La abnegación
por el élder Vaughn J. Featherstone
del Primer Quórum de los Setenta
Liahona, Enero de 1979
“Vosotros, mis jóvenes amigos que os estáis preparando para la misión, recordad que aunque esta es una de las experiencias más gloriosas de la vida, no es gloriosa porque sea fácil… La mayor satisfacción la experimentará aquel misionero que tenga la voluntad de practicar la abnegación.”
Durante los pasados meses he tenido una de las oportunidades más gloriosas de servir en la Iglesia como presidente de misión. Esta experiencia me ha guiado al tema que deseo tratar aquí.
El Salvador dijo:
«El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará.» (Mateo 10:39. Cursiva agregada.)
Durante su visita a los habitantes de este continente, declaró:
«… bienaventurados los pobres de espíritu que vienen a mí, porque de ellos es el reino de los cielos.» (3 Nefi 12:3. Cursiva agregada.)
Además, en los últimos días, ha dicho: «Mando, y los hombres no obedecen; revoco, y no reciben la bendición.
Entonces dicen en sus corazones: Estaño es la obra del Señor, porque sus promesas no se cumplen. Pero ¡ay de tales! porque su recompensa viene de abajo y no de arriba.» (D. y C. 58:32-33.)
La abnegación es uno de los rasgos de carácter más distinguidos y que es evidente en los mejores hombres que conozco. Es un rasgo que muchos jóvenes han adquirido. Algunos años atrás, cuando el equipo de natación de la Universidad de Yale superaba muchas marcas mundiales, alguien preguntó al entrenador del equipo cómo lograba tal éxito, a lo que él replicó simplemente: «Les he enseñado a superar la barrera del dolor».
Un élder en nuestra misión ha sufrido algunos problemas de salud de cierta seriedad; padece de una alergia a la piel, además de bronquitis y sinusitis. Cuando yo llegué a la misión, él estaba durmiendo más tiempo por las mañanas, por temor de debilitarse y así contraer influenza; cuando regresaba a su cuarto a la hora del almuerzo, dormía una siesta por un par de horas para prevenir un posible resfrío o gripe. Mientras tanto, su compañero sufría de frustración y un día me comunicó su problema.
Yo llamé al médico de aquel misionero, el cual me dijo: «Pues bien, su estado de salud es malo, pero es mejor de lo que era cuando llegó al campo misional; sin embargo, no creo que vaya a experimentar grandes cambios, no obstante las horas que trabaje». Invité al élder a mi oficina y le dije que para mí sería preferible verle contraer la gripe de una vez por todas, a verlo en aquel constante temor. Hablamos del principio de sufrir en silencio, de simplemente salir a trabajar y hacer lo que el Señor requiere. Le dije: «El doctor dice que su condición no va a cambiar, y que no será afectada en manera alguna por la cantidad de trabajo que usted haga. Hemos hecho y estamos haciendo lo que puede hacerse. ¿Por qué no aprende a sufrir sus problemas de salud, silenciosamente, sin mencionarlos a nadie?»
Afortunadamente, él aceptó el consejo y lo puso en práctica, convirtiéndose desde entonces en uno de los mejores misioneros en la misión. Al cabo de un período de seis semanas fue avanzado a compañero mayor para capacitar a otros y luego a líder de distrito. ¡Qué gran misionero es ahora! Ha descubierto cómo sufrir en silencio y la forma de cumplir con su trabajo, y se ha convertido en un gran ejemplo de abnegación.
Otro misionero tenía la espalda muy débil, lo que lo hacía padecer de constante dolor. Él no sabía que yo conocía su condición. Aquel joven amaba tanto su trabajo que había mantenido en secreto sus dolores por temor de que se le relevara de su llamamiento.
Había un joven admirable, que habiéndose dañado ambas rodillas en una competencia deportiva, había solicitado al anterior presidente de la misión una bendición especial, que le permitiera seguir adelante por otro año entero, pero cada paso que daba, lo daba con sufrimiento. Cuando lo entrevisté antes de su relevo, me rogó que le diera autorización para permanecer dos años más en la misión.
La vida misional no es fácil. Requiere abnegación, esfuerzo físico y mental, madurez, autodominio, espiritualidad, y una actitud muy firme y positiva. Se requiere que un élder sea un hombre, y no un niño. Una misión demanda un régimen de vida verdaderamente espartano, lo que a su vez requiere tanto la habilidad para sobreponerse a todo, como una dedicación total.
Vosotros, mis jóvenes amigos que os estáis preparando para la misión recordad que aunque ésta es una de las experiencias más gloriosas de la vida, no es gloriosa porque sea fácil, sino por las satisfacciones que brinda; pero éstas no provienen de lo atractivo del llamamiento, ni de la atención personal, ni de los elogios que los miembros os extiendan desde el momento en que sois llamados, ni del hecho de que se os envíe a un lugar exótico. No es un período durante el cual el progreso personal se verifique automáticamente. Un joven a quien sus padres o su novia persuadan a que cumpla una misión contra su voluntad, o a quien se le ofrezca alguna «recompensa» especial a recibir al término de la misma es víctima de un gran perjuicio. No es necesario extender una oferta o una recompensa a un élder; tales cosas son insubstanciales. La mayor satisfacción la experimentará aquel misionero que tenga la voluntad de practicar la abnegación. La recompensa vendrá de Aquel en cuyo servicio nos hayamos embarcado. No hay recompensa ni premio que pueda compararse al pago recibido de la mano del Señor de la viña.
La abnegación puede aparecer bajo muchos aspectos diferentes; puede manifestarse en la postergación de ciertas metas tales como el proseguir estudios o contraer matrimonio; generalmente, requiere un cometido firme de estudiar las Escrituras y las discusiones misionales, en lugar de disfrutar de programas de televisión y películas cinematográficas; también exige que se ahorre el dinero para la misión, en vez de gastarlo para satisfacer gustos personales.
Cuando el individuo cede satisfaciendo sus propios deseos, puede convertirse en adicto al desentreno en todas las formas, tal como otros se vuelven adictos a las drogas, la nicotina o el alcohol. La lectura de materiales pornográficos convierte al lector en adicto a los mismos, y para cesar esta práctica se requiere un gran autodominio y el sufrimiento de síntomas de desintoxicación tan graves como aquellos causados por el abandono de hábitos tales como fumar y beber. El juego, el mirar televisión en exceso, la gula, el dormir en demasía, las fantasías descontroladas, la lujuria, el proferir improperios, los cuentos y las bromas de mal gusto, el vestir inmodestamente, la mentira, el engaño, el jugar a las cartas, todos ellos forman hábitos. Por otra parte, una vida de abnegación desarrolla fortaleza de carácter, integridad, salud, autodominio, confianza, y pundonor.
La actual generación de jóvenes en la Iglesia está expuesta a los dos grandes extremos. El mundo se está polarizando, y la distancia entre los polos es inmensa. Nuestra juventud no está buscando la vida confortable; no es la fascinación de lugares exóticos lo que convence a nuestros jóvenes de salir como misioneros. Es la vida de servicio al prójimo, el deseo de incrementar la espiritualidad, la búsqueda de la pureza de corazón; es el hacerse partícipes de la causa del Maestro, el deseo de estar involucrados en una causa que demanda el cometido total de la mente y del alma.
Conocemos una dulce joven que se ha convertido a la Iglesia, cuyo padre es ministro en la Iglesia Bautista. En una ocasión dirigí la palabra a un grupo de jóvenes adultos para aconsejarle con respecto al casamiento en el templo, como el presidente Kimball nos ha pedido que hagamos. Más tarde, durante una reunión de testimonios, ella dijo:
«Yo soy conversa a la Iglesia. Mi padre es ministro bautista, y casi se le destrozó el corazón cuando me bauticé en la Iglesia Mormona. La única esperanza a la cual él se aferraba para salvar a su ‘descarriada’ hija, era la de poder celebrar la ceremonia matrimonial cuando yo me casara. Y ahora no solamente le será imposible efectuar la ceremonia, sino que incluso le será imposible verme llegar al altar. Yo los quiero a él y a mi madre con todo mi corazón, pero sé que debo seguir el consejo del Profeta y casarme en el templo.»
Miles de personas escuchan a los misioneros y creen en la veracidad del Libro de Mormón y de José Smith; sin embargo, cuando se ponen a considerar los muchos supuestos placeres de la vida que van a tener que negarse, piden a los misioneros que no regresen.
Muchos hay que no pueden negarse a sí mismos la satisfacción física de un cigarrillo, un vaso de licor, u otros vicios; así, en un momento que jamás olvidarán en la eternidad, desechan la oportunidad de seguir los pasos de Jesús y de convertirse en coherederos con Él en el Reino de nuestro Padre.
Hace poco, un sábado temprano por la mañana, fui al aeropuerto para despedir a dos élderes. Un tal hermano Jackson también file ese día a decir adiós a uno de aquellos jóvenes. En el momento en que el élder se aprestaba a abordar el avión, el hermano Jackson le estrechó la mano y con lágrimas en los ojos, le dijo: «¿Recuerdas el día en que te estabas comportando mal y te dije que salieras de mi clase de la Escuela Dominical y que no regresaras nunca más?» El misionero quedamente respondió: «Sí, hermano». El hermano Jackson le dijo entonces: «¡Gracias a Dios que regresaste!»
Recibí una carta de un élder que servía en Buenos Aires, Argentina:
«Seis meses antes que terminara la misión, usted habló durante nuestra conferencia de misión en Buenos Aires. En esa ocasión, sentí que el espíritu descansaba sobre mí con tal fuerza, que luego me sentí compelido a tratar de obtener una promesa de usted; me esforcé entre el gentío para llegar a su lado, y le dije: ‘¿Podría usted mirarme directamente a los ojos y prometerme que podré bautizar a diez personas?’ No recuerdo si esas fueron exactamente mis palabras, pero sé que expresaban el deseo que entonces sentía. El problema era que mi misión iba llegando a su término y yo no había bautizado a nadie. Usted me miró directamente a los ojos y me prometió con una voz llena de seguridad que si yo era absolutamente fiel, y trabajaba con todo mi corazón, poder, mente y fortaleza, iba a bautizar a diez personas. En el fondo de mi ser tuve la certeza de que usted no podía equivocarse, y también supe que había recibido la promesa que buscaba.
Y así, trabajé con todo mi corazón y con todo mi poder, mente y fuerza, y mi misión concluyó después de dos años de denodado esfuerzo. El Señor me bendijo, y la promesa se cumplió. Durante casi dos años no había bautizado a nadie, pero el último sábado de mi misión, mi compañero y yo descendimos a las aguas y abrimos la puerta del reino de Dios para quince hermosos y arrepentidos hijos de nuestro Padre Celestial.»
La promesa que yo hice en esa ocasión fue algo fácil de hacer y podría haberla hecho cualquier líder del Sacerdocio. Lo que ocurrió fue que aquel élder captó la visión del servicio totalmente desinteresado, de la abnegación, y así alcanzó sus metas.
«Es indispensable que los líderes se sujeten a una disciplina más estricta que la que se espera de otros. Aquellos que están en primer lugar deben ser los primeros en hacer méritos.» (Autor desconocido.)
Alguien ha dicho: «Las verdaderas cualidades del buen director se encuentran en aquellos que estén dispuestos a sacrificarse por una causa lo suficientemente valiosa como para que se le dedique la más absoluta fidelidad. El ocupar simplemente un cargo directivo, no convierte a una persona en un líder… si se desea ser un verdadero líder, es necesario tener capacidad para defender a solas los principios, valor para resistir el aislamiento que muchas veces se produce como resultado, y fortaleza para no rendirse. Para tener capacidad directiva, se necesita tener visión.»
Hay una anécdota que perdura en la famosa Universidad de Harvard, en la que se cuenta que LeBaron Russell Briggs, quien por mucho tiempo lúe el amado decano de la universidad, una vez preguntó a un estudiante por qué no había cumplido con lo que se le había asignado. «No me sentía muy bien, señor», respondió el estudiante. «Hijo mío», le dijo el decano,» es posible que llegue el día en que descubra usted que la mayor parte del trabajo que se hace en el mundo, lo llevan a cabo personas que no se sienten muy bien.»
Aquellos que en verdad han puesto en práctica en su vida los principios de la abnegación, encuentran que es fuente de mucho mayor gozo y satisfacción que lo que les brindaría la acumulación de bienes materiales.
A través de mi vida he tenido toda clase de experiencias, pero siempre que he puesto en práctica la abnegación, he notado que una fortaleza especial revitalizaba todo mi ser y he sentido la gran proximidad de mi Padre Celestial; esto me ha hecho experimentar un sentimiento cálido de bienestar. Sé que esta virtud es un principio verdadero.
La espiritualidad nos impulsa a conquistar los obstáculos y adquirir fortaleza. Una de las experiencias más sublimes de la vida es la de ver cómo se desarrollan nuestras facultades y la verdad se expande en nuestra alma. Presidente David O. McKay
























