuvo lugar en su generación, la constituyó el descubrimiento de que al cambiar las actitudes íntimas de la mente de los seres humanos, se puede cambiar el aspecto exterior de su vida.
El cambio se produce reemplazando los malos hábitos por otros que sean buenos. Cada cual moldea su carácter y futuro, mediante los buenos pensamientos y hechos. La autocompasión es sumamente destructiva. Jóvenes, ¿sentís lástima de vosotros mismos? ¿Qué creéis que debéis hacer?
¿Os habéis hecho físicamente atrayentes, acicalados, pulcros, así como mentalmente atractivos e interesantes? ¿Leéis buenos libros? Si no es así, entonces debéis cambiar vuestra manera de ser.
Mis amados hermanos, la Iglesia es consciente de estas situaciones; y aun cuando tuviéramos una varita mágica con la cual pudiéramos desvanecer vuestros problemas, eso no sería bueno para vosotros, ya que el desarrollo es el producto directo de vuestros propios esfuerzos.
Recuerdo a una hermana que conocí en cierta oportunidad, que se casó con un «futuro élder», y cuya vida pasaba «sin pena ni gloria.» En determinado momento ella se apercibió de que algunas de sus amigas actuaban siempre en la Iglesia con sus esposos; cantaban juntos en el coro, juntos iban al templo y así parecían ser felices y estar satisfechos con la vida. Esta hermana empezó entonces a molestar a su marido preguntándole: «¿Por qué no puedes tratarme igual que otros hombres tratan a su esposa? ¿Por qué no te activas en la Iglesia?»
Sucedía que vivían en un barrio muy activo, donde el programa de hermanamiento era prácticamente una obsesión, de tal modo que llegó el día en que este hombre inactivo captó el espíritu que reinaba y experimentó extremo gozo, tanto en su vida familiar como en las actividades de la Iglesia. La mujer, que antes había sido tan infeliz con la inactividad de su marido, se sintió entonces desgraciada porque él dedicaba lo que ella consideraba demasiado tiempo a la Iglesia, y le importunó nuevamente diciendo: «¿Por qué tienes que dedicar todo tu tiempo y esfuerzos al trabajo de la Iglesia? ¿Por qué no puedes ser como otros hombres y brindarme un poco de alegría y placer?» Las protestas constantes y la irremediable infelicidad de la esposa terminaron por cansar al hombre, que finalmente volvió a su estado original de total inactividad.
Queremos deciros: continuad haciéndoos atractivos, tanto física como mental, espiritual y emocionalmente, y haced lo posible por estar en los lugares apropiados, donde podáis tener el contacto social y espiritual con las personas adecuadas a las que quizás os sintáis atraídos.
¿Os encontráis en el lugar adecuado para vosotros, u os habéis separado y aislado en lo que podríamos llamar una categoría especial? En cierta oportunidad conversé con una joven que promediaba los treinta años sin esperanzas matrimoniales. La alenté para que se mudara del apartamento en el que vivía con otras compañeras ya de cierta edad, que abandonara el nimio trabajo que desempeñaba y que se decidiera a asistir a la universidad, donde tendría la oportunidad de conocer y tratar jóvenes estudiantes con los que podría tener intereses mutuos. Algún tiempo más tarde, encontrándome de visita en la universidad en la que esta joven se encontraba, la vi venir hacia mí, radiante y fresca como una brisa de primavera, con un nuevo aspecto y una optimista y feliz personalidad. Pocos meses después recibí la invitación para asistir a su casamiento, que tendría lugar en el templo. Claro está que no siempre va a dar los mismos buenos resultados, pero lo importante en el caso de esta joven a la que me refiero, es que dio el mejor de los resultados para ella.
Mientras nos encontramos esperando que amanezca el día más propicio e ideal, muchas son las cosas que podemos hacer para hacer brillar la vida de otras personas, y los esfuerzos que así hagamos sólo redundarán en nuestro beneficio.
























