Bosquejo de un líder de la Iglesia

30 de marzo de 1979
Bosquejo de un líder de la iglesia
Por el élder Mark E. Petersen
Del Consejo de los Doce

(Extraído de un discurso ofrecido a los Representantes Regionales el 30 de marzo de 1979.)

Mark E. PetersenQué clase de hombres habéis de ser?», preguntó el Salvador a los nefitas cuando se aprestaban a iniciar su ministerio; y El mismo respondió diciendo: «En verdad os digo, aun como yo soy» (3 Nefi 27:27).

¡Aun como Él es! Meditad en ello por un momento. Jesucristo es nuestro modelo. Y ¿cuándo esperaba El que esos hombres adoptaran su estilo de vida? Por cierto que no lo reservaba para más adelante, ni para un mañana, sino que era para que lo aplicaran inmediatamente. En su condición de ministros del Señor, ellos tenían la responsabilidad inmediata de reflejar Su imagen frente a la humanidad entera.

He allí la clave que nos indica la forma en que todos debemos llevar a cabo su obra.

Paralelamente, también cabe preguntarse: ¿En qué consiste ésta? Él nos dice que su obra, y aun su gloria, consisten en llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre. (Véase Moisés 1:39.) Más ¿qué es la vida eterna? La vida eterna es llegar a ser como Dios. Puesto que somos sus hijos, tenemos todas las posibilidades de llegar a ser perfectos como Él es. Este es un privilegio del que gozan todos los hombres, no importa dónde vivan ni qué hagan; sin embargo, debe tenerse en cuenta que se logra únicamente por medio de la fe en Cristo. Y ¿cómo se obtiene esa fe? Pablo formuló la misma pregunta en los siguientes términos:

«¿Cómo. . . invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quién les predique?

¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?» (Ro. 10:14-15.)

Nosotros somos sus predicadores, y hemos sido debidamente enviados. ¿Cómo, pues, ejerceremos nuestro ministerio?

Convertíos
Nicodemo se acercó al Señor una noche, y Jesús le dijo estas palabras que jamás olvidaremos: «. . .el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios» (Juan 3:3).

Esta enseñanza se aplica al principio de nuestro renacimiento del agua y del Espíritu por medio del bautismo. A menudo nos conformamos con la explicación del bautismo de agua y poca trascendencia damos al bautismo del Espíritu.

Mediante la imposición de manos recibimos la confirmación como miembros de la Iglesia, y se nos comunica el don del Espíritu Santo. Debemos tener presente, no obstante, que por medio de esa ordenanza nuestra vida es renovada; y si somos sinceros, nacemos literalmente de nuevo. Tal vez más de lo que podamos llegar a comprender, nos transformamos en personas diferentes y hasta mejores, pudiendo afirmar que algo cambia en nuestro corazón, en nuestra manera de sentir interiormente. Tal como Pablo lo describe, hacemos a un lado al hombre carnal y tomamos sobre nosotros el nombre y la imagen de Cristo (véase Col. 3:9-10).

Ese renacimiento es imprescindible a fin de que otros puedan creer, mediante nosotros, que, de hecho, Cristo fue enviado de los cielos por su Padre, que es el Salvador y que nosotros somos sus siervos investidos con la autoridad para guiarles por el camino de la verdad. Ese es el comienzo de su salvación y un punto a favor que se agrega a la nuestra.

Debemos conservar latente dentro de nosotros el efecto de dicho renacimiento, pues aunque mediante nuestros esfuerzos podamos contribuir al renacimiento de otras personas, no podemos dar algo que nosotros mismos no poseamos. Si nuestra propia casa no está debidamente edificada, resultará sumamente difícil procurar ser buenos arquitectos y constructores en la vida de otros.

Así que, ¿qué clase de hombres debemos ser? Como El mismo es.

El Señor enseñó muchas cosas sumamente importantes que El espera de sus discípulos. Una de las más vividas lecciones es la que nos enseña que debemos ser firmes testigos de que Él es el Cristo, a fin de llegar a convencer a otras personas del hecho de que su Padre en verdad le envió al mundo en calidad de Salvador.

Al orar por sus discípulos, Jesús también rogó «por los que han de creer en mí por la palabra de ellos. . . para que el mundo crea que tú me enviaste» (Juan 17:20-21; cursiva agregada.)

Esta es una de las definiciones más exactas de la naturaleza divina de nuestro llamamiento. ¡Qué propósito tan sublime! ¡Cuán enorme responsabilidad! Esas palabras deben ser nuestro faro, pero, ¿podemos verdaderamente entenderlas? Son la médula misma de nuestra religión y nadie puede salvarse sin esa fe tan básica.

Como directores en la Iglesia todo lo que encierren nuestra actitud y nuestras palabras debe ser un fiel reflejo de esta gran verdad. Jesucristo es el Hijo de Dios; su naturaleza es divina; fue enviado al mundo por mandato celestial; nosotros somos sus representantes, sus testigos, y de nosotros y de nuestras obras depende El, para que el mundo crea que en verdad Dios le envió y para que, como consecuencia de ello, muchos vivan su evangelio y sean salvos.

Sed un ejemplo
Como Pablo le dijo a Timoteo, debemos ser ejemplos de los creyentes, «en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza» (1 Ti. 4:12).

Os exhorto a que estudiéis detenidamente el contenido de la cuarta sección de Doctrina y Convenios. En ella leemos:

«…fe, esperanza, caridad y amor, con la única mira de glorificar a Dios, lo califican para la obra.» (Se refiere a una persona que reúna esas condiciones.)

«Tened presente la fe, la virtud, el conocimiento, la templanza, la paciencia, la bondad fraternal, piedad, caridad, humildad, diligencia. . .

…el campo, blanco está ya para la siega; y he aquí, quien mete su hoz con su fuerza atesora para sí, de modo que no perece, sino que trae salvación a su alma.» (D. y C. 4:5-6, 4; cursiva agregada.)

Nuestro hogar constituye el cimiento en el reino de Dios. Siendo que somos sus siervos, ¿qué clase de vida de hogar debemos tener? ¿Abunda allí el amor? ¿Damos un ejemplo de actitud cristiana para que también nuestra familia, mediante nosotros, pueda creer en Cristo?

¿Somos limpios y castos en nuestros hábitos? ¿Permitimos, acaso, que el pecado y la inmundicia, aun subrepticiamente, levanten barreras entre nosotros y el Espíritu de Dios, apartándonos de toda santidad? ¿O estamos dispuestos a mantener la virtud en alto, al punto de valorarla más que a nuestra propia vida?

¿Estamos libres de las garras de la hipocresía? ¿Observamos en la Iglesia una actitud diferente de la que manifestamos en nuestros tratos o actividades diarios? ¿Pueden otras personas amparar su mal proceder en las cosas que nos ven hacer o nos escuchan decir? ¿O, por el contrario, nos elevamos por sobre todas esas tendencias mundanas e inspiramos a otros en sus esfuerzos por llegar a metas más sublimes?

Como líderes o directores, ¿somos en todo momento ejemplo de los creyentes? ¿O despertamos dudas en la mente y el corazón de otras personas como resultado de ciertas actitudes pecaminosas que tal vez pongamos de manifiesto?

¿Somos considerados y bondadosos con nuestro prójimo? ¿Somos honestos? ¿Está nuestra norma de conducta de alguna manera en oposición a la verdadera imagen de siervos de Dios que debemos mostrar?

¿Somos piadosos? ¿Somos justos? ¿Tenemos presente el hecho de que somos perdonados únicamente en la medida en que perdonemos a otros?

¿Observamos la regla de oro de obrar con los demás de la misma forma que quisiéramos que ellos obraran con nosotros? Todos estos atributos personales encajan en el perfil de un verdadero siervo de Dios.

Somos pastores del rebaño de Dios, rebaño que está compuesto principalmente tanto por nuestra familia como por todos los demás miembros de la Iglesia.

Observando una conducta cristiana, nosotros estaremos en condiciones de enseñar lo mismo a otros; siendo devotos, enseñaremos devoción; estableciéndonos el cometido de seguir instrucciones, enseñaremos a otros a hacer lo propio.

Podremos enseñar el valor de la inspiración del Espíritu, comprendiendo que sin ella no podemos estar a tono con Dios y que si no estamos a tono con El, quedamos a merced de nuestros limitados recursos, los cuales no nos servirán de mucho.

Sed unidos
Una de las características más sobresalientes del Señor Jesucristo durante su ministerio terrenal fue la de su unidad con Dios. El deseaba con toda su alma que sus discípulos formaran parte de ese círculo de unidad, ya que era imprescindible para su misión. Con anterioridad a su padecimiento en el jardín de Getsemaní, oró por la unidad de sus discípulos, para que fueran ellos uno así como El y el Padre eran uno (véase Juan 17:21). Mediante el profeta José Smith nos hizo saber que «. . . si no sois uno, no sois míos». (D. y C. 38:27).

Esta se transformó en una norma básica para sus discípulos en todas partes; es el cimiento mismo de todo nuestro éxito, y sin él quedamos a merced de Satanás.

Cristo es el Príncipe de Paz, por lo que nosotros debemos ser mensajeros de paz. Sabido es que los conflictos pueden destruirnos si les permitimos surgir, pudiendo hasta llegar a dañar seriamente a la Iglesia; destruyeron a la Iglesia de la antigüedad y pueden destruirnos a nosotros también. ¿Recordamos lo que el Señor dijo en cuanto a la contención?

«. . .no habrá disputas entre vosotros, como hasta ahora ha habido…

He aquí, no es ésta mi doctrina, agitar con ira el corazón de los hombres, el uno contra el otro; antes mi doctrina es ésta, que se acaben tales cosas.» (3 Nefi 11:28,30.)

¿Recordáis qué detuvo el establecimiento de la ciudad de Sión en los días del profeta José Smith? El Profeta había inquirido al Señor en ferviente oración la causa de la expulsión del pueblo mormón del Condado de Jackson, Misurí. Como respuesta, esto es lo que el Señor dijo concerniente a los santos:

«He aquí, te digo que había riñas, y contiendas, y envidias, y disputas, y deseos sensuales y codiciosos entre ellos; y como resultado de estas cosas, profanaron sus herencias.

Fueron lentos en escuchar la voz del Señor su Dios; por consiguiente, el Señor su Dios es lento en escuchar sus oraciones y en contestarlas en el día de su angustia. ‘

En los días de paz estimaron ligeramente mi consejo, mas en el día de su angustia por necesidad se allegan a mí.» (D. y C. 101:6-8.)

¿Hay acaso algo más concreto y claro en cuanto a la obediencia?

Sed obedientes
El Señor dio una importante parábola mediante el profeta José Smith, instando a los santos a ser más devotos, poniendo una vez más de manifiesto cómo espera El que nos ajustemos a sus instrucciones divinas:

«Cierto noble tenía un terreno muy escogido; y dijo a sus siervos: Id a mi viña, sí, a este terreno muy escogido, y plantad doce olivos; y poned centinelas alrededor de ellos, y edificad una torre para que uno vigile el terreno circunvecino y sea el atalaya, a fin de que mis olivos no sean derribados cuando venga el enemigo a despojar y tomar para sí el fruto de mi viña.

Entonces los siervos del noble fueron e hicieron lo que su señor les mandó. Plantaron los olivos, los cercaron de vallado, pusieron centinelas y comenzaron a construir una torre.

Y mientras todavía estaban poniendo los cimientos, empezaron a decir entre sí: ¿Y qué necesidad tiene mi señor de esta torre?

Y consultaron ellos entre sí largo tiempo, diciendo: ¿Qué necesidad tiene mi señor de esta torre, siendo ésta una época de paz?

¿No se pudiera dar este dinero a los cambistas? Pues no hay necesidad de estas cosas.

Y mientras discordaban entre sí, se volvieron muy negligentes y no hicieron caso de los mandamientos de su señor.

Y llegó de noche el enemigo, y derribó el cerco; y los siervos del noble se levantaron atemorizados y huyeron; y el enemigo destruyó sus obras y derribó los olivos.

Ahora, he aquí, el noble, el señor de la viña, visitó a sus siervos, y les dijo: ¡Cómo! ¿Qué ha causado este grande daño?

¿No os precisaba haber hecho lo que os mandé y, después de haber plantado la viña, construido el vallado alrededor y puesto guardas en los muros, haber edificado también la torre, colocado un atalaya en ella y vigilado mi viña para que el enemigo no os sobreviniese, en vez de quedaros dormidos?» (D. y C. 101:44-53.)

Adviértase la forma en que los obreros de la viña cuestionaron las órdenes de su señor: ¿Qué necesidad tiene nuestro señor de esta torre? ¿Qué necesidad tiene? ¿Tenemos nosotros acaso dudas similares? ¿Nos preguntamos qué necesidad tiene la Iglesia de esto o aquello? ¡Cuán vital es que observemos en todo momento una actitud de apego total a las instrucciones que recibimos y las ejecutemos al detalle! El Señor también nos dice:

«Aprenda, pues, todo varón su deber, así como a obrar con toda diligencia en el oficio al cual fuere nombrado.» (D. y C. 107:99.)

Debemos familiarizamos con nuestro llamamiento y trabajar en él poniendo nuestra máxima dedicación en todo sentido.

Sed devotos
¿Cuál es entonces la imagen que debe proyectar un líder de la Iglesia? Ni más ni menos que la de todo otro dedicado ministro de Cristo.

¿Puede ser acaso diferente a la de una Autoridad General? ¿Puede ser distinta a la de un buen Representante Regional, un buen presidente de estaca, un buen obispo, un buen presidente de misión o un buen presidente de quorum de élderes?

¿No somos acaso llamados todos como siervos u obreros? ¿No estamos todos sujetos al mismo convenio del sacerdocio? ¿Cuenta alguien con privilegios especiales? ¿Hace Dios acepción de personas?

¿Observamos de alguna manera una ambición malsana en cuanto a posición o distinción en la Iglesia? ¿Es una actitud de esa naturaleza característica de las enseñanzas de Cristo? ¿No es acaso opuesta a la humildad?

La madre de los hijos de Zebedeo se allegó al Señor procurando para sus hijos, Santiago y Juan, una posición de mayor prestigio que la de los otros discípulos, ante lo cual el Señor la reprendió por sus desmedidas ambiciones.

«Cuando los diez oyeron esto, se enojaron contra los dos hermanos.» (Mt. 20:24.)

El Señor dejó entonces en claro que, no habría entre ellos ninguna clase de desigualdad y agregó:

«Mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo.» (Mt. 20:26-27.)

En todos los casos, la devoción hacia el deber es la clave.

Sed generadores
El Señor también espera que seamos productivos, instándonos a generar fruto. Esto queda ilustrado con la parábola que encontramos en el decimoquinto capítulo de Juan. Allí el Señor dice a sus siervos cómo llevar a cabo la obra, dejando establecida la imagen de un verdadero siervo de Dios.

El capítulo de referencia comienza con una parábola concerniente a la viña del Señor, donde compara a su Padre con el propietario y se compara a sí mismo con la vid de la viña; después dice que nosotros, los obreros, somos como las ramas de la vid y que debemos llevar abundante fruto en la viña del Señor:

«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador.

Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto.» (Juan 15:1-2.)

Entonces el Señor nos proporciona una imagen que debe resultar familiar para todos nosotros. Nos habla de la poda de la vid a fin de que produzca más. En su viña Él nos poda —nos limpia— y nos santifica a fin de que podamos producir más abundantemente del fruto que El espera.

Seguidamente se refiere a los pámpanos o ramas que no producen nada por haber sido separados de la parte principal de la vid. Y ¿cuál es la razón de que no produzcan bajo tales circunstancias? Pues el alimento, el fluido que genera vida, es cortado si se separa la rama de la vid. Este hecho persuadió al Señor a decir a sus siervos:

«Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.

Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer.» (Juan 15:4-5.)

Esta es, sin duda, una gran lección. En la medida que nos mantengamos cerca del Señor y seamos nutridos por su Espíritu, llevaremos mucho fruto; mas, a menos que permanezcamos junto a Él y recibamos de su fortaleza, ya no podremos producir más de lo que produce una rama que es separada del árbol. Por eso Él nos dice: «Separados de mí nada podéis hacer».

A fin de agregar mayor relevancia a este tema, el Señor agrega: «En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos» (Juan 15:8).

Hay en este pasaje de Escritura otra gran lección que mucho nos atañe:

«No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto…» ¿Con qué propósito?”. . . para que vayáis y llevéis fruto» (Juan 15:16).

Todavía queda algo más. No se trata solamente del hecho de que fuimos elegidos por El, no solamente fuimos puestos con el propósito de llevar mucho fruto, sino que también somos llamados y puestos (ordenados) para obrar de forma tal que nuestro fruto permanezca. Prestad atención a estas palabras:

«No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Juan 15:16).

¿Qué significa eso? Que sencillamente debemos planear y orar y obrar con nuestra mira puesta en el fin de que nadie se aparte de la Iglesia a causa de nuestra negligencia, de que nadie pierda su testimonio, de que nadie se inactive. Nuestros fruto debe permanecer.

Es entonces que la imagen que proyecta un siervo de Dios se resume en su actitud. Así como el hombre siente en su corazón, así obrará.

Esta Iglesia es el reino de Dios; el mundo es su campo o su viña; nosotros somos sus obreros escogidos, y nuestro éxito estará asegurado sólo si permanecemos juntos a la vid. Si así lo hacemos, el Señor nos hace una promesa sumamente atractiva.

«Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho.

Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor.

Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté con vosotros, y vuestro gozo sea cumplido.» (Juan 15:7, 10-11.)

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