1971
Cuando el corazón os habla de cosas que vuestra mente desconoce
por el presidente Harold B. Lee
La responsabilidad más grande que tenéis vosotros, los jóvenes de la Iglesia, es la de preocuparos de que lleguéis a convertiros verdaderamente. En realidad, para que podamos compartir el evangelio con los demás, es preciso que seamos los primeros en convertimos a su veracidad.
Un día en que el Maestro y sus discípulos se dirigían a la región de Cesárea de Fiíipo, al detenerse a descansar el Maestro les preguntó:
“¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elias; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas,”
Entonces Jesús solicitó a sus discípulos que expresaran sus respectivos testimonios:
“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Supongo que todos dieron testimonio, pero sólo contamos con las palabras escritas de lo que dijo Pedro:
“Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos.” Mateo 16:13-17.)
Pedro había recibido una revelación por la que supo que Jesús era el Cristo, el Salvador del mundo, el divino Hijo de Dios. Sin embargo, un tiempo después de haber acontecido lo anterior, el Maestro reprendió a Pedro; ignoramos la causa de ello, pero sabemos que le dijo:
“Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte.; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos.” (Lucas 22:31-32.)
Al sopesar los ejemplos mencionados, inferimos que la conversión de Pedro menguaba. En substancia, los pasajes citados rinden concretas evidencias de que el testimonio que el individuo llega a poseer no permanece inalterable, sino que el hecho de que aumente hasta llegar a adquirir la brillantez del sol, o que disminuya hasta extinguirse por completo, depende enteramente de la persona que ha llegado a obtenerlo.
La mayor responsabilidad que yace sobre los hombros del miembro de la Iglesia, es, repito, la de llegar a la verdadera conversión, siendo igualmente importante que se mantenga convertido.
Preguntémonos otra vez, ¿qué es la conversión?
El individuo llega a convertirse cuando ve con los ojos lo que debe ver, oye con los oídos lo que debe oír, y comprende con el corazón lo que debe comprender. Y lo que debe ver, oír y comprender es la verdad; sí, la verdad eterna, poniéndola entonces en práctica, Eso es la conversión. Mas el que por alguna razón no ve, ni oye, ni comprende dicha verdad, no aplicándola, por lo tanto, en su vida, es el que ha perdido la fe, el que ha perdido su testimonio por motivo de su proceder.
Hace unos años, un destacado profesor universitario se unió a la Iglesia. Cuando le solicité que dirigiera la palabra a un grupo de hombres de negocios de Nueva York, y les explicara la razón por la cual se había convertido a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, les dijo lo siguiente:
“Les diré por qué me convertí a la Iglesia. Llegué a un punto en mi vida en que el corazón me habló de cosas que mi mente desconocía, y fue entonces cuando supe que la luz que me iluminaba era el Espíritu del Señor, y supe asimismo que el evangelio era verdadero.”
Cuando comprendemos las cosas en una perspectiva más amplia de lo que las comprendemos con el intelecto, es decir, cuando las comprendemos con el corazón, es cuando llegamos a saber que el Espíritu del Señor está obrando en nosotros.
Dirigiéndose a las personas que poseen un testimonio, el Señor dijo:
“Así pues, alzad vuestra luz para que brille ante el mundo. He aquí, yo soy la luz que debéis levantar en alto: aquello que me habéis visto hacer.” (3 Nefi 18:24-25.)
Es el Salvador el que proporciona la guía a todos los que la necesitan.
Cada uno de nosotros ha nacido con la luz de Cristo, la cual ilumina a todos los que venimos a este mundo, y nunca deja de ejercer su influencia sobre nosotros, ni de advertirnos, ni de guiarnos, esto es, mientras guardemos los mandamientos de Dios. Por esta razón, es conveniente que una vez que lleguemos a tener un testimonio, hagamos uso de él para el beneficio de Tos demás, como se le dijo a Pedro: “Y tú, una vez vuelto (convertido), confirma a tus hermanos”.
A todos se nos presentan muchas, muchísimas oportunidades de fortalecer a otras personas, que pueden ser nuestros propios hermanos, o nuestros amigos, o vecinos, o recién conocidos, y aun nuestros mismos padres.
El presidente del Templo de Alberta, en Canadá, me contó lo siguiente de una experiencia:
“Hace tiempo, vino al Templo un grupo de jóvenes en la que era su primera visita al mismo, para efectuar bautismos por los muertos. Cuando, después de haber pasado por dos o tres sesiones bautismales se disponían a partir, los invité a pasar por mi despacho, ofreciéndoles responder a las preguntas que desearan hacerme. Recuerdo que les hablé entonces de sus propios bautismos, y que les dije: ‘Después fuisteis bautizados, se os confirió el don del Espíritu Santo, lo cual significa que éste os guiará y os bendecirá, si sois dignos de ello. Si alguien llegara a contraponer su voluntad contra la vuestra, u os causara algún daño, podréis superar esa oposición por medio de la influencia del Espíritu Santo’. Dicho esto, al mirar a mí alrededor, reparé en que una de las jóvenes presentes, sollozaba. Aquella muchacha dijo entonces: ‘Cuando me bauticé en la Iglesia, mi madre me maldijo, y desde entonces no ha dejado de insultarme y despreciarme. Cuando le comuniqué que vendría al templo, profiriendo blasfemias me dijo que yo no era su hija. He estado ayunando desde que salí de casa, y rogando que aquí, en el templo, pudiera recibir la guía y el poder para salvar de algún modo el obstáculo de la oposición de mi madre… y ya me marchaba con un dejo de desilusión; pero ahora, en el último momento, usted me ha proporcionado la clave’. E iluminándosele el semblante con una sonrisa, prosiguió: ‘Voy a acercar a mi madre a la influencia del poder del Espíritu Santo, de la cual tengo derecho de disfrutar’.
Pasaron semanas, y un buen día recibí una carta de aquella joven, en la cual me decía: ‘Cuando regresé a casa, mi madre me recibió con la misma clase de blasfemias con que me había despedido. En otras ocasiones, yo había refutado sus palabras, pero esta vez, me acerqué a ella y rodeándola por los hombros con mi brazo, le dije: Mamá, hoy no reñiré contigo. Vamos, ven, siéntate a mi lado, pues quiero decirte algo. Aquello la sorprendió. Cuando nos sentamos, toqué su mejilla con la mía, de modo que la influencia del Espíritu pasara directamente de mí hacia ella, y abriéndole mi corazón, le expresé mi testimonio; le hablé de la maravillosa experiencia que había yo tenido en el templo, y para mi gran asombro, mamá estalló en lágrimas y me imploró que la perdonara’.
La carta concluía: ‘Ahora estamos preparando a mamá para que se bautice y llegue a ser miembro de la Iglesia’.”
“Y tú, una vez vuelto (convertido), confirma a tus hermanos.”, dijo el Salvador, y tal es mi mensaje a vosotros, pues proviene de Él. Nuestra responsabilidad primordial es la de preocuparnos de que lleguemos a convertirnos, para que después podamos convertir a los demás.
Ha llegado el momento en que cada uno de vosotros debe valerse de sus propios recursos, ya que nadie puede permanecer con luz prestada. Tendréis que guiaros por la luz que emane de vosotros mismos… si no la tenéis, no podréis resistir.
Que el Señor os bendiga y os cubra con la armadura de rectitud, para que podáis resistir sin flaquear las pruebas de la vida que os saldrán al paso.
























