Noviembre de 1980
La milla milagrosa
por Sara Brown Neilson
Las visitas a esta casa sin duda son una pérdida de tiempo ―comentó mi compañera en el programa de maestras visitantes, al tiempo que llamábamos a la arruinada puerta de una pequeña casa deteriorada ubicada a los fondos de otra casa―. Nunca encontramos a nadie.
Yo la miré y asentí con un movimiento de cabeza, mientras sentía que se me pegaban trocitos de la pintura de la puerta en los nudillos, al repetir el llamado inútilmente; aun así, nos quedamos un momento esperando que ese día las cosas fueran diferentes. Más no lo fueron y finalmente tuvimos que volver hasta la calle por el sendero cubierto de hierbas.
―Bueno ―dije mientras subíamos al auto― no se puede negar que hemos caminado la segunda milla tratando de visitar a esta hermana. Hasta encontrar su casa fue toda una hazaña.
Escondida por una casa más grande qué había en el frente, la pequeña casucha había sido difícil de encontrar cuando hicimos nuestro primer intento de visitarla hace seis meses. Al cambiar los límites de nuestro barrio se habían agregado algunas familias nuevas y aquella hermana correspondía a nuestro distrito. Al principio, al no encontrar la casa pensamos que la dirección estaba equivocada; pero luego de perseverar y preguntar en dos estaciones de servicio y en varias casas de la vecindad, finalmente encontramos aquel sendero enterrado entre los pastos y descubrimos la casita. Mas nuestros esfuerzos no fueron coronados por el éxito sino por un desalentador silencio.
Como en la tarjeta de información de la hermana, cuyo nombre era Judy Kearns, no aparecía ningún número de teléfono, llamamos al servicio de información y nos enteramos de que su número era privado y no se encontraba en la guía telefónica. Al consultar los registros del barrio comprobamos que se había convertido hacía tres años, que era inactiva y que trabajaba para mantenerse ella sola y a sus dos hijos pequeños. Cada vez que la visitábamos le dejábamos una amable notita pidiéndole que nos llamara por teléfono, pero no habíamos obtenido respuesta. Hasta le habíamos dejado una caja de fruta en la puerta y habíamos ido a verla en un fin de semana, sólo para encontrarnos siempre con la silenciosa casa vacía.
Mientras nos alejábamos de allí aquel día yo iba pensando: esta es otra causa perdida; pero mi conciencia me molestaba. ¿Habíamos de verdad recorrido por ella la segunda milla? ¿Qué significaba esto de la “segunda milla”. Recordé que, de acuerdo con el evangelio, no se trataba solamente de cumplir con una asignación, sino también de tener el interés suficiente como para aprovechar cualquier oportunidad de cumplirla plenamente. Es cierto que habíamos dado algunos pasos hacia aquella milla extra, pero sólo para cubrir una pequeña distancia y mucho nos quedaba por hacer.
Esa noche, después de hacer cuatro llamadas telefónicas conseguí localizar a la maestra visitante que tenía aquella hermana en su barrio anterior; la información que me dio era muy vaga pero conseguí el número telefónico que no estaba en la guía. Al terminar nuestra conversación sentía una leve emoción que me animaba y ansiosamente disqué el número; pero nuevamente tuve la desilusión de oír un continuo y hueco timbre sin lograr ninguna contestación. Al día siguiente y durante la noche volví a tratar de ponerme en contacto con ella, pero no tuve éxito. Unos días más tarde, mientras volvía a casa de visitar al dentista, me cruzó por la mente la idea de que quizás aquella hermana también estuviera en su camino de regreso a su vivienda; alguna vez tendría que ir a su casa y aquella era la hora de salida de los empleados. Me pregunté si le resultaría inconveniente la hora de mi visita; pero siguiendo un impulso di vuelta al auto en dirección a su casa y decidí correr el riesgo. Desde la calle pude ver que la entrada al garaje se encontraba vacía como de costumbre, por lo que apagué el motor y decidí esperar; al cabo de veinticinco minutos comencé a sentirme nerviosa sabiendo que mi familia estaría llegando a casa y preguntándose dónde andaría yo y por qué no se sentía el acostumbrado aroma de la comida. Esperé inquieta otros quince minutos y estaba preparándome para irme, cuando un auto viejo y destartalado entró por el camino y se detuvo frente a la casa. Bajó la hermana, hizo salir a sus dos pequeños niños y mientras buscaba en la cartera la llave de la casa yo me presenté y le expresé el placer que sentía en tener finalmente la oportunidad de conocerla; ella me respondió con un aire de incomodidad y frialdad, pero la amabilidad con que la traté la conquistó y me invito a entrar en su casa.
Comencé por enfocar toda mi atención en sus hijos, un varón y una niñita, mientras me mostraban los trabajos que habían llevado de la guardería y me describían con detalles la rodilla raspada que el pequeño tenía cubierta por un vendaje; esto le dio a Judy la oportunidad de aflojar la tensión; poco a poco se fue dejando ganar por mi interés en sus niños y, con un poco de vacilación al principio, comenzó a contarme algunos de los problemas que tenía para protegerlos de la ruina de un matrimonio deshecho. Supe que su esposo había abandonado el hogar en procura de lo que él llamaba “libertad personal”, y que en su determinación por sobrevivir ella había empezado a trabajar en un empleo donde le pagaban un mísero salario, y estaba tomando clases nocturnas, preparándose para ser asistente de dentista. Los niños asistían a la guardería de una iglesia cristiana que había en la vecindad y juntos iban a los servicios religiosos dominicales allí; según me dijo, no le importaba a qué iglesia fueran con tal de asistir a alguna. Mi visita aquel día fue corta, pero me permitió establecer una relación amistosa con ella y hacer arreglos para visitarla en su día libre. Al despedirme en la puerta, la miré fijo a los ojos y le di mi testimonio de la veracidad del evangelio, rogándole al mismo tiempo que no privara a aquellos preciosos niños de la oportunidad de conocer sus bellezas; tenía los ojos llenos de lágrimas al estrecharme la mano cuando me iba.
Deseosa de dar otro paso para ayudar a Judy, traté de ponerme en comunicación con su maestro orientador; después de hacer tres llamadas telefónicas a fin de encontrar a alguien que tuviera la lista de las últimas asignaciones de orientación familiar, me enteré de que el secretario ejecutivo del barrio era la persona con quien debía hablar. Cuando lo llamé no estaba en su casa y después de repetidos intentos finalmente me di por vencida aquella noche. Dos días después volví a intentarlo, y finalmente me enteré de que sus registros estaban en la capilla y que tendría que llamar a su oficina al cabo de uno o dos días para conseguir la información. Cuando llamé y nadie contestó, comencé a preguntarme si sería realmente importante ponerme en contacto con el maestro orientador.
Mi compañera de visitas se quedó encantada de saber que había arreglado para visitar a Judy, y puso todo su entusiasmo al servicio de nuestros esfuerzos. La hermana nos estaba esperando y recibió con agradecimiento las galletitas que habíamos preparado especialmente para llevarles. Al principio nuestra conversación fue alegre y amigable; luego Judy comenzó a contarnos sus temores y preocupaciones por sus niños, el devastador complejo de ineptitud que la aquejaba y la agonía de sus problemas financieros; tratamos de consolarla y de trasmitirle nuestra comprensión, pero sabíamos que debíamos hacer algo más, Al despedirnos le pregunté quién era su maestro orientador y me contestó que nunca la había visitado nadie después de haber cambiado de barrio, ¡Me sentí indignada! ¿Cómo podían haber dejado pasar seis meses sin asignarle un maestro orientador? El domingo por la mañana fui a la iglesia más temprano a fin, de hablar con el secretario ejecutivo, y me enteré de que el maestro orientador que se le había asignado a Judy era uno de nuestros más dedicados y responsables élderes; aquello me asombró y traté de buscarlo en la Iglesia, donde me informaron de que se había ido de vacaciones por dos semanas. Me sentía asombrada ante los muchos obstáculos que se interponían en aquella segunda milla que estaba tratando de recorrer, y estaba decidida a no permitir que me detuvieran en mi propósito.
El mismo día que el hermano Greer, el maestro orientador de Judy, llegó a su casa me puse en contacto con él; al ametrallarlo con mis preguntas me miró con una expresión de confusión en sus ojos. No sabía nada de nadie llamado Judy Kearns ni de ninguna asignación para ser maestro orientador de ella; ambos comprendimos que en alguna parte se había interrumpido la comunicación en el programa de orientación familiar. Le di el número de teléfono de Judy, algunos detalles sobre ella y le hablé de mi gran preocupación por ayudarla; él me agradeció y se mostró deseoso por arreglar la situación.
Al cabo de unas pocas semanas aquella segunda milla se había convertido en la milla milagrosa; era el milagro del plan de Dios en funcionamiento, el milagro de hombres dedicados a honrar su sacerdocio, el milagro de mujeres interesadas en el bienestar de los demás. Fue emocionante para mí ver cómo funcionaban los programas y observar, a las personas siguiendo con entusiasmo el plan del Señor; me llenó de orgullo el pertenecer a esta Iglesia.
El hermano Greer no solamente visitó a Judy inmediatamente, sino que también la invitó a cenar y asistir a la noche de hogar con su familia; esa noche sus niños trabaron amistad y también Judy se benefició con el interés de la hermana Greer, quien se ofreció a ir a buscarlos para llevarlos a la Escuela Dominical; al principio, la madre se mostró un poco vacilante, pero los niños respondieron con entusiasmo y finalmente ella aceptó.
La asistencia a la Iglesia le dio a Judy una nueva comprensión de la-importancia del evangelio restaurado y antes de volver a su casa ese día ya había sido presentada al obispo, había hablado con la presidenta de la Sociedad de Socorro y había aceptado que una de las hermanas recogiera a sus hijos en la guardería para que pudieran asistir a la Primaria. Cuando el obispo supo que pronto recibiría su título de asistente dental y que estaba tratando de conseguir un trabajo, le pidió al director de empleos del barrio que tratara de conseguirle una ocupación con algún dentista.
El día que Judy recibió su certificado, ya tenía arregladas tres entrevistas con perspectivas de empleo; en todas le ofrecieron el trabajo y ella eligió el que le convenía más por su salario.
Unas semanas más tarde la presidenta de la Sociedad de Socorro la visitó para pedirle que asistiera a la reunión de la noche y enseñara a las hermanas algunos detalles sobre el cuidado de la dentadura. Ella aceptó entusiasmada y se sintió muy a gusto entre las otras hermanas que también trabajaban y que tenía muchos de los mismos problemas que ella tenía; así se convirtió en una ferviente defensora de la Sociedad de Socorro. Un día el obispo decidió que había llegado el momento de hacerle un llamamiento y como la Escuela Dominical de menores era lo que se prestaba mejor a su horario, le ofrecieron el cargo y al poco tiempo Judy era una de las mejores maestras.
El hermano Greer había estado concentrando sus esfuerzos en buscarle una casa mejor para vivir, que estuviera dentro de los límites de nuestro barrio; cuando la encontró, los élderes le hicieron la mudanza, las hermanas de la Sociedad de Socorro de la noche se encargaron de forrar los estantes de los armarios y su maestras de la Escuela Dominical prepararon comida para hacer una pequeña fiesta e inaugurar la nueva casa, Judy se había convertido ya en una persona muy especial para muchos de los hermanos y en una parte muy importante de nuestro barrio.
Un domingo de ayuno se paró para dar su testimonio por primera vez; la capilla estaba muy silenciosa mientras todos escuchábamos atentamente. Humildemente reconoció la seguridad que había encontrado en el conocimiento de que el Señor la acompañaba y que su Evangelio le había llevado la serenidad necesaria para sobreponerse al temor y al sentimiento de ineptitud que tenía; las lágrimas le corrían por las mejillas al expresar su amor y gratitud por todos aquellos que la habían ayudado a mejorar su vida. Cuando terminó, la mayoría de nosotros tuvimos que buscar nuestros pañuelos y, al mismo tiempo, todos sentíamos el regocijo de una victoria compartida. Mientras me secaba los ojos pensaba maravillada en el hermoso proceso que había dado como, resultado la transformación de Judy; y sabía, por increíble que pareciera, que todo había comenzado con mis escasos esfuerzos por recorrer la segunda milla en aquella asignación como maestra visitante.
Aquel día comprendí con nueva claridad que, por muy insignificantes que nos sintamos en el servicio que le prestamos a Dios, cada uno de nosotros posee la capacidad para, poner en marcha Sus maravillosos planes, para liberar ese extraordinario poder que cambia y eleva la vida de las personas, para proveer la oportunidad de llevar a cabo un dedicado y dinámico servicio. Pero este tremendo potencial solamente puede ponerse en práctica si nosotros podemos darle ímpetu, si nosotros abrimos las compuertas de nuestro corazón y permitimos que la gloria de Dios haga de aquélla milla extra una milla milagrosa.
























