Julio de 1979
La zarza ardiente
por Robert E. McGhee
Recibí una gran impresión cuando hace algunos años me mudé al valle de Lago Salado. En esa época no sabía mucho acerca de los mormones, sólo tenía una vaga idea de que vivían en “algún lugar del Oeste” y que de alguna manera ellos habían progresado por sí mismos. Mi interés y conocimiento llegaron sólo hasta ese punto; de manera que quedé sorprendido al saber que habíamos venido a vivir ¡justo en el estado donde habitaban los mormones!
Supongo que la manera en que me crié tiene mucho que ver con mi falta de interés en ninguna religión. Nací en la religión episcopal y mi padre murió cuando yo tenía nueve años; desde entonces viví en un orfanato. Mis experiencias en este lugar me dejaron sin preferencias sobre una iglesia determinada. Más tarde asistí a reuniones de varias iglesias y en cada una de ellas encontré algo bueno.
Mientras pasaba el tiempo en nuestro nuevo hogar, mi esposa y yo comenzamos a darnos cuenta de quiénes eran los mormones. Pacientemente esperé su ataque tratando de convertirme, pero el ataque no llegó. Los mormones que yo conocí eran muy amigables, pero no me importunaban, de manera que hice preguntas, mas las respuestas no me parecieron muy convincentes.
Un día conocí a un hombre. Él tenía una hermosa familia, y llegó a ser mi coordinador durante el año de entrenamiento que tuve en un nuevo aspecto de mi carrera; era un mormón muy entusiasta y quedé muy impresionado. Tenía una fe inequívoca y honesta. Me hizo preguntas, de una manera afable, para ver qué sabía acerca de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Para entonces ya sabía algo; había leído la temprana historia de la Iglesia y tenía un conocimiento general de su gobierno y sus creencias.
El obstáculo más grande para mí era el principio de la fe. Yo pensaba que si Dios se había manifestado al pecador Saulo en el camino a Damasco, y habló con Moisés a través de una zarza ardiente, se podría manifestar a mí en una manera similar. Una vez convencido, sería uno de sus más firmes defensores. Pero mi conversión tendría que ser por lo menos tan dramática como una zarza ardiente. Demasiado pronto terminó mi entrenamiento en Utah, y nos mudamos a San Augustine, Florida.
Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba, nos dimos cuenta de que extrañábamos Utah, especialmente a la gente. Buscamos en la guía telefónica para ver si había alguna Iglesia mormona en nuestra área; la más cercana quedaba a 64 kilómetros hacia el norte y decidimos que podríamos seguir sin ella. No nos interesaba tanto la Iglesia, como el compañerismo de la gente que pertenecía a ella.
Después de un día particularmente agitado, regresé temprano de mi trabajo y encontré a mi esposa ocupada en la cocina.
— Hoy hemos tenido visitas, —dijo ella sonriendo.
— ¿Sí? ¿Quién vino, algún vendedor?
— Sí, más o menos.
— ¿Quién?
— Dos misioneros mormones.
— ¡Estás bromeando!
— No, ellos nos dejaron un folleto, míralo, y tiene un número de teléfono.
— Yo los voy a llamar. ¡Te apuesto a que se sorprenderán!
Ella rio. Los llamé y los invité a venir a nuestra casa. Ellos me dijeron el lugar donde se reunía la rama en esa área. Pensé que había entendido mal, pero les agradecí y colgué el teléfono.
Los dos jóvenes que vinieron a vernos propusieron darnos seis lecciones fáciles en un período de seis semanas. ¿Por qué no escuchar?, pensamos nosotros; era un precio muy bajo el que pagábamos a cambio del compañerismo de los mormones. Además había tenido ciertas discusiones con personas que tenían mucho conocimiento sobre el tema. Ese domingo nos levantamos temprano y con un buen espíritu hicimos el esfuerzo de preparar a tiempo a nuestros cuatro niños, pero calculamos mal.
—Estamos atrasados —dijo mi esposa a medida que avanzábamos por el parque de estacionamiento.
—Quizás sería mejor esperar —contesté— ni siquiera sabemos hacia qué lado mira la congregación; sería un poco embarazoso entrar y encontramos cara a cara con toda esa gente que nos ve llegar tarde.
El dilema se resolvió; un hombre muy agradable bajó de un coche que estaba estacionado y se presentó a nosotros como el presidente de la rama. Sabiendo que podríamos llegar tarde, él decidió esperarnos,
A los niños los llevaron a sus respectivas clases, mientras que a nosotros nos presentaban en la clase de investigadores. Nuestro maestro era un hombre que sabía lo que estaba enseñando, y encontrarme con gente como él perteneciendo a una Iglesia y profesando fielmente una fe en Dios, me obligó a reconsiderar mi propio razonamiento.
Ese día lo pasamos muy bien. Asistir a la Iglesia nos hizo sentir más unidos como familia; y en esta rama tan simple y humilde, tuvimos la sensación de algo magnífico que nos presentaba un desafío y a la vez una recompensa.
Poco tiempo después me comuniqué con otro amigo de Utah con el cual había trabajado, y le dije que ahora asistía a su Iglesia; él me contestó que me enviaría un libro, a pesar de que traté de convencerlo de que asistía solamente porque me gustaba la gente.
El libro llegó después de nuestra segunda visita a la pequeña rama; era Una Obra Maravillosa y un Prodigio, por LeGrand Richards. Lo guardé en algún lugar para leerlo “después”.
El tercer domingo nos sentimos muy cansados para ir a la Iglesia. Nadie nos llamó para preguntar dónde habíamos estado, y eso nos desilusionó. Pero el lunes por la noche sonó el teléfono. ¡Eran los misioneros!
— Los extrañamos en la Iglesia el domingo.
— Sí, pero ustedes saben cómo es eso.
— Sí, comprendemos —hubo una pausa—. Les prometimos darles seis lecciones y nos gustaría empezar pronto.
— ¡Muy bien! ¿Qué les parece mañana por la noche y en adelante cada martes?
Este fue el comienzo de una maravillosa amistad. Los niños estaban encantados con estos dos jóvenes que rebozaban de fe y felicidad.
Yo cooperaba en sus intentos de usar psicología conmigo porque pensé que ellos necesitaban practicar. Sin embargo tuve que fijar un límite cuando comenzaron a pedirme que ofreciera la oración al empezar o terminar estas reuniones. Yo estaba contento cuando ellos o cualquier otra persona ofrecía la oración, pero me hubiera sentido hipócrita al orar a un Dios de cuya existencia no estaba seguro.
Al próximo domingo era conferencia de estaca en Jacksonville, Florida y el orador era nada menos que el élder LeGrand Richards. Tomé el libro y empecé a leerlo; pensé, Si voy .a escuchar a un orador, quiero saber todo lo que sea posible acerca de él. Cuando llegó ese día, me las ingenié para sentarme en un lugar desde donde podía ver y escuchar bien.
La mente aguda de este hombre me impresionó; pero aún más me impresionó su sinceridad, convicción y fe.
Las lecciones de los misioneros continuaron y nosotros empezamos a tener una mejor comprensión de lo que era el Evangelio. Cuando llegamos a la cuarta lección comprendimos que al terminar sus lecciones, los misioneros nos iban a invitar a entrar en las aguas bautismales.
—Yo no haré eso —le dije a mi esposa—. Si no quiero hacer una cosa tan simple como la oración, menos aún el bautismo. —Ella estaba de acuerdo conmigo.
Finalmente los misioneros nos dijeron que se había seleccionado una fecha para bautismo, y nos preguntaron si nos gustaría participar.
— No —les contesté—. No veo la necesidad de apresurarse.
— Bueno —continuaron ellos— este sábado bautizaremos a dos personas, ¿les gustaría venir y observar?
— ¿Dónde?
— A una cuadra de aquí, en el mar.
— ¿Él mar? —Se asombró mi esposa—. Hace mucho frío en esta época del año.
— Sí, ya lo sabemos. —Los misioneros siempre parecen estar tan tranquilos.
Fuimos al bautizo. Después del servicio, los misioneros nos preguntaron;
— ¿Esto no le hace sentir el deseo de bautizarse la próxima vez?
—No —fue mi respuesta—. Y era sincero.
En este tiempo los misioneros habían estado enseñando también a otra familia, una hermosa pareja. Los conocimos en la capilla, y sólo hablamos muy brevemente con ellos, pero quedamos impresionados por su sinceridad. Cuando llegamos al término de nuestra sexta y última lección, los élderes nos dijeron que la joven pareja había elegido el viernes…. siguiente para ser bautizada, el cual era Viernes Santo. Se me ocurrió pensar que el tiempo ideal para ser bautizado sería justo un Viernes Santo, porque era como dar gracias a Jesucristo conmemorando este día tan especial con el propio bautismo, sin embargo, no sentí la necesidad de hacerlo. Todavía estaba buscando la “zarza ardiente”.
Cuando los élderes se preparaban para retirarse después de terminada nuestra sexta lección, preguntaron como de costumbre, si me gustaría ofrecer la oración. Para mi asombro me escuché aceptar la invitación; al terminar me felicitaron dos misioneros asombrados. Al finalizar esa hermosa tarde estaba sumido en profundos pensamientos.
Al día siguiente, antes de irme al trabajo, me llené de valor, respiré muy profundamente y le dije a mi esposa que había decidido bautizarme el viernes y quería que ella me acompañara. Ella quedó tan sorprendida como si el techo de la casa se hubiera caído o Florida hubiera comenzado a hundirse en el mar.
— ¡Tú no puedes hacerme esto! —dijo ella.
— ¿Por qué no?
— ¡El mar es muy frío!
— Ya lo sé, pero lo he decidido. Contigo o solo, pero lo voy a hacer. Piénsalo y hazme saber tu decisión esta noche, porque mañana llamaré a los misioneros para avisarles y también para pedirles que me consigan la ropa especial.
Le besé y ella quedó en la entrada de la casa. Pero no pude dejarla esperando todo el día, de manera que poco más tarde la llamé por teléfono.
— ¿Has decidido?
— ¡No te dejaré hacerlo sin mí!
— Muy bien, llamaré a los misioneros esta noche. Pregúntales a los niños si quieren acompañarnos y hablaremos cuando regrese a casa.
Los dos hijos mayores decidieron acompañarnos. (Los dos menores todavía eran muy pequeños.) Fuimos bautizados el viernes; y desde que salí de las aguas bautismales no he dudado que hice la decisión correcta.
¿Por qué decidí bautizarme tan repentinamente? Porque la noche en que tuvimos nuestra sexta lección, me di cuenta de que buscar una zarza ardiente no era correcto, y comprendí que por esperar esto estaba perdiendo algo muy importante. Quizás la respuesta está en las simples cosas que me habían ocurrido.
Pensé en la semana anterior a nuestra decisión de ser bautizados. Otra vez habíamos llegado tarde a la Iglesia. Para disipar la incomodidad de la situación, un joven nos dio la bienvenida con un simple apretón de manos. En ese momento sentí que él poseía una fe tan grande que me sentí profundamente impresionado. Fue así como la fe a la cual Jesús se refería cuando habló a Tomás:
“Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.” (Juan 20:29.)
Y decidí que quería esa clase de fe.
Pensé que en ocasiones anteriores me había impresionado en forma similar, pero debido a mi deseo de tener una conversión milagrosa, fracasé para reconocer los susurros del Espíritu. Mis encuentros con los miembros de la Iglesia no fueron espectaculares, pero sí, fueron muy significativos.
Cada persona en su propia manera había mostrado una fe fuerte pero simple: un amigo plantó la semilla, otro me envió el libro; los misioneros llamaron a mi puerta; el presidente de la rama esperó por nosotros el primer domingo; el élder LeGrand Richards dio un mensaje inspirado; un joven quitó importancia a un momento embarazoso con un apretón de manos.
Por medio de su ejemplo cada persona dejó brillar la potente luz de su testimonio. Y para mí que había estado en la obscuridad, cada testimonio fue como “cuando una lámpara te alumbra con su resplandor” (Lucas 11:36), dándome un testimonio de la verdad.
Los mormones aman a sus familias y por eso los amo. Como grupo religioso somos como una familia con todo el amor y aprendizaje que esto implica. Y sobre todo un hecho que nunca cambia: tenemos el Evangelio de Jesucristo. Una zarza ardiente no es la respuesta. Tenemos la libertad de escoger; podemos elegir la obscuridad desprovista de fe o podemos brillar para siempre con nuestra creencia. ¡Los mormones creen! Y yo también.
Roben E. McGhee es oficial de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y padre de cuatro hijos.
























