Jesús de Nazaret

Diciembre de 1981
Jesús de Nazaret
Por el presidente Spencer W. Kimball

Spencer W. KimballEn este mes celebramos el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. Hace algunos años, por esta misma época, mi esposa y yo nos encontrábamos en la Tierra» Santa con el élder Howard W. Hunter y su esposa. En Nochebuena nos mezclamos con miles de personas religiosas y de curiosos que habían ido allí de» todas partes del mundo. Tuvimos que inclinarnos para pasar por la pequeña abertura que conduce a la Iglesia de la Natividad, y gradualmente fuimos abriéndonos paso hasta llegar a la cripta en la cual varias religiones aseguran que se encuentra el sagrado lugar del pesebre en donde nació el Salvador.

Mientras mirábamos la estrella de metal que hay en el suelo, ésta pareció desvanecerse y fue como si viéramos allí la escena del tosco establo abierto en la roca y a una encantadora joven de hermoso rostro y dulce espíritu, en contemplación amorosa de un niño recién nacido, envuelto en pañales a la usanza hebrea de la época. Con toda seguridad, ya lo habrían lavado y frotado con sal, y lo habrían envuelto en un trozo cuadrado de tela con la pequeña cabeza sobre una de las puntas y los piececitos sobre la punta diagonalmente opuesta: luego lo envolverían y atarían las puntas del pañal alrededor del precioso cuerpecito. También le sujetarían las manos a los costados del cuerpo, aunque ocasionalmente se las soltarían y frotarían con aceite de oliva; quizás a veces también lo empolvaran con polvos de hojas de arrayán. Envuelto en esa forma, estaría más cómodo durante el viaje a Egipto, y hasta podrían sujetarlo a la espalda de su madre.

Cuando considero lo agradecidos que nos sentimos por el nacimiento de Jesús, pienso en si no estaremos haciendo más hincapié en su venida al mundo que en las experiencias que Él tuvo. ¿Es acaso el naci­miento lo más importante de nuestra vida? Podríamos pregun­tarnos la razón por la cual hemos nacido, el propósito de nuestra venida al mundo.

Recordemos que han nacido miles de millones de personas desde la creación del mundo.

Caín nació, pero terminó en la oscuridad. ¿Qué fue de esa vida?

Nerón nació, pero su forma de vivir no justificó su nacimiento.

Adolfo Hitler nació. ¿Qué hizo de su vida? Por causa de él millones de personas murieron de hambre o fueron exterminadas por otros medios en distintos lugares de tortura.

Sí, el hombre nació para mo­rir… a todo ser humano le llegará la muerte. Millones de seres han muerto en el anonimato, sin que nadie se enterara siquiera de su existencia. La pregunta que cabe hacerse es: ¿Han cumplido «la medida de su creación»? Cierta­mente, lo que tiene real importancia no es si mueren ni cuándo mueren, sino que no mueran en el pecado. Muchos perecieron en la ignominia de sus pecados durante el diluvio.

Cristo también murió. Pero la suya es una muerte que tiene signi­ficado. Mediante ella, El expió por nuestros pecados, nos indicó el cami­no hacia la perfección, nos mostró la forma de lograr la exaltación. Su muerte fue voluntaria y tuvo un pro­pósito muy importante. Su nacimien­to fue humilde, su vida perfecta, su ejemplo motivador. Su muerte nos abrió puertas, y por ella se ponen al alcance de la-humanidad entera todo don y todas las bendiciones. Podría haber muerto muchos años antes de haber logrado para nosotros el pri­mero de sus objetivos: la resurrec­ción e inmortalidad. Pero debió con­tinuar en una vida más larga y llena de peligros a fin de establecer firme­mente el camino hacia la perfección.

Durante más de tres décadas lle­vó una vida amenazada por el peli­gro. Desde el terrible asesinato per­petrado por Herodes contra todos los varones recién nacidos de Belén, hasta la despiadada acción de Pilato que lo entregó a la sanguinaria mu­chedumbre, Jesús estuvo sometido a constante peligro. Vivió bajo la amenaza de que a su cabeza le hubie­ran puesto precio y que finalmente pagaran por ella treinta miserables piezas de plata; hasta sus amigos se apartaron de Él, y no fueron sólo enemigos humanos los que complica­ron su existencia, sino que también Satanás y sus huestes lo persiguie­ron incesantemente. No obstante, aun después de la muerte parece que no pudo abandonar esta tierra hasta después de haber capacitado a sus líderes para que siguieran sin El; durante cuarenta días preparó a los Apóstoles para que dirigieran la Iglesia.

Al estudiar su vida, vemos en ella el continuo cumplimiento de profe­cías. Tal como se había predicho, fue «varón de dolores, experimenta­do en quebranto» (Isaías 53:3). ¿Cómo podía guiar a su pueblo, cómo podía mostramos la forma de guardar sus mandamientos, a menos que El mismo experimentara el dolor y el gozo? ¿Cómo podía haberse sabido que la perfección es posible, cómo se nos podía persua­dir a tratar de alcanzarla, si alguien no nos hubiera demostrado que es algo factible? Por todo esto. Él vivió enfrentando pruebas día y noche, toda su vida.

Su diaria manera de vivir fue una confirmación de su poder, su capacidad y su fortaleza. Desde su nacimiento tuvo una existencia difícil. Nació en un pesebre, como un huésped indeseado, lejos de las comodidades típicas del hogar israelita de la época, «porque no había lugar para ellos en el mesón» (Lucas 2:7).

Siendo todavía muy pequeño, fue necesario llevarlo rápidamente a un país lejano a fin de salvar su preciosa vida. Aquélla fue una jornada peligrosa, llena de apresuramiento y temor, un duro viaje para el niño, que quizás todavía era amamantado por su madre. En la travesía sufrirían aflicciones y fatiga, tendrían que enfrentar tormentas de arena y adaptarse luego a una tierra extraña y nueva con costumbres diferentes. El regreso a Nazaret implicó un viaje aún más arduo y difícil tratando de huir de otro gobernante cruel.

Sus pruebas fueron continuas. Quizás su hermano Lucifer le haya oído decir, cuando apenas contaba con doce años: «¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?» (Lucas 2:49.) Recordemos la ocasión en que Satanás trató de hacerlo caer. El enfrentamiento en el mundo premortal había sido en circunstancias más equitativas; pero en el que tuvieron en este mundo. Jesús era todavía joven, mientras que Satanás ya contaba con gran experiencia, y por medio de sutilezas y desafíos trató de destruirlo. Pero ante todas las tentaciones que le presentó, el rechazo fríe siempre firme: «Vete. Satanás, porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás» (Mateo 4:10).

¡Qué vida tan solitaria la suya! Y ya no hubo nada privado en su existencia. En casi todos los casos, al efectuar sus milagros, pedía a la persona que había sido sanada: ‘Mira, no digas a nadie nada» (Marcos 1:44). Pero el recipiente de su poder v bondad iba y lo divulgaba todo, «de manera que ya Jesús no podía entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera en los lugares desiertos» (Marcos 1:45).

Toda palabra que salía de su boca era refutada por alguien, y Él se veía obligado a defender cada uno de los principios que enseñaba.

«¿Por qué tus discípulos no ayunan?»

«¿Por qué no se lavan las manos al comer el pan?»

«¿Por qué profanas el día sabático sanando enfermos?»

¡Y pensar que hasta trataron de matarlo porque sanaba enfermos en el día de reposo!

Ya era bastante el que sus enemigos trataran de tenderle trampas, pero incluso sus amigos «vinieron para prenderle; porque decían: Está mera de sí» (Marcos 3:21).

¿A quién podía recurrir en busca de comprensión? ¿Sería ésta la causa de que frecuentemente subiera a las montañas en procura de soledad y también del consuelo de su Padre? Solo, completamente solo, no tenía nadie en quien confiar, ningún lugar adonde ir. Como El mismo lo dijo:

«Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene donde recostar su cabeza.» (Lucas 9:58.)

Se iba a las colmas, pero lo seguían; se hacía a la mar, y al regresar encontraba a la multitud esperándolo. Se acostaba a descansar en la embarcación, y lo despertaban súbitamente con una dura crítica: «Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?» (Marcos 4:38). Y cuando ya se cernía sobre El la sombra de la muerte, les dijo a sus discípulos: «¿No os he escogido yo a vosotros los doce, y uno de vosotros es diablo?» (Juan 6:70.) A partir de ese momento, continuó andando con aquel que, bien sabía El, lo traicionaría.

¡Cuánta soledad! ¡Cuánto desasosiego! ¡Escapar y esperar, sabiendo que la muerte estaba cercana! «No quería andar en Judea porque los judíos procuraban matarle» (Juan 7:1). Trató de pasar de incógnito, «pero no pudo esconderse» (Marcos 7:24).

Una de sus grandes decepciones fue el regreso a su tierra, donde lo recibieron sin honra y sólo con rechazo y desprecio: «¿No es éste el carpintero, hijo de María. . .?» (Marcos 6:3.) Para ellos, era sólo un hombre común.

Siempre tuvo que enfrentarse a la violencia. Por su captura se ofreció una recompensa; se ordenó a la gente que revelara su paradero para poder apresarlo. El espectro de la muerte lo precedió, anduvo con El, se sentó a su lado, lo siguió dondequiera que iba.

¡Cuán difícil tiene que haberle sido contenerse de maldecir a sus enemigos, a Él, que con unas pocas palabras pudo maldecir a una higuera para que se secara! (Véase Mateo 21:18-21.) En lugar de hacerlo, el Señor oró por ellos. Responder violentamente a la violencia y buscar venganza son dos reacciones muy humanas; pero aceptar humillaciones como Él lo hizo es divino. Estuvo sometido a pruebas continuamente; permitió que el traidor lo besara para entregarlo, sin resistir; al ser capturado por una muchedumbre enfurecida, no dejó que Pedro, su leal Apóstol, lo defendiera, a pesar de que éste estaba dispuesto a morir por El. Contando con doce legiones de ángeles que saldrían en su defensa a una sola palabra suya, se entregó humildemente, pidiendo a sus valientes Apóstoles que no intentaran defenderlo. Aceptó el maltrato y las ofensas sin quejas ni deseos de revancha. ¿Acaso no había dicho «amad a vuestros enemigos»? (Véase Mateo 5:44.)

Con serena y divina dignidad, el Salvador soportó la burla y el escarnio (véase Mateo 27:26-30). Sufrió atropello sin que saliera de sus labios una palabra de condenación; lo abofetearon y golpearon, y El permaneció firme y decidido a cumplir su sacrificio. Siguió literalmente su propio consejo de poner la otra mejilla cuando lo golpearon. No obstante, no se acobardó, no negó sus propias enseñanzas, no se contradijo. Cuando los testigos falsos que habían sido comprados mintieron sobre El no pareció condenarlos. A pesar de que dieron vuelta sus palabras y lo interpretaron mal, permaneció calmo y seguro de sí. ¿Acaso no había enseñado a orar «por los que’ os ultrajan y os persiguen»? (Véase Mateo 5:44.)

El que había sido Creador del mundo y de todo lo que existe en éste, que había hecho la plata de la cual se forjaron las monedas con las que se compró su vida, que tenía señorío sobre quienes podían defenderlo a ambos lados del velo. El, el Señor, lo soportó todo y sufrió en silencio.

Cuando la muchedumbre empezó a pedir a gritos que soltaran a Barrabás (Lucas 23:21), El no mostró amargura, ni rencor, ni condenación, sino sólo serenidad, divina dignidad y autodominio. ¡Barrabás por Cristo! Barrabás libre. Cristo crucificado. El peor y el mejor: el justo y el injusto: el Santo crucificado, el degenerado malhechor liberado. Sin embargo, no hubo deseo de venganza, no hubo protesta, no hubo vituperación de parte del Salvador.

Ciertamente, grandes fueron las pruebas por las que pasó. Aunque fue declarado inocente, el Santo, el Hijo de Dios, fue azotado por sus enemigos. Con una sola palabra que hubiera salido de sus labios, podría haberlos destruido, convertido en polvo y cenizas. Pero Él lo sufrió todo.

Después le pusieron la corona de espinas. ¡Qué terrible tormento! No obstante, la sufrió con ecuanimidad, con fortaleza, con total autocontrol.

La mente humana no puede imaginar tanto sufrimiento. La sangre que hicieron brotar las espinas era lo que el populacho quería. ¿No habían dicho: «Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos»? (Mateo 27:25.) Ya nada podía detenerlos: estaban ávidos por saciar su sed de sangre y, aunque la crucifixión también lo haría, primero debían satisfacer el bestial apetito de su sadismo, debían lanzar con inhumana crueldad sus inmundas escupidas sobre la santa faz.

Lastimado y sangrando, lo obligaron a cargar’ la pesada cruz en la que le darían muerte. Mientras en sus fuertes espaldas no llevaban carga alguna, lo vieron a El sudar, y cargar, y arrastrar, y esforzarse, víctima indefensa de su maldad. Pero, ¿era realmente indefenso? ¿No tema acaso las doce legiones de ángeles a sus órdenes? ¿No estaban éstos agonizando con su agonía y, aún así, impedidos de ir en su ayuda o de rescatarlo a menos que Él se lo ordenara?

El siguió su camino solo. Le clavaron clavos en las manos y los pies, atravesando la carne blanda y estremecida. La agonía de dolor aumentó. Echaron la cruz en el foso y el golpe desgarró más aún la carne. ¡Qué tremendo sería el sufrimiento! Entonces, le atravesaron las muñecas con otros clavos a fin de asegurarse de que el cuerpo no se resbalara de la cruz salvándole así la vida. Las burlas aumentaron al desfilar la muchedumbre frente a la cruz, blasfemando y sometiéndole al escarnio de sus miradas lascivas.

«A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar.» (Marcos 15:31.)

¡Qué tentación tan grande tienen que haber sido estas palabras para el Señor! El podía haberse liberado de la cruz y haberse presentado ante ellos sin una sola marca. Tiene que haber sido un gran desafío; pero Él ya había tomado una decisión y en su angustia había sudado gotas de sangre al enfrentarse a su misión: la de seguir adelante atravesando toda clase de humillaciones hasta encontrar la muerte, a fin de llevar la vida a aquellos mismos hombres y sus descendientes.

Al llegar al término de su vida mortal, se contuvo, venciendo la tentación de «demostrarles» su poder. Lucifer, que lo había tentado en el desierto, en la montaña y en la cúspide del templo, con toda seguridad haría una labor eficiente al incitar a sus seguidores. Ellos usaron las mismas tácticas, las mismas palabras: «Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Y luego, el ladrón a quien habían crucificado junto a Él le dijo: «Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lucas 23:37, 39). A su alrededor también había otras personas, cuya conducta también se aproximaba a lo criminal: los arrogantes sacerdotes con sus largos mantos bordados, los dirigentes del pueblo — ordinarios, bajos, viles— todos ellos a despotricar, insultar, burlarse y escarnecer al Maestro.

Llegó la hora final y, aunque rodeado de gente, estaba solo. Solo, con los ángeles que esperaban para consolarlo; solo, con su Padre que sufría con El sabiendo bien que el Hijo debía recorrer en la soledad el sangriento y tortuoso sendero; solitario, exhausto, afiebrado y agonizante ya, exclamó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46.)

Solo había estado también en el jardín, rogando a su Padre que le diera la fortaleza para beber de la amarga copa y no desmayar.

El, que había dicho «Amad a vuestros enemigos», demostró en esos momentos cómo poner en práctica esas palabras. Mientras agonizaba en la cruz con sufrimientos que ningún ser humano ha conocido ni conocerá nunca, pidió por aquellos que lo habían crucificado: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). ¿No fue éste un acto supremo de amor? ¡Divino amor que perdonaba a los que lo mataban, a los que clamaban por su sangré! Él había dicho «Orad por los que os ultrajan y os persiguen» (Mateo 5:44), y eso es exactamente lo que hizo en su última hora.

Su vida fue el perfecto ejemplo de sus propias enseñanzas. «Sed, pues, vosotros perfectos», nos dijo (Mateo 5:48). Y con su vida, su muerte y su resurrección, Jesús nos mostró el camino para lograrlo.

Así como la vida y la muerte son importantes para alcanzar la perfección, también el nacimiento lo es. Con esta idea, volví a Belén, al Belén de la actualidad, donde nuestro grupo trataba de moverse en medio de la multitud. De todos lados nos codeaban y empujaban, y nos sentimos perdidos en medio de aquel mar de cuerpos y rostros desconocidos: en ese ambiente nos era difícil concentrar nuestra mente en la sagrada razón de nuestro viaje allí.

Había muy poco a nuestro alrededor que nos inspirara reverencia o nos ayudara a satisfacer el anhelo que sentíamos de quedarnos a solas con nuestros pensamientos.

Un taxi nos llevó hasta la colina desde la cual se contempla el campo donde estaban los pastores con sus rebaños. En el pequeño valle también se encuentra el campo de Rut y Booz. Ante nuestros ojos se presentaban las ondulantes tierras donde los pastores cuidaban de las ovejas, y en la cresta de la colina hay una cueva en la cual dormían y, «según afirma la tradición, esa noche se mantuvieron en vigilia. Contemplando aquel valle, en el único lugar cercano a Belén donde pudimos hallar un poco de intimidad, estuvimos de pie en la oscuridad, mirando al mismo cielo estrellado que observaron los pastores en aquella otra Nochebuena.

Al igual que el canto de los ángeles que ellos oyeron, a nosotros nos pareció oír también una música lejana y suave, como una sinfonía armónica que penetraba profundamente en nuestro corazón cantando la inolvidable melodía:

«¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!» (Lucas 2:14.)

Al sentir las cadencias de las palabras celestiales, los cuatro cantamos:

En la Jadea, en tierra de Dios, fieles pastores oyeron la voz. . . (Himno N° 42)

Después, en medio de la noche estrellada, nos quedamos allí, en silencio, muy cerca el uno del otro; cercanos física, mental, espiritual y emocionalmente, nuestras almas en comunión. No había luces, aparte de los titilantes farolitos de los cielos; no había otro sonido que el del débil susurrar de nuestras voces. Nuestro Padre estaba muy cercano; su Hijo estaba muy cercano. Oramos. Al unísono, nuestros cuatro corazones elevaron su amor y gratitud, que se mezclaron esa noche con las oraciones de toda la humanidad.

Expresamos nuestro agradecimiento. Expresamos nuestro amor. Como una compuerta que se levanta para dejar pasar las aguas por largo tiempo contenidas por la represa, nuestras voces, apenas audibles, contenidas por las intangibles fuerzas del mundo celestial, se mezclaron con reverencia en una oración de gratitud. Agradecidos, Padre, porque sabemos sin ninguna duda que Tú existes; porque sabemos que el Niño nacido en Belén es en realidad tu Hijo; agradecidos porque la Iglesia es verdadera, cumple su propósito y puede conducimos a la exaltación. Con palabras similares le dijimos que lo conocemos, que lo amamos, que lo seguimos, y volvimos a consagrar a su causa nuestra vida y todo lo que tenemos.

Desde entonces han pasado algunos años; pero en esta época siempre volvemos a consagrarnos enteros a la obra del Señor, e invitamos a las personas de todo el mundo a que se unan con nosotros en nuestra oración de gozo, amor y gratitud por la vida y las enseñanzas de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el Hijo de Dios.

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